domingo, 23 de junio de 2013

ABRAZAR A UN ESPÍRITU


GUSTAV KLIMT (El abrazo)


Hace poco leí un libro extraño. Lo encontré por azar, una tarde de frío y lluvia. No era, como podría pensarse, una novela sobre sucesos paranormales, sino un folleto de filosofía oriental al que llegué, tal vez, buscando alguna frase que iluminara el camino de mi vida.

El autor no tenía un nombre hindú o japonés, sino vasco. Solo recuerdo su apellido, Jauregizar, es decir, palacio viejo en euskera. No se si habría pasado una corta temporada en Goa, en Kathmandu o en algún otro lugar remoto de Asia o si, por el contrario, se dedicaba a filosofar en un cuarto diminuto de Bilbao, Vitoria o Donostia, en tardes como aquella, de frío y de lluvia.

Jauregizar hablaba de que estamos rodeados de espíritus vegetales, minerales, animales o humanos y que nosotros no somos sino unos más entre ellos. Recomendaba una práctica curiosa, abrazar a otro espíritu como un camino de perfeccionamiento y fusión con el universo. No se refería a utilizar sesiones de ocultismo para hacerles venir desde el más allá y unirse imaginariamente con sus cuerpos sutiles, traslúcidos como el aire, sino a abrazar a los espíritus que dan la vida a los seres que nos rodean.

Aunque aparentemente el texto no tenía ninguna implicación sexual al leerlo sentí una extraña pulsión erótica. Esa noche me costó dormirme. De madrugada me desperté varias veces. imaginándome abrazado al espíritu que animaba el hermoso cuerpo de Susana, una compañera de trabajo.

Al día siguiente, sábado, fui solo a la montaña. Cuando subía recordé de repente lo que había leído el día anterior y me acerqué hasta un viejo castaño. Me abracé a él durante unos segundos, con gran temor a ser visto y ser considerado un lunático. Por extraño que parezca, justo antes de deshacer nuestro abrazo sentí el extraño latido de su savia que me rozaba como un latigazo de luz cósmica.

El resto de seres vivos de aquel entorno, lagartos, mariposas, erizos, espinos o escaramujos no resultaban apropiados para ser abrazados y dejé escapar sus espíritus misteriosos sin acercarme a ellos con nada más que una mirada amistosa.

El lunes, de vuelta al trabajo, no me atreví a mirar a Susana, avergonzado sin ningún motivo. Sin embargo, a media mañana ella misma nos comunicó que había aprobado un difícil examen de francés y que había traído una caja de bombones para celebrarlo. Uno por uno todos los compañeros la felicitamos con un beso en la mejilla y un tímido abrazo. Cuando llegó mi turno, al rozar su cara percibí que durante una fracción de segundo, por un efecto maravilloso, profundo y sutil como un invisible aleteo, nuestros espíritus se encontraban en el mismo centro del universo.


lunes, 3 de junio de 2013

EL ANCIANO PADRE SHI

ZHANG XIAOGANG


El anciano padre Shi dejó de hablar durante varias horas y su mitad izquierda se paralizó. Después de una intervención quirúrgica de madrugada y de varias semanas de reposo, consiguió recuperarse casi por completo, aunque en su cerebro aún permanecían, agazapados, pequeños acúmulos de sangre y diminutas zonas infartadas.

Shi era vendedor de juguetes. A consecuencia de su reciente enfermedad y del auge de los modernos artilugios electrónicos, que hacían casi inexistentes sus ganancias, decidió jubilarse y cerrar su negocio. Vendió en un mercadillo el resto de la mercancía, ya pasada de moda y se fue a vivir con su hija a una nueva construcción que se adentraba en el cielo de la ciudad de Tianjin.

Sin embargo, a pesar de que las secuelas eran casi imperceptibles, la enfermedad había realizado profundos cambios en su interior. Mientras su hija acudía al trabajo como auxiliar de dentista él pasaba las horas a solas, mirando al horizonte de la ciudad desde la ventana, como un monje taoísta o como un lama abstraído en sus propios universos. Otras veces se sentaba en un banco de alguna de las grandes avenidas y observaba a los jóvenes y los adultos que pasaban apresurados, andando, en coches o en bicicletas. Distinguía en ellos manchas de colores brillantes, fogonazos del pasado y del futuro, pensamientos ocultos, nubes de amor y de odio, líneas de polvo estelar que los atravesaban como invisibles colas de cometa.

Un día Shi, sentado sobre la hierba, frente al río Haihe, observó su propio destino. A cámara rápida vislumbró que su mente y su cuerpo lastimados se iban apagando como un rayo de luz y que tras su muerte viajaba a un paraje muy extraño. Allí se sintió feliz, como si su dios oculto, el espíritu que se movía con dificultad por su cuerpo, ya conociera aquel lugar.

Esa misma noche, la policía, alertada por su hija, lo encontró al borde del río, tendido sobre una estera de esparto, sin vida, como si fuera una marioneta sin hilos o un muñeco de madera que deseara que lo acunase en sus brazos una niña de los barrios pobres.