
Los niños del suburbio duermen apretando sus pistolas al corazón, mientras sueñan con jaguares, con riñas de gallos, con reyertas de cuchillos.
En sus cuartos cerrados que huelen a ropa sucia, a perfumes indios y a tabaco, pintan su rostro con hollín, se colocan antifaces y conversan entre sí en un idioma extraño.
Sus madres reciben cien dólares de tiempo en tiempo junto a un corazón dibujado en un billete de metro, por cuyas estaciones los persiguen incansables los fantasmas de dos extraños a quienes dispararon en los ojos.
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