miércoles, 10 de abril de 2013

BOSQUES DE ALGAS



GUSTAV KLIMT (Serpientes acuáticas)


Una de las ilusiones de mi vida ha sido tener una casa en la costa. No en un lugar de veraneantes, sino de pescadores, donde aún queden al menos unas cuantas chalupas y vaguen de madrugada los espíritus de los antiguos arrantzales y los aventureros de alta mar.

Hace un año cumplí ese sueño. Compré una casa junto al mar y me fui a vivir allí con mi última pareja. Desde que empezó la convivencia nuestra pasión se fue apagando poco a poco. Durante el invierno, cuando apenas se veían algunas luces aisladas en las casas y en al garaje solo había uno o dos coches, ella decidió abandonarme y volver a la ciudad. Echaba de menos el cine, los gimnasios, las tiendas, los supermercados, tropezarse en las calles con la gente. Echaba en falta también, imagino, la pasión, el romanticismo, las nuevas ilusiones. Durante la crisis de desamor, curiosamente, decidí abandonar mi trabajo. Me quedé en paro, ya que solo quería seguir allí, junto al mar y descubrir mis sueños.

Cuando llegó la primavera estrené mi primer traje de neopreno. Tenía ya más de 40 años. Escribía y me bañaba. Sabía que a fin de mes tenía el cobro seguro de los 900 euros de mi subsidio. No necesitaba más, fruta, verdura, algunos dulces, pan, lácteos y mar. Mi único contacto social era con otros submarinistas y grupos de surfers llegados de países remotos, con los que alguna vez tomaba una cerveza o una botella de agua mineral.

Una tarde en que, como cada día, me sumergí en el mar, hice un descubrimiento inesperado en un extenso bosque de algas. Encontré los restos dispersos de un viejo barco, no muy grande, entre los que aún se distinguía, rodeado por bancos de peces y cubierto por plantas marinas, un trozo de madera con una palabra pintada, Zizari, seguramente el nombre del barco, que llamó mi atención.

La rescaté del fondo del mar, tal vez su verdadero lugar. Al llegar a casa miré en Internet, pero apenas encontré nada que pudiera ser de interés.

Una tarde, mientras charlaba animadamente con un grupo de gente de varias nacionalidades, entró en el bar una chica a la que no conocía. Me dijeron que era del pueblo pero que trabajaba en la ciudad y que venía solo algunos fines de semana. Tenía un cuerpo fibroso y atlético. Según me comentaron, practicaba triatlón y otros deportes de alta exigencia. Mi respiración se interrumpió de repente cuando se acercó a saludar a una persona del grupo y este le llamó por su nombre, Zizari.

Le hablé del barco naufragado. Me dijo que una de sus bisabuelas se llamaba así y que su marido, según le habían contado, murió ahogado durante una terrible galerna, justo en la entrada del puerto.

Al día siguiente la chica pasó por mi casa y le enseñé la vieja madera que había rescatado del mar. Inesperadamente, pues era una mujer resuelta y de carácter templado, se echó a llorar. En ese momento, sentí un fuerte deseo de abrazarla pero no me atreví a hacerlo, por timidez y por temor a su reacción. Le dije que se podía llevar el objeto, ya que de algún modo le pertenecía.

Estuvimos charlando un buen rato y después, mientras caía la noche, la vi irse caminando con paso firme, como si llevara entre sus manos un tesoro rescatado del pasado o una joya regalada por un viejo pirata.


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