miércoles, 29 de octubre de 2008

EL ENVENENADOR

Jack Vettriano (The Singing Butler)

El envenenador no es hermoso ni divertido ni tiene dinero. No, rectifiquemos, a pesar de su nombre inquietante, puede llegar a ser divertido por ocho, tal vez diez minutos. Nada más. Al undécimo, un ataque repentino de bilis acumulada deshace toda su gracia y atraviesa el cielo como una cruel galerna.

Aún así, hay mujeres, cansadas de esperar a un príncipe de labios azules, que lo adoran como si fuera un perro sin amo. Un perro enfermo de rabia, dicen después, cuando la unión explota, un traficante de pócimas y ponzoña. El envenenador, seguro de sí, deja un rastro de cicuta y espera pacientemente a que surja el efecto inevitable.

El envenenador es maestro en toxinas, narcóticos y brebajes. Maneja con gran habilidad con sus amantes el arsénico, el ántrax, la belladona, la estricnina, el cianuro o el gas sarín. Sin embargo, asegura buscar el amor, la familia, la felicidad de una relación estancada y trivial. Con tal fin, escruta en diferentes lugares, prueba con varias mujeres al mismo tiempo, ordena sus citas simultáneas con la minuciosidad y el riesgo de un alquimista del medievo, de un contorsionista o un maestro del alambre. A veces, en un primer encuentro, la ilusión se enciende y permanece viva por un tiempo, creando un espejismo de satisfacción y bienestar, pero el veneno que oculta entre sus ropas espera aletargado la tormenta irremediable.

De ese modo, a su paso queda un rastro de mujeres infelices, de amantes desencantadas, de hijos que abandonó sin llegar a conocerlos. El envenenador los quiere a su modo, en la distancia, los visita en algunas celebraciones y los besa con sus labios amoratados, sin apenas tocarlos, para no transmitirles su poder malsano, su instinto maléfico.

Una vez ha contaminado a su última víctima, el envenenador comienza a merodear a otras mujeres, hasta que nuevamente cree haber encontrado a la perfecta, pero el tiempo, como siempre, le desdice. Tan pronto como las convence de que él es el gentilhombre que esperan el interés lo abandona. Es entonces, mientras duermen, cuando elabora un cocimiento secreto que atenúa sus penas y detiene su corazón, justo a un paso de la muerte.


lunes, 27 de octubre de 2008

UN MAPA DEL ALMA

Simbad the Sailor (Paul Klee)

Jean Harispe, ilustrador de cuentos infantiles, estableció su residencia en Ciboure, un pueblo del País vasco-francés, buscando un lugar tranquilo, cerca del mar, donde dedicarse a su profesión. Estaba atravesando una época de profunda introspección, ocasionada por la muerte de su mujer en un accidente de tráfico. Durante aquellos días, Jean decidió pintar un cuadro que representara su alma atormentada por la terrible pérdida. Allí estaban, en pequeños espacios de lienzo ocupados por trazos rojos, azules, morados o negros, los recuerdos de su vida, las personas que la habían marcado a fuego, sus momentos de soledad, sus secretos, sus sueños y el terrible presente, desdibujándolo todo con un dolor ineludible.

El cuadro parecía una ilustración naif con elementos expresionistas y de arte abstracto. También podía recordar a una lámina antigua de Brueghel o el Bosco. Cuando su hija Izar, de siete años, vio la pintura, quiso que le explicase cada figura, cada línea, cada rastro de locura, cada gesto apasionado, cada imagen tenebrosa. La niña le pidió que le pintara también a ella de aquel modo, que dibujara un mapa de su alma. Jean la estuvo observando durante varias semanas, escuchando sus conversaciones, mirándola dormir y atendiendo a sus juegos, a sus momentos de rabia, a su odio hacia el mundo por la pérdida de su madre. La pequeña ya se había olvidado del cuadro, y se dedicaba a acudir a sus clases, a jugar y correr por el puerto, a hacer los deberes, a ver la televisión o a tumbarse triste y pensativa, mirando al techo.

Jean pintó el cuadro más hermoso de su vida. Era una visión desgarrada de su hija, tamizada por su amor incondicional hacia la pequeña. Cuando, una vez terminado, se lo enseñó, Izar lo miró un rato, sorprendida y le pidió a su padre que se lo explicara todo, haciendo gran cantidad de preguntas. Luego echó a correr, y no pareció volver a acordarse de pintura. A veces, cuando cruzaba el pasillo donde estaba colgada, se detenía a mirarla durante unos segundos, y volvía otra vez a sus juegos, sus estudios y sus otras ocupaciones.

Izar estudió arquitectura y, ya licenciada, mientras preparaba sus proyectos de trabajo, tuvo que vivir en muchas ciudades, en París, en Malmö, en Split, en Atenas, en Melbourne, en Tokio. Cuando su padre murió a consecuencia de un infarto de miocardio, regresó a Ciboure, y nada más cruzar la puerta de la casa, volvió a ver el cuadro. Le pareció más pequeño que como lo recordaba, pero le emocionó tanto que se lo llevó a Ginebra, donde vivía por entonces. Desde aquel día, en cada nuevo destino esa pintura ha ocupado un lugar preferente de su hogar.

Durante su estancia en Tokio, Izar empezó a practicar la meditación zen. Desde entonces se sienta cada noche, antes de dormir, con los ojos cerrados, ante una pequeña estatua dorada de Buda, y así, muy quieta, penetra en sí misma, se introduce en el flujo de la vida inmóvil, en la agitación incesante del no ser. Después, cuando llega la hora de acostarse, mira al cuadro durante unos segundos y al reconocerse de nuevo en su alma de niña se siente tranquila y sosegada.


viernes, 24 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (IV)

Zhang Xiaogang (Untitled)

Aladino, como puede que hayamos dicho ya cien o trescientas veces, no salía de casa porque tenía un pequeño agujero por donde a veces la sangre andaba libremente, de un lado a otro de su corazón. Ya estaba un poco harto de sus juguetes y de los regalos que le hacían para que olvidase su encierro. Estaba aburrido ya de su telescopio, de jugar con el cachorro de puma que le trajo su padre desde Bolivia, de escribir mensajes al ordenador y hablar por teléfono con sus amigos, de saltar sobre la cama o de jugar con la emisora de radio. Le hubiese gustado recorrer el Callejón de las Pirámides con Laetizia y descubrir todos los lugares de los que le había oído hablar, quedarse mirando a los echadores de fuego, robar tebeos, bañarse desnudo en el mar, bucear entre las tortugas y las mantarrayas, ver pasar los rebaños de cebras, comer patatas fritas con sus amigos y sentarse al borde del puerto para ver los barcos, con la boca sucia de helado. Aladino a veces se aburría tanto como una ostra o como un mejillón. Pero entonces pensaba en la vida de las ovejas y las vacas, en las ocas o en los pollos que viven en jaulas hasta que un día los convierten en comida, y con estas comparaciones se sentía un poco más feliz.

Unos días después fue su cumpleaños. Esta vez sus padres le hicieron un regalo estupendo, ¡una cría de caimán!. Le habían atado las mandíbulas con una goma muy fuerte, para que no hiciera daño a nadie, y lo habían encerrado en el cuarto de baño. A Dino le encantó su regalo. Además, ese día conoció mucha gente y lo pasó tan bien que pensó que no había nada más importante en el mundo que tener amigos.

Laetizia invitó a la fiesta de cumpleaños a unos cuantos niños del Callejón y a algunos adultos que eran como niños. Se juntaron casi veinte personas en la habitación de Aladino, unos sentados en la cama y otros moviéndose por la casa, mientras contemplaban con extrañeza los cuadros y las máscaras, que a su vez los miraban a ellos desde un mundo desconocido. Algunos incluso se atrevían a jugar con el caimán, y le daban de comer en su mano, después de liberar sus mandíbulas con mucho cuidado. Otros, sin embargo, se mantenían lejos de él, por si las moscas.

Dino conoció a Dikdik, y a otros amigos de Laetizia, como Havasupai, que era un niño esquimal, alto como una jirafa y con los ojos rasgados, y a Hoa Lu, una chica tan guapa que llegaba a parecer un poco fea, y que no dejaba de mirar a Aladino sonriendo, como si fuera boba. También había una niña más gordita, de la que no recordaba su nombre, y que según Laetizia era capaz de volverse invisible. Dino le estuvo mirando de reojo, todo el rato, para ver si desaparecía de repente. Entonces se le ocurrió organizar un campeonato de invisibilidad ente ella y Dikdik. La chica estuvo de acuerdo pero mientras Dikdik se volvía del color de la alfombra, que tenía unos dibujos muy complicados, nadie volvió a ver a la niña. Puede que de verdad se hubiera vuelto invisible, y que les estuviera mirando desde cualquier sitio del cuarto sin que ellos la vieran. Pero también podía haberse marchado, porque nadie se había tropezado con ella, a pesar de que en la habitación casi no hubiera sitio para moverse. Así que Aladino no fue capaz de decir quién había sido el ganador del campeonato.

(...)

miércoles, 22 de octubre de 2008

HIYYA, RAÍZ DE SERPIENTE

Claudio Bravo (The Fortune Teller)

Ariel pasó la tarde en el mercado de Marrakesh, solo, ya que sus amigos habían preferido quedarse en la piscina del hotel, un cinco estrellas repleto de turistas franceses. Poco a poco se fue alejando de las zonas más concurridas y pudo descubrir tiendas que ofrecían objetos distintos a aquellos que se repetían una y mil veces en los puestos de los corredores más transitados. Se sentía a gusto en aquel ambiente extraño, que le recordaba a los cuentos de las mil y una noches, rodeado de gentes del lugar y unos pocos extranjeros. Cuando alguno de ellos se detenía a mirar las mercancías expuestas, los comerciantes parecían sorprenderse, como si no estuvieran acostumbrados a recibir visitas.

Vagabundeando por el mercado, Ariel entró en una tienda de hierbas, especias y plantas aromáticas. Por simple curiosidad, se quedó observando los pequeños sacos, cartones y plásticos abiertos, identificados con signos que para él resultaban incomprensibles. De repente, su atención se centró en una raíz leñosa y retorcida de color rojizo. Al mirar el precio, escrito en dirhams al lado de la planta se sorprendió, pues parecía una cantidad exorbitante en comparación con la que figuraba junto a las demás mercancías expuestas. Se quedó aún más sorprendido cuando calculó su precio en euros. La planta, similar a la mandrágora, tenía la forma de una pequeña serpiente enroscada y estaba apartada, casi escondida, como si el comerciante quisiera tenerla cerca de sí y únicamente la reservase para algunos visitantes escogidos.

Ariel preguntó al vendedor, un anciano bereber, por sus virtudes. Utilizó el inglés y el francés, pero el hombre no pareció entenderle. Solo repetía, una y otra vez, una palabra, “asira” o tal vez “axira”, que Ariel supuso de origen árabe. La planta le atraía con tanta fuerza que el muchacho, que volvía a casa el día siguiente, se gastó sus últimos dírhams en una pequeña cantidad de aquella raíz aparentemente seca. Todo intento de regatear fue infructuoso. El anciano no tenía, supuestamente, ningún deseo de venderla, y parecía sentirse molesto por el desmedido interés del extranjero.

De vuelta al hotel, Ariel preguntó en recepción por el significado de esa palabra, pero no le aclararon gran cosa, tal vez debido a su mala pronunciación. Uno de los mozos, sin embargo, le dijo que “axira” significaba algo así como “el más allá”, aunque bien pudo haberle dicho cualquier otra cosa, pues apenas era capaz de pronunciar unas pocas frases en castellano.

No se volvió a acordar de la extraña raíz hasta que, ya de vuelta, al deshacer la maleta se la encontró en el fondo, bajo la ropa, envuelta en una pequeña bolsa de plástico. Durante toda la semana, Ariel anduvo muy ocupado, completamente absorbido por su vuelta a la cotidianeidad. El sábado a mediodía, la volvió a encontrar sobre la placa de vitrocerámica de su cocina. Acababa de comer y pensó hacerse una infusión de la costosa planta, sin saber si era digestiva, tranquilizante, si servía para expectorar, para dejar de toser o si incrementaba la potencia sexual.

Después de tomar la bebida, muy caliente, Ariel se puso a ver la televisión y se quedó dormido. Cuando despertó, el salón estaba a oscuras. Miró la hora. Eran las once de la noche. De repente recordó que había quedado con un amigo a las once y media, justo después de cenar, para tomar unas copas. Temiendo llegar tarde a su cita, se vistió y salió de casa apresuradamente.

A la mañana siguiente se despertó en un extraño lugar, completamente desconocido para él. A su lado yacía, desnuda, una muchacha hermosísima, que dormía profundamente. Ariel recordó de repente su cara y su nombre, Estela. La había visto en un bar, nada más salir a la calle, pero no podía acordarse de nada más. Solo sabía que nada más verla la había deseado con gran fuerza, con una pasión arrebatada.

A partir de entonces, Ariel tomó una infusión de la raíz cada noche, durante tres semanas, hasta que sus reservas se agotaron. Durante aquellos días maravillosos, uno tras otro, todos sus deseos se hicieron realidad, como por milagro, como si un genio maravilloso estuviera a sus órdenes. Le llamaron para un nuevo trabajo, con un sueldo muy superior, la muchacha que le había abandonado tres meses atrás le volvió a llamar y durmió junto a él varias noches, hablándole de compartir su vida y tener un hijo de ambos, se pusieron en contacto con él antiguos amigos a quienes había echado mucho en falta, le comunicaron la publicación de un cuento que había remitido a una revista dos años atrás, su padre curó de una enfermedad crónica e hizo un viaje inesperado a Islandia, entre otras cosas.

Cuando la raíz estaba a punto de terminarse, Ariel comenzó a buscarla en herboristerías y casas especializadas. Como no consiguió nada, rastreó Internet y acudió, sin éxito, a tiendas de emigrantes magrebíes. Poco después, su suerte empezó a torcerse. Se sentía mal, enfermo y deprimido, como si estuviera atravesando una crisis de desintoxicación. Cada día que pasaba notaba disminuir su energía. Todos le recomendaban que acudiera lo antes posible a un médico, pero él, para sorpresa de sus conocidos, decidió volver a Marrakesh. Una vez allí, recorrió una y mil veces todos los callejones del mercado, sin encontrar la tienda donde había comprado la raíz. Preguntó a todo aquel que encontraba sobre aquel lugar y la misteriosa planta. La gente le miraba con extrañeza e incluso se enfadaba, como si sus preguntas infringieran alguna norma desconocida del Islam. Sin embargo, no intentaban engañarle ni venderle nada. Parecía que en realidad se apenaran de él o que les diera miedo.

Ya de noche, en la plaza de Djemma El Fna, cansado y enfermo, Ariel sintió unas terribles ganas de llorar. Se sentó en el suelo, recogiéndose sobre sí mismo, como un niño que aún no hubiera nacido. En aquel momento se le acercó una mujer bereber, que se ofreció para hacerle un tatuaje de henna en la mano. Ariel le dejó hacer. Cuando finalizó su trabajo, el muchacho pudo ver en su mano un símbolo muy bello, ondulado y hermoso. Intrigado, preguntó lo que significaba. La mujer, muy seria y mirándole a los ojos fijamente le dijo, en un castellano anguloso: "es Hiyya, la serpiente. Está dentro de ti, tienes que sacarla de tu interior o te conducirá en pocos días a la muerte. Estabas condenado. Por eso he ido hacia ti en cuanto te he visto. El dibujo te protegerá como un espejo. No comas ni bebas en tres días, duerme y espera a que Hiyya salga y se vaya por sí sola".

Ariel volvió a su hotel, muy cansado. Veía puntos luminosos que brillaban ante sí, como el aura de una migraña. Después, repentinamente, le empezó a doler la cabeza, de una forma terrible y cruel, hasta que se durmió o tal vez perdió el conocimiento.

Durante tres días vagó por mundos desconocidos. Allí vio a muchos amigos y familiares que habían dejado de existir tiempo atrás y pudo hablar con ellos en un lenguaje sin palabras. Después penetró en un lugar maravilloso, sintiendo una viva corriente de energía que recorría su cuerpo en todas direcciones, como si él no fuera nada, como si su materia no existiera, como si no tuviera cuerpo. Descubrió que aquel era un lugar que late con delicadeza dentro de cada uno de nosotros y del que huimos constantemente en nuestra vida consciente. Ariel reía y lloraba, embargado por una alegría sin sentido, por una emoción maravillosa. Durante aquellos días supo que la soledad no existe, que el universo vive en cada célula, en cada ser vivo.

Tres días después despertó. Empezó a recuperarse, muy poco a poco. El mismo día, con gran esfuerzo, volvió a salir a la calle, delgado, pálido y muy débil. Su teléfono móvil estaba colapsado de llamadas y mensajes, pero Ariel solo quiso hablar con su padre, para que estuviera tranquilo. Pasó varios días deambulando por el centro de la ciudad, comiendo en las tabernas, tomando café y té de menta, charlando con los vendedores y observando a cada una de las personas que recorrían distraídamente la plaza. No buscaba ya nada, no deseaba comprar nada. Sentado en una terraza, volvió a contemplar el tatuaje de Hiyya, la serpiente y le pareció muy hermoso. Deseó que nunca se borrara de su mano, para que pudiera recordar siempre aquellos días. Axira, el final de su vida se había manifestado ante él y ya no lo temía, pero tampoco iría en su busca.

domingo, 19 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (III)

MORGAN WEISTLING (Sleepers)

Al día siguiente, Laetizia llegó muy alborotada a casa de Aladino. Le contó que la noche anterior, por fin, la gente se había llevado varias cosas de su pequeño puesto: un neceser verde con perfumes infantiles, tiritas y cepillos para el pelo, unas gafas de natación completamente rayadas, a través de las cuales no se veía ya casi nada y un libro bastante viejo de “El Principito” con algunas páginas escritas o rotas. Pero no era esa la única razón por la que Laetizia estaba tan alterada. De forma entrecortada, tropezándose con las palabras, le contó a Aladino algo muy emocionante que había ocurrido en el Callejón. Un coche negro, muy antiguo, había atravesado la calle a toda velocidad. De él bajaron tres hombres, altos y vestidos de negro. Fumaban sin parar, y el humo les salía por entre las manos. De repente empezaron a disparar al aire, con ametralladoras que hacían ruido de cristales que se rompen. Antes de irse, gritaron contra una ventana: “Y no se te ocurra seguir aquí, fastidiándonos. Te seguiremos hasta Australia, si es preciso”. Nadie parecía entender el significado de estas palabras, ni a quien podían ir dirigidas. La gente que pasaba parecía preguntarse si la cosa iría con ellos y lo que querría decir aquella amenaza tan extraña. Laetizia pensó en aplaudir. Aquello le había parecido tan bonito como un número de circo.

Un día después, delante de su puesto pasó una manifestación de obreros del puerto. Laetizia pudo ver a unos hombres escondidos que les sacaban fotografías. Desde el lugar donde estaba, le pareció que iban vestidos igual que los de la noche anterior, los que llevaban las metralletas. Los trabajadores iban cantando y dando saltos, con banderas y pancartas, como si estuvieran muy contentos o celebrasen una fiesta. De repente se escuchó una fuerte estampida. Los hombres, las mujeres y los muchachos que hasta entonces recorrían las calles se dispersaron, y fueron escondiéndose donde podían, tratando de escapar o de buscar algún lugar donde estuviesen a salvo. Sólo podían percibir que algo misterioso, un peligro real para sus vidas, recorría la calle, buscándolos en cada rincón.

Laetizia, sin moverse, pudo ver como la gente iba cayendo sobre el pavimento, uno tras otro, aparentemente dormidos, excepto uno de ellos, un niño de piel negra que estaba solo en mitad de la calle. Tendría nueve o diez años y lloraba de miedo. Poco después llegaron muchas ambulancias y se llevaron a los heridos y a los que no podían recuperarse por sí mismos. Uno de los hombres estaba cubierto de sangre. Laetizia se acercó para verlo desde cerca. Estaba muy quieto y tenía los ojos abiertos, pero a la niña le pareció que sonreía.

Había dejado de mirar al muchachito negro sólo diez segundos, y cuando volvió a mirar ya no estaba allí, aunque podía oírle llorar. Lo buscó a su alrededor, y vio que misteriosamente volvía a estar en el mismo sitio donde lo había visto antes, como si hubiera desaparecido y vuelto a aparecer de repente. Parecía cosa de magia. Le dijo que dejase de llorar y fuese con ella, que buscaría un sitio para esconderle. Los dos eran, algo realmente extraño, los únicos que no se habían desmayado por la nube de gas. Él le dio una explicación: “No es raro –dijo-, yo casi no respiro, sólo una vez cada seis minutos. Y en caso necesario puedo aguantar la respiración hasta diecinueve minutos”. Laetizia, en cambio, sí respiraba. Aunque sus pulmones eran tan raros como los de un extraterrestre: “Es la gemétrica”, le explicó al niño, que en un solo minuto se había convertido en un amigo al que le parecía conocer desde siempre.

“¡Tendrías que verle!” -le contó al día siguiente a Aladino-. “Se llama Dikdik y se alimenta de moscas que atrapa al vuelo con la mano y de pedacitos de corteza de árbol. Vive en una furgoneta grande, en el puerto, y se pasa el día saltando entre los barcos. Sabe hacer una cosa maravillosa: se vuelve del color que él quiera, es como un camaleón. Dice que está muy bien a veces para esconderse de todos y que nadie pueda verle”.

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martes, 14 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (II)

Norman Rockwell (Boy and girl gazing at moon)

Aquel día, la niña permaneció en el Callejón, delante de sus viejas pertenencias, hasta que empezó a hacerse de noche. Entonces, un muchacho con el torso desnudo y pantalones deshilachados de rayas blancas y negras se puso a su lado. Tenía en la mano una antorcha encendida. Después tragó un sorbo de gasolina y acercando la llama a su boca, lo escupió hacia el cielo, echando una llamarada de fuego. Aquella noche no pasó nada más que mereciera la pena contar. “¡Ah, bueno!” -le dijo emocionada a Aladino, acordándose de repente-. “Vi pasar a toda velocidad, por mitad del Callejón, a una manada de cebras. Eran cien o más. Una pequeñita, como un potrillo salvaje, se quedó un poco detrás de las otras y se paró a mirar el fuego, atemorizada. Imagínate, Dino, es la primera cebra que acaricio en mi vida. El caso es que la gente” -le contó realmente apenada- “no se fijaba ni en el muchacho que escupía fuego, ni en las cebras ni en mis regalos. Tendré que volver otra noche” -dijo.

Laetizia había conocido a Aladino en un hospital para niños. No había sido muy afortunada por el dios caprichoso que reparte la belleza y la fealdad. Era canija y muy delgada. A pesar de que ahora tenía unos dientes casi perfectos, su cabeza era cuadrada y pequeña. Dos mechones verdes caían sobre sus orejas largamente, como algas enroscadas. Pero nada de esto le importaba demasiado. Sus amigos del Callejón eran muy parecidos a ella: muchachos pigmeos con largas cerbatanas y camisetas con marcas de tabaco, trileros que escondían monedas bajo pequeñas pirámides, pescadores de perlas con membranas entre los dedos, muchachas que parecían hijas de brujas o hadas misteriosas con pies de ardilla.
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lunes, 13 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (I)

Carl Larsson (Esjborn doing his homework)


La casa de Aladino estaba llena de cuadros extraños e incomprensibles, de pequeñas figuras de formas retorcidas y máscaras que recordaban lejanos viajes de sus padres por Asia y África. Laetizia, una niña del Barrio, subía todas las tardes para contar a su amigo las noticias del Callejón, y a veces se quedaba contemplándolos como si fueran un programa de televisión, buscando caras, narices y manos. Otras veces, también, mientras hablaba con Dino, las miraba de reojo, y le parecía ver en ellas personas o fantasmas. Había un cuadro que le gustaba más que ningún otro. Se llamaba “Niño enseñando sus dientes a una boa”.

Aladino llevaba un año entero sin levantarse de la cama. El médico le había explicado que dentro de su corazón había un pequeño agujero por el que a veces se escapaba la sangre como las olas que inundan los escalones bajos del Callejón durante la marea alta. Estaba enfermo desde que nació, y todos se preocupaban por él y le cuidaban para que no le ocurriese nada. Sin embargo era el único en toda su familia que se tomaba en broma su enfermedad. “Las moscas deben vivir un mes o dos como mucho” –le decía a Laetizia-. “Yo hasta ahora he vivido 144 veces más que la mosca más vieja del mundo”.

Laetizia le contó todo lo que había hecho desde la última vez que estuvo en su casa. La tarde anterior, por ejemplo, había extendido un pedazo grande de tela con dibujos egipcios sobre la acera, en mitad del Callejón de las Pirámides, y encima había colocado todos sus tesoros. Al lado puso un cartel escrito con rotulador morado, donde ponía: “Todo gratis”. En cuanto llevaba un tiempo sin usarlo, le gustaba deshacerse de todo lo que le habían regalado o que había ido comprando por ahí con sus ahorros. Sólo conservaba dos cosas desde que era muy pequeña: un frasquito con arena del desierto, que le trajo su padre de un viaje, y que guardaba al lado de su fotografía, pues ya no vivía con ella y con su madre y el peor recuerdo de toda su vida: un aparato de metal que tuvo que llevar muchos años en la boca y que la había hecho avergonzarse cada vez que se reía, que comía o que quería decir algo. Ahora, que tenía unos dientes blancos y bien puestos, le encantaba reírse abriendo mucho la boca, como una boa.
(...)

martes, 7 de octubre de 2008

EL LAMEPIÉS

Butterfly on Fingers (Linda Bergkvist)


El Lamepiés nació en algún lejano tiempo prehistórico. De allí llegó hasta el siglo XXI en un viaje relámpago a través de cien mil años y todavía no sabe bien dónde se encuentra. Piensa que aún se comercia con colmillos o semen de mamut, que a las mujeres se las seduce arrastrándolas por el pelo, que los grupos políticos son hordas guerreras, que el sexo es una cosa que se fuerza, se compra o se practica a solas.

Sin embargo, a pesar de esa desorientación, el Lamepiés ocupa un puesto de privilegio dentro de su clan. Es él quien señala y denuncia, quien hace correr los rumores y prende hogueras invisibles bajo los pies de aquellos que, por su ideología, por su torpeza o bien al contrario, por sus rasgos de brillantez esporádica llaman la atención de sus ojos de tigre o de hiena. Después acude a las cafeterías y tabernas, modernas grutas de convivencia, para extender sus bulos y así salvar el mundo, como un Supermán anoréxico y lascivo.

Los fines de semana el Lamepiés sube montañas, recoge setas tóxicas y acude a reuniones secretas. Allí dirige su pequeño mundo de influencias y teje sus trampas infalibles, a la espera de que un búfalo o una inocente gacela se despeñen distraídamente en una de ellas. Cuando vuelve a casa, de noche, le cuenta a su mujer los mismos chismes sucios de las noches anteriores y dándole de lado, se duerme roncando como un Tryceratops, mientras sueña con obesas diosas prehistóricas.

El Lamepiés fantasea con cacerías sanguinarias, con bisontes y largas cabelleras, con proclamas de luchas de tribus, con yugos y flechas. Cuando al fin se despierta, cansado de tanto trajín, se viste sin prisa y piensa que ese día le espera, como cada vez, su deber ineludible, la pesada carga que consume los años de su vida esquiva y que nadie, jamás, valorará lo suficiente.

lunes, 6 de octubre de 2008

PROPUESTA DE EXCARCELACIÓN

Edward S. Curtis - Prayer To The Mistery

“Detuvieron a dos muchachos en relación con aquellos crímenes. Ambos vivían en el Bronx, aunque a pesar del color ligeramente oscuro de su piel no eran mexicanos o puertorriqueños, como se pensó en un principio, sino auténticos descendientes de los indios algonquinos, que desde mucho antes de que llegasen los primeros colonizadores, ocupaban una amplia región costera de lo que hoy conocemos como los Estados Unidos, desde el territorio que actualmente ocupa Carolina del Norte hasta Maine.

Se comprobó que no pertenecían a ninguna banda callejera. No eran tampoco el tipo de muchachos que matan el tiempo en la puerta de los billares o que se reúnen formando grupos inquietantes a la entrada de los parques. Uno de ellos estudiaba Ciencias en Yale, gracias a una beca, con excelente rendimiento y el otro era un actor de segunda fila que había intervenido en algunas películas de bajo presupuesto y que acudía cada tarde a practicar el método de Konstantin Stanislawski en un taller de actores dirigido por antiguos alumnos de Lee Strasberg.

Tras proceder a su detención, y una vez rellenadas sus fichas policiales, pasaron varios días en calabozos de aislamiento, mientras se les sometía a un intenso interrogatorio. Después, antes de ser enviados a una prisión del estado, fueron recluidos en una celda mixta de grandes dimensiones, donde dormían juntos, en espera del traslado, pequeños camellos, prostitutas de todas las edades y asesinos de niños. Un año más tarde, el joven actor se casó dentro de la cárcel con una putita de color a la que había conocido durante aquellos días. La muchacha acudía a visitarle a los locutorios del penal varias veces por semana. La noticia de la boda se publicó, como una curiosidad, en varios periódicos y revistas. Todas sus conversaciones están registradas.

Como es sabido, ambos muchachos, en solitario o con la colaboración de desconocidos, habían asesinado a once empleados públicos uniformados. Diez de ellos eran simples policías que hacían a pie sus rondas por los barrios turbios de la ciudad y el otro un soldado que volvía con su petate militar de un lejano destino en Nevada. Hay otros casos dudosos que no pudieron serles imputados con seguridad. Todos ellos -aunque pueda parecer extraño en 1963, el año del asesinato de John Kennedy-, murieron atravesados por flechas o lanzas con penachos de plumas rojas, negras y amarillas, con el cráneo fracturado por golpes de tomahawk o a causa de profundas heridas, provocadas por cuchillos indios, que habían destrozado sus cuerpos salvajemente.

Alguno de los asesinados tenía hasta un total de doce flechas clavadas en su cuerpo. Solamente en uno de los casos, sin embargo, había sido arrancada la cabellera de la víctima, aunque no deja de ser extraño que este hecho ocurriera una sola vez, por lo que pudiera darse el caso de que el autor de esta muerte fuera algún otro malhechor de identidad desconocida o un desequilibrado que siguiera el caso por las noticias de los periódicos.

No obstante, se logró probar que ambos eran miembros de un grupo radical pro-indio que defendía vehementemente el uso de la violencia contra las "fuerzas de ocupación” de su territorio autóctono. No se arrestó a ningún miembro más del grupo, si bien, de hecho, con la detención de ambos muchachos cesaron los crímenes.

En otros estados tal vez hubieran sido condenados a muerte, pero cuarenta y dos años después de que ocurrieran aquellos sucesos, ambos continúan aún con vida. No han estado implicados en ningún alboroto y los informes demuestran que colaboran aceptablemente con los funcionarios de prisiones. Tanto sus conversaciones como sus ocupaciones habituales resultan intrascendentes.

Nuestro informe para su libertad, y más teniendo en cuenta que ambos sufren enfermedades irreversibles, es favorable, si bien con algunas matizaciones que es preciso considerar. En este sentido, no podemos olvidar el presente clima de tensión racial que asola nuestras ciudades, que deberá ser valorado en su justa medida antes de tomar una decisión de cualquier naturaleza”.