Jalid pasó la noche en un calabozo. Tuvo sueños extraños en los que hablaba con ladrones y prostitutas. Se despertó más allá de la medianoche y en la pared de su celda halló una extraña inscripción: “guarda tu corazón inocente”, decía el reflejo de la luna en el muro.
Al día siguiente no era más que una sombra de sí, durante aquellas horas habían caído todas sus máscaras.
Lo liberaron por la mañana, cuando no aguardaba ya nada. Al cruzar el umbral, una alegría fugaz penetró furtivamente en su espíritu: allí lo esperaba, oculta tras un velo, una mujer a la que hace tiempo quiso olvidar.
Le preguntó si lo habían torturado. Él respondió con amargura. Comieron juntos en su casa, como marido y mujer, escuchando la radio. Las noticias hablaban de revueltas y disparos, de algaradas cubiertas en sangre.
Se echó en la cama y abrió un viejo libro de versos. Un poeta que había muerto muchos siglos atrás le hablaba desde el pasado: “no te entristezcas sin razones, entrégate al destino, retrasa la muerte cuando puedas, vives bajo un influjo mágico”.
Se prometieron para toda la vida. Después, al tiempo que anochecía, recitaron el Corán en voz muy baja, mientras descubrían entrecortadamente sus rostros. En las calles se juntaban muchachos armados alrededor de las llamas dispersas, como si fueran las hogueras de una fiesta.
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