
Los liquidadores no creen en la bondad, en la inocencia o en la libertad. Tienden sus trampas a los generosos, a los ingenuos e idealistas y evitan caer en las redes de otros liquidadores, sus únicos amigos, con quienes comparten cafés y licores, cigarrillos manchados de sangre, nubes grises de opio.
La gente los teme, son exitosos en el amor, cobran ingentes sumas de dinero, poseen casas lujosas y grandes automóviles. Sin embargo, sus cuerpos despiden un olor penetrante, una savia de ácido cianhídrico que poco a poco los va devorando.
Mientras tanto, otros liquidadores esperan su turno, acodados en los lugares indicados, parados en los locales políticos, en las barras de los cafés de lujo, y esperan el momento de dar el pésame a las esposas aliviadas, que reconocen en ellos, con placer, a sus futuros amos, a los temporales dueños del mundo.
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