domingo, 30 de noviembre de 2008

POEMA QUE ANTECEDE AL LETARGO

SATURNO BUTTÒ


Mi hermano cruza el pasillo iluminado por franjas de luz con una vela en la mano.

Hago un pequeño corte en mi brazo con un cuchillo y observo las líneas de sangre que corren como regueros de jugo de moras.

Leo un libro de magia negra junto a la pequeña luz de mi cama. Las estrellas desaparecen entre las nubes. Bostezo como un búho, río como un pequeño duende.


jueves, 27 de noviembre de 2008

INICIACIÓN A LA COCINA ASIÁTICA



Mi amigo Théo se aburrió un día de la vida insípida que llevaba, que es poco más o menos la vida que todos llevamos y se fue a vivir a Islandia, donde le habían ofrecido trabajo en una factoría de pescado. Desde allí me mandaba cartas ocasionales y me hablaba del país, que le gustaba mucho y de las mujeres que iba conociendo, como resulta habitual entre hombres.

Su primera novia fue una muchacha sudafricana, de raza negra, que trabajaba en su misma empresa pesquera. Cuando la chica volvió a su país, un año después, en lugar de buscarse una mujer nórdica, rubia y de piel blanquísima, empezó a salir con Midori, una japonesita de veintiún años.

De vez en cuando Théo volvía a casa, y pasaba una o dos semanas visitando a sus padres y quedando con sus viejos amigos, como yo. Nunca vino con Midori, pero la última vez, organizó en mi casa una cena asiática con platos que había aprendido a hacer durante su convivencia con la muchacha.

Tengo un mal recuerdo de aquella noche. Cenamos sashimi, sushi, sukiyaki, pollo yakitori, tofu, tortillas dashimaki, algas variadas y otras delicias niponas. No pude con el sashimi, y a mitad de la cena salí a vomitar. Desde entonces no soporto el pescado crudo, y la sola visión de los rollitos de sushi me produce náuseas.

No sé nada de Théo. No lo he vuelto a ver en los últimos años. Un día me encontré con sus padres, que me dijeron que vivía en Kioto. No sé si sigue con Midori, si es feliz o no, si tiene hijos de ojos rasgados o practica el zen, el aikido o la ceremonia del té. Solo me acuerdo de él de vez en cuando, absorbido por la vida aburrida e insulsa que, a quienes seguimos aquí, nos parece la mejor de las posibles.


martes, 25 de noviembre de 2008

OFRENDAS A SERES PERVERSOS

SATURNO BUTTÒ

No somos diablos ni espíritus celestes. Sin embargo, guardamos en nuestro interior, en los surcos profundos que modelan nuestro cerebro, en las diminutas células que mueven los ventrículos cardíacos, en el hueco vacío de nuestras manos, la memoria de todos los hombres y mujeres, malvados o benévolos, africanos, asiáticos, europeos, aztecas, maoríes. Somos a un tiempo, sea cual sea nuestra edad, niños y ancianos, chiquillas humildes o princesas, ladrones, mesías y moribundos, maestros irascibles y tiernos muchachos que se sonrojan al contemplarse ante el espejo, desnudos.

No somos más humanos cuando repartimos sonrisas que cuando dejamos que nuestros duendes maléficos salgan a la luz, cuando tenemos un éxito fugaz que cuando perdemos el rumbo y empezamos a hundirnos. Nuestra vida, alimentada por el sol y las estrellas, es resultado del azar. Pasan los años por el mundo, las estaciones cambian el aspecto de la tierra. Nosotros también cambiamos, pero seguimos en pie, buenos y malos, como el mar y los bosques, como los tornados o la lluvia.

Alimento y doy de beber a mis demonios. Los observo comer en mi mano, pacíficos como bulldogs. Van siempre conmigo, a todas partes, escondidos tras mis buenas maneras y mi ropa deportiva, tras el ángel que me enseñaron a aparentar que soy. De cuando en cuando les hago pequeñas ofrendas, dulces, pensamientos maléficos, flagelaciones, momentos oscuros, comidas copiosas. Quien me quiera, deberá quererlos a ellos también. Para que yo pueda darte mi amor, deberé alimentar con cariño a tus demonios, a los seres perversos que duermen en ti.

domingo, 23 de noviembre de 2008

EL DECIDOR DE VERDADES

CLAUDIO BRAVO

El Decidor de Verdades cree que abrir en par los pensamientos es un privilegio al alcance de pocos. No calla nada, sin importarle ante quien se encuentre, pero nunca habla con ánimo de ofensa o de injuria. Simplemente persigue ser quien es, sin traicionarse a sí mismo. Los demás, sin embargo, renuncian de buen grado a ese privilegio, y practican a cada instante la murmuración y el fingimiento. Cuando ven al Decidor, cambian su rumbo para que no les cuente, el muy insolente, la verdad de su presente ni consiga desvelar lo que ocultan ante todos.

El Decidor de Verdades es también adivino y vidente. Conoce lo que nos va a traer el porvenir porque sabe que el futuro no es más que una extensión del presente. El destino no está escrito, pero lleva un camino que nosotros decidimos a cada instante. Si conociéramos mejor nuestras inercias, nuestras trampas mentales, si analizáramos nuestro viejos estereotipos, arcaicos e inservibles, aún cabría la posibilidad de desgarrar levemente los moldes establecidos, los destinos marcados, de poner los arcanos boca arriba y voltearlos a nuestro antojo.

Los aciertos del Decidor dejan a todos maravillados, aunque él asegura que no tiene ningún don, que únicamente observa y traslada su reflexión a un tiempo que aún no ha llegado. Todo se cumple sin remedio, todo funciona como un reloj de precisión. Casi todos lo rehúyen, pero hay también quienes acuden a él, deseando conocerse en los ojos de otro. El Decidor los observa en silencio, con afecto, y antes de ponerse a hablar, con los ojos entrecerrados, dibuja en el aire hermosos signos que flotan sobre el espacio inmóvil como plumas de quetzal.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

SELKRAIG

STUART BUCHANAN (Launch - Maiden Voyage)


Selkraig ha naufragado en la vida. Vive solo en un viejo camión abandonado, en las afueras del Barrio. Su única compañía es un perro pequeño de color de lignito, al que llama Viernes.

Duerme la mayor parte del día y solamente parece regresar a una vida consciente de noche, durante unas pocas horas. Se diría que lleva una existencia de murciélago o de vampiro. Hay, sin duda, quienes piensan que realmente lo es cuando lo ven pasar de madrugada, muy pálido y vestido con un abrigo negro que le llega hasta el suelo. Pero, aunque todos le miren con curiosidad cada vez que se encuentran con él, parece como si Selkraig fuese incapaz de ver a nadie. No parece tener conciencia de que existan otras personas a su alrededor. Si casualmente se cruza con alguien, se encoge sobre sí mismo, como si pretendiera ocultarse dentro de su viejo abrigo. Se diría que en esos momentos siente un temor inmenso, una angustia que le domina por completo. Tal vez piense que está solo en el mundo, y perciba las sombras que le rodean como algo impreciso y peligroso.

La mayor parte de la gente le considera un loco que viste de forma extravagante. Tienen serias dudas de que sea capaz de comunicarse con alguien o de expresarse en algún idioma comprensible. Cuando Selkraig se siente observado se aleja rápidamente hacia la playa, arrastrando su abrigo. Una vez que el peligro ha pasado, se sienta en cuclillas sobre la arena y permanece allí, muy quieto, abrazando a Viernes con gran delicadeza, y contempla el mar durante horas, mientras corren algunas lágrimas por su cara. Aunque es difícil saberlo con certeza, esas lágrimas podrían estar provocadas por un sentimiento de soledad infinita o por una profunda tristeza.

Las autoridades no controlan ninguno de sus movimientos. Hemos comprobado que su nombre no consta en el censo electoral, aunque resulta lógico pensar que fuera inscrito al nacer en algún registro administrativo. Parece que nunca ha sido requerido para obtener sus documentos de identidad o para incorporarse al ejército. Es posible, sin embargo, que Selkraig aparezca en alguna lista de prófugos o que esté considerado por el estado el enemigo público doce mil trescientos catorce.

Selkraig sabe hablar, pero razona como lo haría una ardilla o un mono pequeño, sin que esto pretenda ser un comentario despreciativo o humillante. Se alimenta a escondidas, como ocurre en algunas tribus primitivas, cuyos miembros se avergüenzan de ser observados mientras comen. Sin embargo, no podría describir con certeza cuáles son sus alimentos. Tampoco he hecho ningún esfuerzo para averiguarlo. Tengo mórbidas sospechas que no quisiera ver confirmadas.

Selkraig acostumbra pasear por la playa, de madrugada, cuando todos duermen. Recoge objetos que han sido arrastrados por las mareas o abandonados por los bañistas. Algunas veces enciende un pequeño fuego y se queda mirando al horizonte desde donde tal vez llegó, un día muy lejano, cuando sus compatriotas lo abandonaron aquí, en una tierra extraña. Quizás espera aún que un barco de su país de origen, donde todos son como él, venga pronto a rescatarlo. Es posible que incluso arroje a las olas botellas con mensajes escritos, con mapas o extraños dibujos de líneas que se cruzan formando misteriosos garabatos.

Algunos psiquiatras consideran que la energía sexual es la verdadera raíz de la vida, el motor secreto y cauteloso que se halla en el origen de nuestras neurosis y de la mayor parte de nuestros actos. No sabemos si Selkraig tiene pulsiones sexuales, y cómo se arregla, en ese caso, para descargarlas. La violación de una anciana fue achacada a un extraño vagabundo vestido de negro, lo que me hizo pensar en él fugazmente, pero no existe ningún otro dato que permita implicarlo. Personalmente, me inclino a creer en su inocencia, pues Selkraig parece ignorar que está dotado de sexo.

Yo, que solo le conozco de una manera superficial, pienso, sin embargo, que es un ser inofensivo, apacible y sumiso como un niño o un pequeño animal. Le he visto abrazar a Viernes con infinita dulzura, acariciarlo, jugar con él, revolverle el pelo, besar su hocico y perseguirlo a cuatro patas por la arena. Si alguien se detuviera a observarlo durante esos instantes, llenos de magia y ternura, se daría cuenta de que Selkraig no es más que un niño sin maldad que ocupa un cuerpo equivocado, como hay mujeres que viven dentro de muchachos o espíritus que suplantan las formas de los hombres.

Hace días que Selkraig desapareció. He recorrido varias veces las playas solitarias y el largo malecón del puerto, buscándolo. También me he acercado cautelosamente hasta la vieja camioneta donde tuvo su hogar. La puerta trasera estaba abierta de par en par, y había pequeños cristales esparcidos por el suelo. Puede que alguien le atacase mientras dormía, con la intención de robarle o de burlarse de él o tal vez algún grupo de muchachos, que buscaba un refugio donde fumar a escondidas y mirar revistas de mujeres desnudas asaltase el lugar después de su marcha. Dentro no había nada de valor, salvo un taburete inservible y algunos objetos de madera o de plástico, desfigurados o rotos.

Tengo la extraña certeza de que Selkraig ha muerto. Viernes, sin embargo, sigue aquí, vagabundeando, de madrugada, por las calles desiertas del Barrio. He tratado de llevarlo a mi casa en varias ocasiones, pero no obedece mis órdenes. Se pasa las noches ladrando en dirección al mar, mientras corretea alocadamente por la playa. Quizás Selkraig, su dueño, se haya ahogado o, tal vez, atraídos por la luz de sus hogueras, sus compatriotas, seres idénticos a él, individuos aislados y nocturnos, acaso de la misma estirpe de la que proceden los búhos o los murciélagos, lo hayan encontrado por fin y se lo hayan llevado de vuelta a su país, sea cual sea.

Ayer, el cuerpo muerto de Viernes apareció flotando entre las barcas del puerto. Dos muchachos lo recogieron desde una lancha de remos, utilizando un palo largo terminado en una red, mientras los niños aplaudían desde el muelle. Después, aprovechando que era la noche de San Juan, arrojaron su cuerpo a un gran fuego de muebles desvencijados y ramas secas, en mitad de la calle.

Yo estaba allí, entre ellos, observando el cuerpo menudo de Viernes, que poco a poco se iba consumiendo. Desde que era muy pequeño, esta ha sido para mi la noche más dichosa del año, cuando alrededor del fuego que crece poderosamente sobre los restos de la vida pasada, los niños, iluminados por la magia escondida entre las llamas poderosas, imaginan que vivir es algo apasionante.


lunes, 17 de noviembre de 2008

CANCIÓN DE LAS AVES MIGRATORIAS


Las aves migratorias cruzan el aire a la altura de tu pecho, temerosas de quedar atrapadas para siempre en los hilos de nubes.

Me siento en la tierra fría y duermo acostado contra la puerta que lleva a tu jardín, donde se posa la luz de Sirio con un grito.

LA TIERRA DEL FUEGO

Niños ona

En la estación de Gran Vía, la voz metálica de la instalación de sonido, en lugar de pronunciar el nombre que todos aguardaban gritó “¡Tierra del fuego!”. Desconcertados, solo unos pocos viajeros se atrevieron a bajar del vagón. Quienes lo hicieron se encontraron en un lugar desconocido, donde un viento helador azotaba sus rostros y les hacía temblar como si fueran pequeñas ramas de sauce. Muchos quisieron volver, pero el convoy ya había partido, y en su lugar solo hallaron unos viejos raíles oxidados, por los cuales parecía que no había circulado ningún ferrocarril en mucho tiempo.

Decidieron quedarse a esperar al siguiente tren. Ateridos, prendieron un gran fuego con sus mecheros en la vieja estación abandonada, donde fueron quemando los rastrojos y arbustos secos de los alrededores y las esquirlas de las viejas traviesas abandonadas. Pasaron varios días, pero el tren no llegaba. Mientras, se iban alimentando de pequeños roedores, de frutas silvestres y raíces, abrigándose con rústicos abrigos de paja. Dormían apretados los unos contra los otros y así fueron surgiendo relaciones esporádicas, posesivas y apasionadas.

Tuvieron que aguardar un mes entero hasta que llegó el siguiente tren. Era igual al que les había llevado hasta aquel lugar. Mientras ellos subían, felices de volver a su ciudad, a su mundo, bajaron de él nuevos viajeros despistados, vestidos con pantalones y polos veraniegos, escuchando mediante diminutos auriculares la música de sus reproductores portátiles.

De entre los primeros, únicamente dos personas, una mujer y un hombre, no quisieron regresar. Se quedaron allí, un mes más y después otro y otro más, dejando pasar varios trenes de regreso. Ella era diez años mayor que él. Al quinto mes se enamoraron y empezaron a construir una casa muy cerca del mar, a pocos kilómetros de las vías abandonadas. Compartían aquel territorio con descendientes onas, los indios de aquellas tierras, que habían sido masacrados por los conquistadores y por sus nietos criollos.

Para celebrar su primer año de vida en la Tierra del Fuego, los indios, hombres y mujeres, ancianas y muchachos, visitaron su casa con comida y regalos y pintaron mapas de estrellas en los brazos y las piernas del hombre y en la piel turgente del vientre de la mujer que compartía su vida, que aguardaba el primer niño que en muchos años iba nacer en aquella tierra extrema.

martes, 11 de noviembre de 2008

EL CAMINANTE NOCTURNO

EDWARD HOPPER (Nighthawks)

Pasea bajo la lluvia nocturna para escapar de sus sueños. Mira a los soldados que patrullan en vehículos blindados, a las muchachas que vuelven de sus citas, a los enmascarados que esconden pistolas bajo la ropa, acecha a los suicidas que practican pantomimas de sangre.

Camina como si fuera un tigre o el sacerdote de una religión olvidada, visita las casas incendiadas, los muros destruidos por las bombas. Descubre gatos, palomas, venados, zorros que buscan alimento entre las ruinas oscuras.

En las plazas desiertas, banderas rojas cubren los cuerpos de los muchachos caídos. Los mira temblando, como un hombre invisible que desafía, con su cuerpo empapado, la vida y la muerte.

domingo, 9 de noviembre de 2008

LOS VEDANTINES

JIA LU (Reflection)

Los Vedantines viven a la vez en dos mundos distintos. Éste, al que todos pertenecemos, es para ellos solo un lugar de tránsito a donde siempre regresan, pues, ya que son por naturaleza cordiales y afectuosos, ansían encontrarse nuevamente con aquellos a los que quieren o aprecian, sean o no de su especie. Saben que son amores efímeros, amistades pasajeras, pasiones que dejan paso a olvidos, pero vuelven a ellos una y otra vez, como si creyeran, al contrario, en su duración infinita.

De su otro mundo es muy poco lo que cuentan, pues saben que no podrían reflejar en unas pocas palabras su atmósfera diáfana y despejada, el fuego de sus tormentas siderales, sus auroras maravillosas, las estrellas fugaces que lo atraviesan a ras de tierra, la energía sutil que lo recorre, inundado a cada ser vivo con su aura inmaterial, con su poder ilimitado. Tal vez utilizasen estas mismas palabras u otras parecidas, pero se desdecirían al instante o, de haberlas escrito, las romperían de inmediato, pues nada en ellas se asemeja en una milésima parte a lo que es ese lugar, al que en realidad pertenecen. Mientras tanto, como única posibilidad de conocerlo, animan a cada uno de sus conocidos a intentar un extraño viaje, sin necesidad de pagar el caro pasaje de un transbordador espacial, que empieza desde la más absoluta inmovilidad y termina a una velocidad superior a la que se mueve la luz o explotan los cuerpos celestes.

Casi todos rehúsan hacer la prueba. Los aprecian sinceramente, pero les consideran, a su vez, unos locos sin remedio. Son sus amigos y les perdonan sus rarezas, su pertenencia a dos mundos, su no ser de una sola nacionalidad, como todo el mundo civilizado, consienten que no les guste todo lo que ellos adoran, los centros comerciales, las playas abarrotadas, las estrellas televisivas, la comida copiosa y acelerada. Los pocos que prueban ese extraño viaje, además, lo abandonan rápidamente, tras intentarlo entre bostezos, con los ojos cerrados. Unos pocos, tal vez uno entre mil, llega hasta el final, y vuelve pálido y desencajado, con el pelo erizado, sin palabras. Lo que intenta contar no es sino un relato ininteligible, un croar de sapos, un débil reflejo de aquello que vio, sintió y escuchó.

Sin embargo, quien regresa de este viaje no vuelve a ser jamás el mismo que fue. Quizás él también perteneciera desde siempre, sin saberlo, a dos puntos separados del espacio, a dos mundos distintos. Tal vez no haya sido nunca el descendiente de una raza pura, de una estirpe sin contaminar, acaso sea un hijo de la unión entre seres de dos mundos distintos.

Los Vedantines se reúnen de tiempo en tiempo. Cuando esto sucede charlan en voz baja, ríen o están en silencio, alternativamente. Pueden estar horas seguidas riendo o, por el contrario, sin decir una palabra, con la espalda erguida, mirando a un infinito que empieza en ellos mismos y que nadie, sino ellos, puede ver dónde termina.

Después, de regreso a este mundo, los Vedantines comen, beben, duermen, hablan, caminan, besan y abrazan como lo hacen los demás habitantes del planeta, acuden a los supermercados y a las cafeterías, leen los periódicos, van de vacaciones y parecen haberse olvidado de su extraño país para siempre, como si fueran iguales que tú y que yo, como si no escondieran una naturaleza distinta bajo la piel, un corazón diferente, un cerebro que flota entre nubes.


viernes, 7 de noviembre de 2008

EJERCICIOS DE APNEA

HENRI DE TOULOUSE-LAUTREC (Bed)

Cuando era un niño me gustaba meterme bajo las mantas de mi cama. Incluso siendo un adulto lo he hecho algunas noches, solo o en compañía, y he vuelto a sentir lo mismo que en aquellos años perdidos de la infancia, que hoy parecen maravillosos. Contengo la respiración unos segundos, incluso un minuto, hasta que ya no puedo más y regreso a la superficie, a la vida normal, al aire libre, a los sueños estancados o rotos.

No me puedo quejar de mi vida. Trabajo en una tienda de informática, toco el contrabajo en un grupo de jazz de mi ciudad, viajo a menudo y tengo una pareja que es mucho mejor de lo que podía esperar. Paulette tiene once años menos que yo, y no me explico qué puede haber visto en mí, un carcamal de 53 años, con poco pelo, bebedor incidental, fumador recurrente y sin demasiado dinero, desgarbado y sin una pizca de gracia. Es la mujer que quise tener a mi lado desde que la vi, sin imaginar que podía tener tan siquiera una pequeña posibilidad de casarme con ella. Cuando la conocí ella, que tenía solo 26 años, me puso una condición para ser mi pareja. Quería ser madre. Tuvimos una niña, Oittabe, y yo, que le había puesto todas las pegas del mundo y que incluso amagué con la separación para evitar el compromiso atroz de la paternidad, hoy no puedo vivir un solo segundo sin saber que mi hija se encuentra bien. Si ella no existiese sería un completo desgraciado, si la mujer que vive a mi lado hubiera aceptado mi chantaje emocional, vagaría alcoholizado por las calles más turbias, sin vida, sin amor, sin trabajo y sin destino.

Hace tres semanas, Oittabe, que tiene ya dieciséis años, se fue a pasar un año en Edimburgo, para aprender inglés. Se me cortó la respiración desde el mismo momento en que planteó en casa esa posibilidad, aunque sabía que no podía oponerme. Desde entonces camino como un ser sin vida propia, casi sin hablar con nadie ni en el trabajo ni fuera de él. Mi conversación con Paulette tiene que ver invariablemente con la niña. Si al menos hubiera tenido otro hijo, otra hija, pienso entonces, olvidando que rechacé esta posibilidad tajantemente, años después de que Oittabe naciera.

Por las noches espero su llamada. Aunque sé que solo acostumbra a telefonear los viernes o sábados, aguardo ansiosamente a que lo haga cualquier día, en cualquier instante. Cuando llega la hora habitual de sus llamadas, alrededor de las once de la noche, mientras Paulette está leyendo o viendo algún programa de televisión, me meto bajo el edredón de plumas de nuestra cama y aguanto la respiración. “Antes de que vuelva a respirar sonará el teléfono” pienso para mí mismo.

Paulette me mira de una forma extraña. ¿Pensará que estoy loco, que se ha casado con un pisicópata?. Hoy para mi sorpresa, la he encontrado en la cama cuando me iba a acostar. Jamás lo hace antes de las doce. Estaba, como acostumbro a hacer yo, completamente cubierta por el edredón. Cuando la he destapado no se movía. Aterrorizado, he tocado su pecho, he acercado mi cara a su nariz, he palpado su cuello en busca del latido carotídeo.

Cuando por fin se ha ido recobrando, semidormida, me ha dicho, de manera entrecortada y compungida “Aún no ha llamado”. “Pero si es jueves. Sabes que llama los viernes”, le he contestado. Entonces Paulette se ha echado a llorar.

Me he metido con ella en la cama, tratando de consolarla. Al ver que respiraba normalmente, la he abrazado con fuerza y la he llevado hasta el fondo de la cama, dejando una abertura por donde se pudiera filtrar el aire. Hemos hecho el amor pausadamente, queriéndonos, deseándonos, de una manera que ya casi no recordaba. Al terminar se ha quedado dormida a mi lado, debajo del edredón. He deseado que esta vez, más que nunca, se volviera a quedar embarazada, que ese ser desconocido que nada a oscuras en el interior de nuestras células surgiera de una unión inexplicable y que volviera a urdirse el milagro más frecuente del mundo, repetido en todas las especies conocidas, a lo largo del planeta, un millón de veces cada día.


domingo, 2 de noviembre de 2008

SHABANA

IMAN MALEKI (Sunlight)

El pequeño Yash solamente vivió diecisiete días. Su nombre me llamó vivamente la atención cuando lo vi escrito sobre el cristal de una de las incubadoras, en el Hospital del Barrio. Mi curiosidad me llevó a buscar su significado en algunos libros, que no consiguieron aclarar mis dudas, y a preguntar por él a una de las enfermeras de la Unidad de Neonatología, a la que conozco desde hace tiempo. Ella me dijo que el niño se encontraba bastante mal, pues había nacido unos meses antes de lo esperado y sus pulmones no habían tenido el tiempo suficiente para madurar. También pude saber algunos detalles sobre la madre. Seguía ingresada en el hospital, si bien no en el edificio de Maternidad, sino en uno de los pabellones de Medicina Interna, a causa de su adicción a alguna droga que mi amiga no supo concretar, pero que por lo visto no era ninguna de las más habituales, como heroína o cocaína.

Un día, al acabar mi jornada en el Hospital, por simple curiosidad, pasé por la habitación que me habían indicado con intención de verla, pero la encontré dormida. No sabía nada acerca de ella, pero tan pronto como tuve ocasión de observarla durante unos instantes supe que no era europea, y sin saber por qué, la identifiqué como oriunda de algún país del Magreb, como Marruecos, Argelia o Túnez. También advertí que tenía una cicatriz en forma de estrella, que a pesar de ser de pequeño tamaño, se percibía con claridad sobre su cuello desnudo.

Pude intercambiar algunas frases con su compañera de cuarto, una mujer de cierta edad a la que habían operado recientemente. Se quejaba de que las enfermeras no le daban de comer, lo cuál suponía para ella, por lo visto, un sacrificio inhumano. Ante mis preguntas, hizo una breve pausa en el relato de su desgracia, y me dijo que la muchacha era extranjera, "rusa, polaca o algo así", lo que descarté rápidamente mientras volvía a observar con detalle los rasgos de su cara. También dijo que no hablaba ni una palabra de nuestro idioma, y que no le llamaban por teléfono ni venían a visitarla.

Valiéndome de mis escasas influencias como médico residente del Hospital, pude consultar sus datos en uno de los ordenadores. Supe casi sin duda que se trataba de ella en cuanto vi aparecer aquel nombre: Shabana Kumar, natural de Varanasi (India), soltera, nacida el 4 de mayo de 1976, y con domicilio en el Callejón del Murciélago. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que viviera en aquel lugar, una pequeña calle del Barrio, conocida por todos, donde se ejerce la prostitución abiertamente, y pensé que había alguna posibilidad de que ella misma se dedicase a ese oficio. El Callejón del Murciélago es también un lugar donde residen muchas familias de escasos recursos económicos, en su mayoría extranjeras o de raza gitana. Por una extraña asociación de ideas, en aquel momento recordé haber leído que los gitanos procedían de la India.

Al día siguiente pasé de nuevo por Maternidad. Allí me dijeron que el niño había muerto. Supe que le iban a hacer una autopsia, y por alguna extraña razón quise estar presente en ella. Tenía la sensación de que aquel niño desvalido me necesitaba a su lado para protegerle, incluso después de su muerte. Durante mi época de estudiante había asistido a unas cuantas autopsias, pero aquella fue para mi diferente a todas las demás. Aguanté hasta el final, y en cuanto pude salir me refugié en el cuarto de baño para romper a llorar. He pasado varias noches apenas sin dormir viendo aún sus ojos vacíos, su tripa llena de algodón.

Durante tres semanas he vivido para un solo momento, los cinco minutos en que cada mañana, justo antes de empezar mi jornada de trabajo, pasaba a visitar a Shabana. Como era aún muy temprano, siempre la encontraba dormida, pero un día, al abrir la puerta de su cuarto, vi con sorpresa que estaba incorporada, y que miraba fijamente hacia el lugar por donde yo acababa de entrar. Solo recuerdo que salí apresuradamente de la habitación, sin saber qué decir, y que no me atreví a volver. Más tarde se me ocurrió enviarle flores, que encargaba en una tienda cercana al hospital. Un día, sin embargo, supe que le habían dado de alta. Pasé por la habitación y vi que mi último ramo aún estaba allí, comenzando a marchitarse. Me sentí muy dolido al ver que no se lo había llevado.


He leído todos los informes sobre Shabana a los que he conseguido tener acceso, los resultados de sus análisis, las hojas de seguimiento, el parte de alta e incluso un papel amarillo firmado por el jefe del laboratorio que certifica que no es seropositiva. He visto algunas de sus placas radiográficas y también he podido saber que antes de ser ingresada ejercía la prostitución en un club llamado “Blanca Nieves”, que se encuentra en el mismo Callejón del Murciélago. He pensado muchas veces en ir allí, como un cliente más, y dirigirme a ella para que se acostase conmigo. En alguna ocasión he pasado en coche, sin ninguna razón aparente, por delante del local, con la esperanza de verla.

Tengo un pequeño despacho en el hospital, lleno de libros médicos, prospectos de propaganda y carpetas de antiguos informes. Esta mañana, casi un mes después de la marcha de Shabana, he encontrado sobre la mesa un sobre blanco con mi nombre escrito. Dentro había una tarjeta del tamaño de una postal, con un dibujo hecho a mano con pinturas de colores. Eran unas flores rojas trazadas con torpeza, pero a la vez con cierto encanto. Parecía el dibujo de un niño. Junto a él, un texto escrito también a mano, en inglés, decía así: "Sorry, I hadn´t enough money to buy roses. Thank you", y su firma: "Shabana".