
La muchacha de los ojos anaranjados era una esclava de los poderes oscuros. Caminaba por su cuarto con una vela, dormía con una anaconda, dibujaba en sus cuadernos puñales y machetes, clavaba agujas envenenadas en el cuerpo indefenso de las muñecas de su infancia perdida.
De día, después de sus clases de nigromancia, salía a pasear por el Barrio cubano, volteando los ojos al ver a algún muchacho hermoso y amargo con quien deseara dormir abrazada tras unos instantes de placer atormentado. La muchacha utilizaba la fuerza de su mente para conseguir que parase a su lado, preguntando una dirección o pidiéndole fuego, y para que, aunque él tuviera otro destino, lo dejara todo esa tarde por invitarla a un jugo de mango. Después acudían enlazados a su apartamento y hacían el amor como culebras, mientras ella clavaba las uñas en su pecho con gran fuerza, sin que él se atreviera a gritar ni a mirar los objetos que atestiguaban su culto a las sombras o la estela reptante que espiaba sus sueños.
No los hería, no los intimidaba ni utilizaba su sangre o su semen en misas negras. Eran sus dulces amantes por una sola noche, presas que caían en su red y a las que dejaba escapar, asustadas, una vez que se rompía el hechizo. Después, la muchacha de los ojos anaranjados vivía unos días satisfecha y feliz, hablando con espíritus y pronunciando conjuros, hasta que nuevamente comenzaba a añorar un amor distinto al de todos y regresaba a sus paseos inquietantes, a su búsqueda sin fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario