miércoles, 3 de noviembre de 2010

LA HABITACIÓN DE LA TORTUGA

HENRI MATISSE (Blue Nude)


Como hizo muchos años atrás Siddartha Gautama, el Buda, que permaneció inmóvil en la posición del loto hasta alcanzar la iluminación, James Kahani, un muchacho de los suburbios de Nairobi, decidió no salir de su cuarto hasta resolver el mar de dudas que amenazaba con ahogar definitivamente su vida. Después de su encierro, cuando supiera exactamente lo que quería, saldría al mundo y marcharía siempre en línea recta, sin desviarse un milímetro, hacia sus múltiples destinos.

James se secuestró a sí mismo. No dio explicaciones en el trabajo ni llamó a su novia Eliza o a sus padres. Tampoco quiso responder al teléfono durante cerca de un mes. Apenas comió en el transcurso de esas semanas. Su escasa barba creció y el polvo fue acumulándose en la que él pasó a llamar la Habitación de la Tortuga, por lo mucho que tardó en llegar la iluminación hasta su interior desordenado. James, sin embargo, apenas podía permanecer más de diez minutos seguidos en la posición del loto y la iba alternando con la postura yóguica del Sirshasana y otras menos ortodoxas que improvisaba tumbado en el sofá, en un grueso cojín sobre el suelo o sentado sobre una dura silla de madera.

James Kahani salió, por fin, tras la fumata blanca que puso fin a su encierro, dispuesto a aplicar de inmediato las conclusiones de su cónclave. Sabía exactamente lo que pretendía del mundo, lo que quería hacer antes de desaparecer de él para siempre. Quería dedicarse a tocar la trompeta, su verdadera pasión, casarse con una mujer blanca y tener una niña rubia de ojos grandes y asombrados. También quería viajar al Polo Norte o a Alaska y ver el hielo y la nieve. En cuanto a los bienes materiales, solo buscaba tener el dinero suficiente para comprar discos de jazz o música tribal, pañales y partituras. No pretendía nada más, en eso se resumían sus propósitos, sin duda sorprendentes por su pobreza a los ojos de nuestra sociedad, esclava del dinero, el consumo y el éxito.

En los años siguientes James anduvo adelante y atrás, caminó en líneas oblicuas, zigzagueó y fue a menudo marcha atrás. Tocó en bodas, en celebraciones étnicas y en bandas de jazz, ganó muy poco dinero y tras abandonar a Eliza, oscura, dulce y hermosa, al día siguiente de salir de su encierro, se casó con una mulata gorda, fea y dominante, teñida de rubia, con la que trajo al mundo dos varones, inequívocamente negros.

A los 56 años, James Kahani, grueso a su vez, sintió nuevamente la llamada de su ser interior y volvió a encerrarse en la Habitación de la Tortuga. Sin embargo, no pudo siquiera aproximarse a la posición del loto y tras unos minutos acudió pesadamente a la llamada seductora de un lejano partido de basket donde jugaba un equipo de muchachos americanos altos, negros y veloces, en cuya camiseta amarilla podía leerse una palabra inquietante: “Turtles”, las tortugas.


jueves, 28 de octubre de 2010

DESPEJAR ECUACIONES

TETSUDA ISHIDA

Despejo ecuaciones sin resolver, logaritmos y símbolos misteriosos, intersecciones complejas, sumas y restas que nunca dan un número exacto.

Algunas ocupan los espacios vacíos de mi cuerpo y mi mente hace años, tal vez desde el instante en que asomé a este mundo: el amor, el rencor, los hijos, los amigos, el temor a mi mismo y a los demás. Otras son disyuntivas muy recientes con ángulos desconocidos y trigonometrías variables: cómo actuar ante los nuevos retos, ante los compañeros dispersos, ante esta muchacha que cruza en mi vida.

Hago una lista de todas ellas, las dibujo con trazos que yo, inexperto por igual en la vida y las matemáticas, nunca pude aprender. Pienso en ellas, respiro en su interior, buceo entre sus duras aristas, las abrazo y las beso y veo cómo algunas se disuelven por sí solas. Otras, sin embargo, permanecen allí, inmutables al paso del tiempo.

Tal vez se resuelvan con los años, sin esfuerzo o tal vez me acompañen aún, algún día, en mi viaje a las estrellas.



domingo, 24 de octubre de 2010

BARCELONA

YANG QIAN (Hotel Room)


No creo que el nacionalismo se cure viajando. La prueba de ello son todos los políticos y grandes hombres de negocios norteamericanos, franceses, españoles, británicos, rusos, saudíes, israelitas, que se dedican a recorrer el mundo utilizando dinero público o privado, sin modificar un milímetro sus convicciones patrióticas.

Lo que tal vez se cure viajando, al menos en ciertos casos, es el egocentrismo, el hecho de considerarse uno mismo el centro del mundo, un ser especial y único, la razón alrededor del cual giran el sol, los planetas y todas las estrellas.

Estuve el pasado fin de semana en Barcelona. Hace ocho o días años que no visitaba la ciudad. Entonces me había propuesto volver al menos una vez al año, pero, como sucede a menudo, había incumplido ese deseo.

La ciudad estaba llena de gente: turistas italianos, alemanes, asiáticos, sudamericanos. Un maremágnum de personas de razas y edades diversas inundaba las calles, el puerto, el paseo marítimo, las ramblas, los hoteles, las bocas de metro, las estaciones de tren. Al ver esa ingente cantidad de personas, pensé que la vida individual apenas tiene algún valor en este mundo, sino para unos pocos allegados que tal vez también, una vez que lo abandonemos, se olvidarán rápìdamente de nosotros. Es curioso, estos pensamientos no me parecían en absoluto deprimentes o sombríos. Me gustaba sentirme miembro de una masa, de un ejército de turistas, de un desfile de hormigas consumidoras que caminan apresuradas de aquí para allá.

Ya de regreso me he vuelto a hacer, nuevamente, el propósito de volver a Barcelona el año que viene. ¿Lo haré?. No lo se, la vida, da lo mismo si nos dejamos arrastrar por ella o si tratamos de oponernos a sus extraños designios, nos conduce allá donde quiere, a sus propios puertos, calles y ciudades, mezclándonos una y otra vez con seres desconocidos que pasan a nuestro lado, intermitentes como estrellas fugaces o resplandecientes e intensos como soles permanentes.


domingo, 12 de septiembre de 2010

LA FIESTA SECRETA

ANDREI ARANYSHEV


Cuando una persona, una mujer o un hombre cualquiera, da un paso hacia adelante, el mundo entero lo acompaña y camina a su lado hacia lo desconocido.

Si avanzamos al encuentro con nosotros, si profundizamos en el sufrimiento o en el camino de la felicidad, el universo se mueve en la misma dirección, porque el destino de todos es solo uno.

Cuando alguien está triste, todos los seres vivos, los árboles, los gatos, los pájaros y las mariposas que se agitan a nuestro alrededor, muestran su lado más oscuro, parecen atormentados por una pena inmensa. Cuando uno de nosotros se alegra, por el contrario, el mundo entero se alegra con él y celebra, jubilosamente, una fiesta secreta.


lunes, 26 de julio de 2010

PUNTOS DE VISTA

OLIVER FÖLLMI


Tengo un grato recuerdo de Luis Olmos, uno de los fundadores del Teatro de la Danza. Luis fue nuestro profesor de baile e interpretación, hace ya muchos años, cuando, siendo aún estudiante universitario, me movía en un ambiente un tanto bohemio, en un mundo de ecologistas, objetores de conciencia y aspirantes a ser actores, titiriteros, artesanos, pintores o músicos.

Aunque mi vida actual sea bastante convencional, me llama mucho la atención aún ese ambiente, mucho más que el mundo en que me muevo de médicos, ingenieros o abogados, politiquillos y trepas sin escrúpulos. La danza y el baile me siguen pareciendo algo mágico, una extraña disciplina del alma que nos conecta con lo mejor de nosotros, con nuestro ser oculto de elfos y hadas, de magos, duendes o lamias que pueden transmutar a voluntad la realidad, y a la vez nos permiten reencontrarnos con nuestro ser primitivo y salvaje. Sin embargo, como al australopitecus civilizado que soy, me sigue dando corte bailar en público, desfogarme, perder el control.

Las clases de interpretación con Luis Olmos eran casi monográficos sobre “el método”. Para cualquiera que haya vivido de cerca el ambiente teatral, ya sea como actor o como simple espectador, “el método” solo puede referirse a una cosa: al sistema de formación de actores ideado por Constantin Stanislavski en los últimos tiempos de la Rusia de los zares.

Recuerdo varias cosas más de aquellos cursos: los textos de Anton Chejov y Tennessee Williams, un alumno que entraba desnudo desde la calle y mi compañero Jorge, que me daba verdadero miedo en una escena compartida. Recuerdo también una lección genérica, válida para cualquier situación de la vida, en la que Luis insistía: un actor, una persona, debe tener las antenas siempre en funcionamiento y buscar constantes puntos de vista.

Tener antenas es fijarse en todo lo que sucede a nuestro alrededor, estar despierto a todo, observar el mundo sin perder un detalle. Además debíamos rastrear puntos de vista sobre aquello que sucedía en nuestro entorno. Éramos una máquina de sentir, que captaba aquello que en nosotros despertaba lo observado y lo vivido, la repulsión, el temor, el cariño o la indiferencia. E improvisábamos, constantemente, ante los nuevos estímulos y sensaciones.

Hoy compruebo a menudo que mis antenas no están en funcionamiento la mayor parte del tiempo, que están paralizadas, que han perdido, en gran medida, su conexión con el mundo. Las cosas suceden a mi lado sin que apenas me de cuenta, como soplos de aire que apenas rozan mi cara, mis oídos, las diminutas células de mi retina. Tal vez sea cuestión del paso del tiempo o tal vez el mundo, al fin y al cabo, no sea tan interesante. Acaso me esté vegetalizando, mineralizando, convirtiendo en materia inerte.

Trato de dar brillo a mis antenas oxidadas. Salgo a la calle. Observo las cosas superficialmente, forzándome a hacerlo. Doy pequeños puntos de vista triviales, desvirtuados y sin fuerza, y me vuelvo a perder, segundos después, en el oscuro bosque de la mente.

Vuelvo una y otra vez a bucear en busca del niño despierto que fui, el chaval de Sarratu que observaba el mundo absorto, sonriente y admirado, con los ojos bien abiertos y unas enormes antenas.


miércoles, 21 de julio de 2010

MI ÚNICO ENEMIGO

ANTONIO BERNI


Mi único enemigo soy yo mismo, el amor de mi vida, mi amante perfecto.

Mi alma camina a mi lado. Habita en mis cabellos oscuros, en el centro de mi vientre, en las arterias que atraviesan mis brazos, en la raíz de mi sexo.

El presente es infinito y cambiante. Cada vez me cruzo con personas distintas. Los pájaros, los niños, las bicicletas, los árboles y las estrellas cambian de sitio sin cesar, como en un juego de espejos.

Cada día que pasa soy otro que no fui. Mis labios envejecen, mis ilusiones pierden un instante de vida. A cada momento engendro alegrías y desánimos, deseos que como embriones maduros, luchan por ofrecerse al mundo.

Mi vida es una pelea sin fin contra aquel que no soy. Me escucho, me adulo y me insulto, me hiero con un cuchillo, apunto un revólver contra mi pecho. Cada uno de los seres que pasan a mi lado son yo mismo, pues en los demás me observo y me temo, me odio y me encuentro.


martes, 4 de mayo de 2010

LA LÍNEA DE MUGAS

DAVID HOCKNEY


Margot vive a ambos lados de la frontera. La cruza varias veces al día, en ambas direcciones, a veces con sustancias prohibidas, otras con armas o explosivos, o más a menudo, guiando a muchachos inmigrantes o a prófugos de sí mismos. Los gendarmes la conocen y a veces la retienen, pero cuando eso sucede Margot, de un modo misterioso, siempre se encuentra sola, no lleva nada encima. Cada vez que la registran su mochila está vacía.

Se rumorea que, cada vez que van a buscarla, alguien la avisa o deja pequeños rastros que solo ella reconoce y le permiten evitar el peligro. Otros dicen que es nieta de brujas y que, a causa de ello, domina el arte de la invisibilidad y la trasmutación de objetos, o que esconde sus mercancías en oquedades de los árboles, en cuevas o en agujeros bajo la tierra.

Un día, Margot tuvo que guiar en su huida a un hombre que escapaba de una muerte segura. Durante el trayecto apenas hablaron, pero se enamoró de él sin remedio. Al llegar a su destino, al otro lado de la muga, inesperadamente, la muchacha se despidió con un dulce beso en los labios del fugitivo.

Unos días después, el hombre, jugándose la vida, apareció nuevamente y le pidió que, para estar unas horas junto a ella, volviera a ayudarle a llegar al otro lado, donde querían matarlo. Margot, tras una corta reflexión, inició el viaje contrario.

Nunca más se supo de ellos. Algunos dice que oyeron a lo lejos varias ráfagas de disparos, y cuentan que fueron acribillados, el uno junto al otro, por sus temibles enemigos. Otros, en cambio, creen que viven aún en el bosque, escondidos, alimentándose de raíces, bayas y amor.



sábado, 24 de abril de 2010

LA CIUDAD DE LAS CASAS FLOTANTES

WALASSE TING (Cheveux Bleus)


Breda vive en la Ciudad de las Casas Flotantes. Su hogar es un palafito de madera donde a menudo celebra fiestas y reuniones. Breda tiene una intrincada red de conocidos y visitantes que acuden muchos días hasta allí. Cuando llega la noche, desde la cubierta iluminada de los barcos o desde la costa cercana se escuchan relatos de intimidades, suspiros, canciones y risas.

La mujer, de 34 años, vive sola en la casa, pero son muchas las noches en las que duerme acompañada. La mayoría de sus amantes llegan remando al atardecer en canoas blancas. Unos pocos, más atrevidos, se aventuran a cruzar a nado el largo trayecto de agua, surcado por peligrosas corrientes. Ella los espera sentada al borde de su hogar de tablas, mientras escruta la lejanía. Cuando al fin llegan los que buscan su amor, antes de que pronuncien una sola palabra, Breda los besa profundamente en la boca y les da de beber un licor oscuro que disipa las dudas y conduce a una felicidad extrema. Después, los desnuda lentamente y acaricia su cuerpo con dulzura, como si sus dedos fueran leves trazos de brisa marina, surcos de espuma de agua.

A la mañana siguiente Breda desayuna junto a ellos té de piñones, zumo de lima, grosellas y un extraño yogur amargo que ella misma prepara. Después los amantes se despiden con una larga caricia. Ella los ve partir apenada, echándolos ya en falta y regresa a su vida. Por misteriosas razones, sin embargo, son muy pocos los que vuelven a visitarla.

Cuando está sola de nuevo, Breda escribe cartas y poemas, se baña en el agua de mar, toma el sol brevemente y medita en su vida. Entonces, nuevamente feliz, piensa en sus próximas fiestas, en sus nuevos amantes y organiza sus salidas al mundo, sus viajes a Vietnam, al Perú, a la India, mientras el sol del día que nace asciende entre las casas flotantes, cargado de promesas maravillosas.


jueves, 22 de abril de 2010

NO INFLIGIR DAÑO



Me gusta la actitud budista de no querer infligir daño a ningún ser vivo, de respeto absoluto a la existencia en sus múltiples formas. Los jainistas, un paso más allá, llevan un trapo en la boca para prevenir que les entren insectos, y evitan cuidadosamente, cuando se van a sentar, aplastar a cualquier criatura viviente.

Aunque parezca contradictorio, también me llama la atención la doctrina taoísta de que todo, construcción o destrucción, bueno y malo, día y noche, son partes inseparables de nosotros y del mundo, y que conforman un todo, el Tao, el magma del que surge la vida. Es más, considero que, en general, esta visión taoísta del mundo se acerca más a la realidad del universo que las prácticas bienintencionadas que predican y apenas practican lo miembros de otras religiones.

Como carne y pescado de vez en cuando, tengo chaquetas de piel, llevo caros zapatos de cuero. A veces, en mi terraza, sin querer, aplasto caracoles que caminan sin prisa hacia un destino desconocido. Cuando esto sucede me disculpo distraídamente ante el lejano dios de los gasterópodos. Asesino insectos voladores que aparecen volando por mi cocina y se posan en el techo. Mato pequeñas arañas y hormigas exploradoras que se juegan la vida al cruzar la frontera de mis dominios, buscando instalarse, por misteriosas razones, en el mundo artificial de los seres humanos.

Hoy, al salir de casa, medio dormido, casi piso una lombriz que se movía por la acera a una velocidad de doce centímetros por hora. Recordando el precepto budista, o tal vez por simple sorpresa y asombro, he levantado el pie justo a tiempo, apenado por el destino de esta inmigrante sin papeles en nuestro extraño mundo, por este ser inaprensible y misterioso. La parte destructora que hay en mí, ying o yang, no lo recuerdo, dormía aún, debido, tal vez, a la mala noche pasada.


sábado, 17 de abril de 2010

INTXISU

SIDNEY NOLAN (Girl with Vase of Flowers)

Al frotar con un paño el teclado de su ordenador, donde por accidente había caído una pequeña cantidad de espuma de cerveza, Ainhoa, profesora de 34 años, vio aparecer ante sí a un extraño personaje que parecía llegado del más allá. Era un genio, pero no un genio oriental, hinchado y de tamaño gigantesco, sino un intxisu, antiguo espíritu vasco, travieso y un poco salvaje.

Su especie, por lo que parece, se había escondido en los montes y bosques del País Vasco después de la llegada de Jesucristo, conocido entre su extraña raza como “el Kixmi” y de sus seguidores, los curas, las monjas y los beatos. El intxisu era extremadamente difícil de ver, y las leyendas le hacían responsable de la construcción de los monumentos megalíticos que aún pueblan aquellos parajes neblinosos. Hablaba en euskera, pero se trataba de un dialecto muy arcaico, que Ainhoa, alumna avanzada de un euskaltegi, apenas podía comprender. Era como si un estudiante de pelo encrespado y aspecto grunge se encontrase frente a frente con un campesino del siglo X y entablaran una conversación en castellano antiguo. El intxisu no sabía nada del moderno euskera unificado, ni probablemente tuviera ningún certificado de aptitud. Sin embargo, Ainhoa, con mucha dificultad, pudo seguir su conversación.

“Bi desira dituzu” le pareció entender, es decir: “tienes dos deseos”. Al principio, Ainhoa no cayó en el significado real de esta frase. Después, cuando al fin se dio cuenta de la gran oportunidad que tenía ante sí, se quedó largo rato pensando. Mientras tanto, el intxisu parecía aburrirse. Dudó en pedir algo para sí, pero por fin, la mujer se decidió por asegurar la salud y la felicidad de sus seres queridos, agotando así su primer deseo:

-"Nahi dut nere inguruko guztiak luzaro, zoriontsu eta osasuntsu bizitzea", dijo.

-“Hala Bedi!”, “que así sea”, le contestó el genio. Y se quedó a la espera de escuchar el segundo de los deseos, mientras paseaba la vista distraídamente por la habitación, sorprendiéndose ante los extraños objetos que el mundo moderno colocaba ante sus ojos. Ainhoa no le hizo esperar mucho más:

-"Nahi dut maitasuna lortu eta alaba bat eduki", volvió a decir la mujer.

El intxisu tal vez esperaba solicitudes de bienes materiales, dinero o riquezas inmensas, y no el logro del amor y de un hijo, pero al fin y al cabo se trataba de una mujer nacida en el siglo XX, una generación que le resultaba incomprensible, corrompida por siglos de sometimiento cristiano y lecciones de moral. Por eso dijo nuevamente “Hala Bedi!” y desapareció en el aire, para ir a cualquier lugar a donde se dirijan los genios.

Durante los días siguientes nada ocurrió. Su familia y amigos siguieron sanos y felices. Todos parecían alegres y llenos de vida, si bien antes también parecían haberlo estado.

Cuando ya había olvidado la visita del intxisu, la mujer se encontró un día con Ekhi, un compañero de trabajo de su misma edad. En cierta ocasión había comido con él, y entonces había sentido que temblaba de emoción en su presencia, pero tenía pareja y no se había planteado que pudiera ocurrir nada entre ellos.

Ekhi le dijo que ya no tenía compromisos, que hacía un mes que estaba solo. Fueron a tomar un café y sin darse cuenta pasaron juntos todo el día. Hablaban, reían o permanecían en silencio, pero eran incapaces de separarse. Finalmente él se quedó en casa de la muchacha, hicieron el amor y durmieron abrazados.

A la mañana siguiente, mientras celebraban el primer desayuno juntos de otros miles que vendrían después, un grupo de pequeñas células se juntaban en el interior del cuerpo de Ainhoa, y un espíritu llegado de la Tierra Sin Mal penetraba sus finas membranas, como si este fuera un prodigio inverosímil, un hecho misterioso y mágico que se repitiera a cada instante.


martes, 13 de abril de 2010

KRAG CITY

CLAUDIO BRAVO (Cabeza de joven)


En Krag City viven los hombres más bellos del mundo. Mujeres de todos los países acuden en su busca, y pasean por sus calles, observándolos extasiadas. A veces deciden vencer sus temores y aproximarse a ellos con delicadeza. Los hombres de Krag las reciben dulcemente, y entablan alegres conversaciones. A pesar de su hermosura, no son orgullosos ni frívolos, pero absorben la vida como si estuviera a punto de terminarse.

Muchas de las mujeres que llegan a la ciudad los hacen sus maridos o sus amantes. A menudo se los llevan a sus países de origen, o se quedan en Krag City, buscando un hogar en los lugares más hermosos, cerca de las montañas o al borde de sus lagos y sus parques, donde tienen hijos bellísimos que serán, años después, los hombres que asombrarán a las muchachas que visiten la ciudad nuevamente.

Las mujeres de Krag City no protestan jamás por la afluencia de extranjeras. Están acostumbradas a mirar al mundo con desapego, desde una distancia cercana y comprensiva, mientras aguardan sin prisa la llegada del amor de sus vidas, ellas mismas.



domingo, 4 de abril de 2010

EL ROJO ES UN COLOR MALIGNO

LAWRENCE ALMA-TADEMA (A Coign of Vantage)


Aquel verano, Ariel Kitsu viajó a la isla de Creta con un animado grupo de senderistas. Atravesaron el Mediterráneo de madrugada, sobrevolando las costas de Sicilia, dibujadas al borde del mar por pequeños puntos de luz que recordaban a grupos de luciérnagas.

Llegaron al aeropuerto de Heraklion a las cuatro de la mañana, sin apenas dormir. Allí tuvieron que aguardar al autobús que les iba a llevar a su hotel, en Hania, a 130 kilómetros de distancia. A su lado, durante el largo trayecto, un niño de meses lloraba delante de sus padres, que sonreían imperturbables, como si fuera algo sin la menor importancia.

Hania fue el cuartel general del grupo. Cuando los excursionistas regresaban de sus salidas a las cumbres donde nació Zeus y a las profundas gargantas que llegaban hasta el mar, salían a pasear por la hermosa ciudad, llena de paseos maravillosos, de diques de estilo veneciano y alegres mercados al borde del mar.

En una callejuela de esa localidad Ariel entró en una tienda de ropa. Quería llevar un regalo a la mujer con quien vivía, que adoraba el color rojo. Allí había camisas y vestidos con líneas o motivos rojos, pero siempre se encontraba unido a otros colores, generalmente blanco, azul o verde. Ariel Kitsu preguntó a la dependienta, de rasgos árabes, si no tenía nada que fuera completamente rojo. La mujer le dijo que no, pues según ella se trataba de un color maligno, que siempre había que acompañar con otros que contrarrestaran su poder maléfico.

Al final, Ariel compró una camisa de finas líneas rojas y blancas, que le pareció muy bonita. Al llegar a casa, de vuelta del viaje, se la dio a su mujer y le contó lo que había dicho la dependienta. Ella se rió y fue a probársela.

Cuando Ariel Kitsu la vio con ella, le pareció que estaba increíblemente guapa. Se quedó un rato mirándola y después se aproximó y empezó a acariciarla y a besarla por todo el cuerpo, demorándose largo rato en lugares imprevistos, a los que tal vez nunca había prestado suficiente atención, en los hombros, en los brazos, en el vientre. Durmieron abrazados, como dos amantes que acabaran de conocerse.

Por la mañana, Ariel se despertó y vio a la mujer desnuda. La cubrió con la camisa, que estaba sobre el suelo, algo arrugada, y se quedó allí, mirándola durante varios minutos, como si fuera una antigua diosa cretense que estuviera de visita en su habitación.




domingo, 7 de marzo de 2010

PAULETTE

REMEDIOS VARO (Aurora)


Los dioses de Paulette eran sus antepasados, su padre que caminaba cada día diez kilómetros para acudir al trabajo, su abuela que perdió la cabeza, su otra abuela, gorda y feliz, que la cuidó hasta los tres años en su regazo inmenso, su tío Danai que vociferaba en los cines, su abuelo que murió atropellado por un tren y vivía aún en los labios de su madre.

Paulette rezaba a sus dioses cada día, sin palabras, les ofrecía su recuerdo emocionado, les pedía ayuda, se paraba en las esquinas donde los vio por última vez, en los lugares donde estuvo alguna vez con ellos y esperaba a sentir, como un soplo de aire helado, el paso de sus cuerpos invisibles, su presencia extraña y misteriosa.


jueves, 18 de febrero de 2010

EL LIBRO DE HORÓSCOPOS

REMEDIOS VARO (Papilla estelar)


John Hoo, hijo de inmigrantes asiáticos, residió en Glasgow toda su vida. Allí escribió su única obra, que llamó “Libro de horóscopos”. Fueron muchos los que la compraron, animados por el título, pero la gran mayoría no pasó de hojear los primeros capítulos, decepcionados por no encontrar entre sus páginas largas descripciones del carácter o pronósticos sobre un futuro feliz. El libro, por el contrario, hablaba tan solo de un modo superficial de signos astrales y alineaciones de planetas, y no hacía referencia alguna a relaciones amorosas, dinero en abundancia o hermosas casas junto al mar.

“Cada uno de nosotros somos el centro del universo” escribía Hoo, “el lugar por donde pasan cada día los cometas y los quásares, donde se producen las tormentas de estrellas y las auroras boreales”.

“Todo cuanto pasa ocurre en nuestro cuerpo”, continuaba, “y en las extrañas sustancias sin ser que lo habitan: en la respiración de la vida que nos atrapó un día y nos mantendrá a su lado mientras seamos intensos y trascendentes, mientras conservemos aún una chispa de energía”.

En el amor, John Hoo defendía ser radical y valiente, sin llegar jamás a mostrarse ofensivo. En materia de sexo llamaba a explorar nuevos caminos, experiencias postergadas o sepultadas por la educación. En cuestión de dinero proponía gastar a manos llenas en felicidad, quemar las naves cada día y vaciar las cuentas corrientes, viviendo en constantes números rojos.

Sin embargo, quienes conocieron a John personalmente estaban desconcertados con sus extrañas teorías, que en muy poco o en nada coincidían con la realidad de su vida. Así, se le conocieron muy pocas parejas y amigos, pues era tímido y apocado. Hoo vivió en un pequeño apartamento sin apenas luz, como un pez abisal o un murciélago y el dinero nunca le sobró, hasta el punto de que pasó sus últimos años viviendo de un pequeño subsidio que apenas le alcanzaba para comer.

Un empleado del servicio municipal lo encontró muerto de frío, de madrugada, tendido junto a la puerta del palacio de exposiciones de la ciudad, mientras los copos de nieve caían sobre él mansamente, como pedazos de estrellas.


sábado, 13 de febrero de 2010

LA MUCHACHA QUE DURMIÓ EN LA BUHARDILLA NORTE



Solo recuerdo una de las muchas historias que nos contaba mi madre, después de acostarnos, a mi y a mis dos hermanas. Es un cuento que creo que nadie más conoce, o que yo, al menos, no he vuelto a escuchar ni he visto escrito en ninguna parte desde aquellos lejanos días. Ni siquiera ella misma, mi madre, ya muy mayor, lo recordaba cuando un día, bastantes años después, le pregunté por él. Se lo tuve que contar de principio a fin, muy despacio y entonces, cuando ya estaba a punto de terminar, sonrió como la niña que fue un día y pareció acordarse. Me dijo que a ella se lo había enseñado su padre, a quien quiso con locura, cuando era muy pequeña, y que se lo hacía contar muchas noches. La historia, sin embargo, siempre le había hecho sentirse un poco triste, pues él, mi abuelo Eugenio, murió atropellado por un tren, cuando ella solo tenía diez años.


El cuento, tal y como hoy, después de tanto tiempo, permanece aún en mi memoria es, a buen seguro, muy distinto del original, pues ahora aparecen en él, sin que yo mismo sepa explicar el motivo, modernos automóviles, ciudades colapsadas por el tráfico y otros elementos, objetos o personas que sin duda se han ido añadiendo a mis recuerdos con el paso de los años, sin que haya sido capaz de apercibirme de ello. La historia tiene un título bastante largo, "La muchacha que durmió en la buhardilla norte", y su protagonista un nombre hermoso y al mismo tiempo extraño, Ugiyaku. Empieza así:

“Ugiyaku era muy pequeña de estatura. Apenas pasaba del metro y cuarenta centímetros, pero los rasgos de su cara y las suaves líneas de su cuerpo eran tan perfectos que su belleza llegaba a atemorizar a los hombres. Daba la sensación de ser un animalito delicado y salvaje, como un cachorro de puma o un pequeño ciervo.

Algunos muchachos se dirigían a Ugiyaku, deseando conocerla, pero generalmente solo conseguían cruzar con ella unas pocas palabras antes de caer en un silencio que se volvía un abismo infranqueable. A veces simplemente se quedaban contemplándola a lo lejos, sin decir nada, pues con solo mirarla se intuía que era un ser extraño al mundo, huidizo y lleno de misterio.

La muchacha vivía sola, en una pequeña buhardilla de alquiler a la que había llegado unos meses antes. Desde su cuarto, que tenía una terraza orientada hacia el norte, se podía ver, en los días despejados, un cielo colmado de estrellas, y la luna, al fondo, como un gran planeta de hielo.

La piel de Ugiyaku era oscura y algunos suponían en ella un origen indio o árabe, aunque nadie conocía con certeza su lugar de procedencia. Tampoco se sabía que tuviera familiares en los alrededores. De cuando en cuando se le veía con algunos amigos, siempre de noche, y luego desaparecía durante semanas enteras, sin que nadie supiera nada de ella.

En cierta ocasión un hombre se enamoró irremediablemente de Ugiyaku. A pesar de que sentía en su presencia una gran turbación, algo irresistible le impulsaba hacia ella con la misma fuerza con la que se atraen entre si los planetas o con la que una violenta tempestad barre la tierra.

Cada vez que el muchacho la veía no pensaba en besarla ni en tomarla de forma brusca, sino en abrazar su cuerpo con fuerza y a la vez dulcemente, hasta sentir que ambos se fundían en uno solo. A menudo soñaba que dormía a su lado, y que se quedaba contemplando su cuerpo desnudo hasta el amanecer.

Después de mucho tiempo, ella consintió a los deseos del hombre. Solamente puso dos condiciones: nunca debería pegarla, ni siquiera con la mayor suavidad, y si dejaba de quererla se lo diría inmediatamente. El asintió sin dudarlo un instante, pensando que nada en el mundo le podía resultar más sencillo de cumplir.

En realidad, resultaba extraño que ambos hubiesen podido vivir tanto tiempo sin llegar a conocerse, o que ella no hubiese cedido antes a las pretensiones del muchacho, pues era evidente a los ojos de todos la gran necesidad que tenían el uno del otro. Sin él, Ugiyaku probablemente hubiese enfermado de tristeza, pues se le veía a menudo atormentada y ausente, o tal vez de frío, al que era extraordinariamente sensible. Él, un joven profesional de éxito, quizá se hubiera transformado con los años en un cretino con el corazón carcomido por el dinero. Ambos se debían la vida.

Ella empezó a trabajar a principios del verano, haciendo el turno de noche en una cafetería del Barrio. Al volver a casa, de madrugada, Ugiyaku le contaba riendo todo lo que le había sucedido durante la jornada. Después, le hacía repetir mil veces que la quería y se quedaba acurrucada a su lado, como un pequeño animal. A veces él se atemorizaba al notar la extrema frialdad de su cuerpo y la cubría con mantas.

Si un año antes le hubiesen preguntado cuáles eran sus principales objetivos en la vida, probablemente no hubiera sabido qué contestar. Quizás hubiese hablado de visitar muchos países, de poseer una casa grande o un coche rápido y lujoso, de acumular dinero o tener aventuras sexuales con mujeres. Ahora se daba cuenta de que lo único que le importaba en la vida era el amor. Conocía tanta gente con cuentas corrientes infladas de dinero, personas que vivían rodeadas de lujo y que, sin embargo, no tenían el más pequeño rastro de amor en sus vidas, que poder tomar en sus brazos a esa muchacha le parecía lo más importante de la existencia, y que todo lo demás no podía sino girar alrededor de ello.

Ella le contó algunas cosas sorprendentes. Le aseguró que no era de este mundo, que su raza provenía de la Luna. En otro tiempo, le dijo, hace muchísimos años, la Tierra no tenía una, sino cuatro lunas. Las tres restantes cayeron sobre nuestro planeta, casi a un mismo tiempo, provocando severos cataclismos, terribles cambios climáticos.

Las tres lunas estaban habitadas, pero en cada una de ellas vivía una especie distinta. Dos de ellas, los Kuna y los Napé, se extinguieron poco después del impacto, pues los escasos supervivientes de aquel choque brutal fueron incapaces de adaptarse a las condiciones del nuevo mundo. Entraba dentro de lo posible, sin embargo, que alguno de ellos hubiera logrado subsistir, y que aún existieran descendientes de esas civilizaciones remotas, mezclados entre los seres humanos, viviendo tal vez como vagabundos, ocultándose de todos, huyendo.

La única raza que, según se cree, consiguió mantenerse con vida fue el pueblo al que pertenecía Ugiyaku, al que sus propios miembros llamaban “Uwa”. Según le contó la muchacha, los integrantes de este clan lunar son en su inmensa mayoría mujeres que tienen la altura de un niño, pero una edad de muchos siglos, y solo pueden vivir y desarrollarse plenamente a la luz de la luna.

Le dijo también que en el mundo, según creía, únicamente quedaban nueve muchachas de su raza, descendientes de aquellas primeras mujeres Uwa. Ugiyaku, por desgracia, había perdido el contacto con sus compañeras, que se arropaban y se protegían mutuamente, lo que le hacía sentirse a menudo deprimida y triste, abandonada en un mundo extraño y hostil.

La piel de las mujeres Uwa era extremadamente fría, y su corazón estaba helado. Para mantenerse con vida necesitaban vivir en un ambiente caluroso y estable, con muy pocas variaciones de temperatura. Por esta razón la gran mayoría de sus ascendientes murieron, a consecuencia del frío, durante el primer invierno que pasaron en la Tierra. Las demás se trasladaron a las zonas más cálidas del planeta, y aún así, habían conseguido resguardar su vida con grandes dificultades, durante varias generaciones, protegiéndose de los cambios de tiempo imprevistos, pero sin lograr adaptarse por completo. Además, el sol también podía ser un terrible enemigo para ellas. Si se exponían directamente a sus rayos durante un tiempo prolongado, podían morir en pocas horas.

Una noche la muchacha no regresó a la hora de costumbre. Eran los últimos días del mes de septiembre, y como cada tarde de aquel verano, a pesar del calor, Ugiyaku había acudido a trabajar protegiendo su cuerpo menudo con abundante ropa. Pero de forma inesperada el tiempo cambió, bajando la temperatura hasta cerca de seis grados. Preocupado por su demora, el hombre salió a buscarla, pero un accidente de tráfico le hizo retrasarse unos minutos. La persiana de metal del café ya estaba cerrada, y Ugiyaku se había quedado acurrucada en un portal cercano. No había estado allí más de un cuarto de hora, pero tenía los brazos y las piernas paralizados por el frío. El muchacho no sabía qué hacer. La introdujo en el coche y encendió la calefacción a su máximo nivel, frotando su cuerpo vigorosamente. Ugiyaku pareció reanimarse y volvió a casa tosiendo. Días antes, ella le había contado que sus pulmones eran también diferentes, más pequeños y sensibles que los de él y el resto de los habitantes de su planeta.


Se quedó dormido a su lado, abrazándola. Cuando despertó se dio cuenta, con espanto, de que había muerto. Trató de calentar su cuerpo apresuradamente, y después la llevó, apretándola contra su pecho, a un hospital cercano. Todos los cuidados, sin embargo, resultaron inútiles. Los médicos estaban desconcertados ante un caso que les parecía fuera de lo común, distinto a todas las patologías descritas en sus libros, y se llamaban unos a otros para observar el pequeño cuerpo. Le dijeron que ya no había nada que hacer e insistieron en que dejara allí su cadáver para que pudieran hacerle una autopsia, pero él se negó rotundamente a firmar los papeles que le presentaron y llevó el cuerpo en brazos hasta su coche, mientras las lágrimas corrían por su cara.

No quiso enterrarla en ningún cementerio. La llevó lo más cerca posible de la luna, a una discreta elevación alejada de todo rastro humano y prendió fuego a su cuerpo, dejando que ardiera hasta consumirse.

Nadie le ha vuelto a ver desde entonces. Hay quien dice que se arrojó al mismo fuego, que se recortaba alto y majestuoso sobre la luna llena. Otros aseguran que aún vive, sin trabajar, que odia el sol y que no sale sino de noche, a escondidas de todos. Yo, que fui uno de sus amigos, creo que está muerto, aunque no puedo dar ninguna prueba de ello. Vivo solo, entregado a mi trabajo, añorando un amor perfecto, como el de Ugiyaku, y pienso que quien lo ha conocido no puede sobrevivir sin él un solo instante".



martes, 9 de febrero de 2010

EUGEN



Un día, mientras se desvestía en el vestuario del gimnasio, Eugen Rorschach tuvo una profunda experiencia, cercana a lo filosófico o a lo trascendental. Comprendió de repente, mientras se ataba las zapatillas, poco antes de ponerse a correr, que la vida no es más que una sucesión de millones de instantes, y que ninguno era más importante que los otros. Lo único que había que hacer era entregarse de lleno a cada momento. Era lo mismo correr sobre una cinta móvil o levantar pesas, escribir un informe o comer, hablar en un bar con los amigos, hacer el amor, caminar por la montaña, llamar por teléfono o ver la televisión. Solo se trataba de estar presente en cada uno de esas situaciones, ser como un animal, sin pensamientos ni recuerdos, sin esperanzas puestas en el tiempo futuro.

Unos momentos eran objetivamente agradables, buenos y alegres. Otros, por el contrario, Eugen los sentía como tristes e incluso dolorosos. La gran mayoría, sin embargo, le parecían intrascendentes, sin ninguna importancia, pero también había que prestarles toda la atención, como si fueran pequeñas joyas de un valor incalculable, el regalo de un dios misterioso que se escondiese al acecho, observándolo todo.

El instante más valioso de su vida, sin embargo, uno entre un millón, o quizás uno solo entre mil millones, ocurrió el día en que Rorschach conoció a Sara. Quedó prendado de ella desde el primer momento y no pudo evitar que su recuerdo compartiera la mayoría de los preciosos momentos que lo iban a acompañar hasta el final de su vida.

Sin embargo, ella nunca supo nada sobre los cataclismos que había provocado en Eugen, entonces un muchacho. Jamás llegaron a hablar. Se casó con otro, tuvo hijos y vivió una vida a veces interesante, otras aburrida y vulgar, sin reparar en él, sin tener siquiera conciencia de haberlo conocido.

Con el paso de los años, la imagen de la mujer fue difuminándose en la mente de Eugen Rorschach. Sin embargo, en el momento preciso de su muerte, ya anciano, la volvió a ver tal y cómo era con total claridad, y sintió que en aquel instante la tenía a su lado, como si fueran dos amantes que caminasen, cogidos de la mano, hacia un umbral desconocido.


martes, 2 de febrero de 2010

LA CENA DE LOS GALÁPAGOS

TAMARA DE LEMPICKA


Cada viernes por la noche, Los Galápagos se reúnen para cenar. No se ven ni se llaman jamás entre semana. Tampoco necesitan concertar una cita, pues saben que ese día todos se encontrarán a la hora habitual, en el mismo lugar.

Llegan al restaurante uno por uno, con sus camisas recién planchadas, perfumados y alegres. Sin embargo, no siempre son los mismos los que acuden. Unos van y otros vienen, como los trenes o las aves migratorias.

Hablan de economía y negocios, de mujeres, de fútbol y política, de trajes y automóviles. Cuando, por un descuido, la conversación deriva hacia asuntos personales, se callan rápidamente, como si temieran que por ese resquicio pudiera escaparse el alma.

Los Galápagos tienen dinero y son dueños de negocios. Juegan en bolsa y viven en casas distinguidas. Sin embargo, no poseerán nada de ello en unos años. Solo tienen derecho, como todos, a un alquiler pasajero, a un breve usufructo, hasta que el dios del Averno llegue en su busca.

Los Galápagos no son amigos entre sí, sino simples conocidos, competidores encubiertos, cómplices. Si alguno de ellos necesitara la ayuda del grupo, los demás lo mirarían a distancia, indiferentes y astutos, esperando que las oscuras leyes que rigen el mundo, como señores inclementes, ejecuten su sentencia inevitable.

Algunas mujeres los halagan y corren tras ellos, pero Los Galápagos desconfían de sus intenciones. Entre tanto, se embelesan mirando a hermosas jóvenes despreocupadas, que pasan del brazo de dulces muchachos sin rumbo, de obreros felices.




lunes, 1 de febrero de 2010

LA LUZ SECRETA

RYAN McGINNESS (No Sin, no Future)


Toda oscuridad guarda una luz oculta. El amor esconde odios intensos, la firmeza encubre una gran fragilidad, el dolor cobija el placer por venir, que a su vez encierra un nuevo dolor.

Somos una fracción del espacio sin límites, un magma que no se destruye. Cedemos el paso a nuevas vidas, mientras nuestro espíritu viaja a lejanos soles ignotos. De allí tal vez regresemos un día cubiertos de secreciones, llorando por haber abandonado el mundo feliz de los muertos.

Dormimos aislados cada noche, en habitaciones separadas, anhelando cobijarnos con flores y raíces, cubrirnos de tierra y musgo, notar los ciempiés que recorren nuestros brazos, percibir el calor de otros seres vivos, como si todos fuéramos una parte pequeñísima de un cuerpo infinito, o como si solo el aire nos separara.



lunes, 25 de enero de 2010

EL DESEO DE VER



El deseo de no ver enferma los ojos. El deseo de inmovilidad paraliza los músculos. El deseo de no ser amado engendra un odio feroz a sí mismo, cría diminutos insectos que devoran el tiempo que está por venir.

El deseo de ver agudiza la vista. El deseo de saltar, de subir volando hace que nos crezcan pequeñas alas, bombea con fuerza la sangre del corazón, multiplica las células rápidas de los músculos, desarrolla nuestra capacidad de flotar, de entender el lenguaje de las águilas.

El deseo moviliza la naturaleza. Nuestras órdenes se convierten en ondas sutiles que surgen de los espacios oscuros de nuestra mente y atraviesan el Universo, brillantes como rayos de luz, resplandecientes como colas de cometa.



miércoles, 20 de enero de 2010

LOS SERES DOBLES

GEORG BASELITZ (Great Friends)


Podemos demostrar, sin género de duda, la existencia de seres o personajes dobles. Hemos estudiado algunos casos en profundidad y nos han llegado noticias de otros muchos más.

Los Seres Dobles viven de ordinario a muchos kilómetros de distancia, por lo general en continentes distintos. Es bastante habitual que uno de ellos habite en las antípodas del otro. Nunca llegan a conocerse, pues cuando uno está dormido el otro se mantiene en estado de vigilia. Esta puede ser la razón por la cual ha sido un enigma su existencia hasta el día de hoy, en que se han popularizado los viajes de larga distancia y las aventuras por tierras remotas.

A menudo se confunde a los Seres Dobles con los Seres Complementarios o los Seres Idénticos o se los considera distintas ramas de una misma familia. Es posible que todos tengamos un solo ser que nos complete, al igual que es muy posible que tengamos un doble, idéntico a nosotros, que constituye nuestra mitad indivisible. Sin embargo, a pesar de que muy pocas veces una persona llega a encontrar a su complemento humano, a la luz de nuestras investigaciones, entendemos que la vieja idea del amor perfecto, de que solo existe un ser que nos complementa en todo el planeta, se puede contemplar como una hipótesis cierta.

Una larga enfermedad de un Doble provoca un deficiente estado de salud, prácticamente simétrico, en el ser que lo completa. Por otra parte, la muerte de los Seres Dobles sucede a la vez, ni un minuto antes ni uno después. Esto permite comprender muchas defunciones sorprendentes, sucedidas durante la vigilia, sin ninguna causa que las explique, o durante las horas de sueño. Así, si nuestro doble sufre un accidente moriremos junto a él, sin que nadie sea capaz de aclarar las causas. En estos casos, la parada cardiaca como explicación del deceso inesperado es un recurso muy socorrido por los médicos, incapaces de encontrar una razón científica.

Los Seres Dobles se reencuentran más allá de la muerte. Son un solo espíritu de la naturaleza, indivisible, aunque el destino los coloque en cuerpos separados por miles de kilómetros. Una vez juntos, en la Tierra Sin Mal, no recuerdan jamás su vida distanciada ni pueden imaginar un instante más feliz, una unión más perfecta.



miércoles, 6 de enero de 2010

LA LIBERACIÓN

VÍCTOR BRAUNER (Jacqueline au Grand Voyage)


Una triste tarde de invierno, mientras la nieve caía mansamente sobre su ciudad, Janus, deprimido y gris como el día, se dedicó a revisar sus extractos bancarios. Tenía un total de 182.313 euros entre varias cuentas, pertenecientes a tres entidades distintas.

Apuntó el dato cuidadosamente en un papel e hizo un repaso del resto de sus posesiones: dos pisos, uno en la ciudad y otro en la costa, ambos ya pagados y un coche sueco de gran cilindrada que sus vecinos miraban con envidia.

Su vida social, sin embargo, no era nada destacable. Estaba separado y hacía mucho tiempo que no había quedado con una mujer. Apenas veía a su único hijo, de quince años, que vivía con la que había sido su esposa a más de cien kilómetros de distancia. El muchacho ya no le llamaba con la ansiedad de otro tiempo, y por lo que sabía, había dejado los estudios y tenía una relación complicada con su madre.

Janus tenía un grupo de amigos, todos ellos bien situados socialmente aunque demasiado convencionales para su gusto. Hablar solamente de fútbol, objetos de marca, mujeres o política se le hacía a veces tedioso. A menudo pensaba que, a pesar de su dinero, todos ellos, al igual que él, llevaban una vida vacía que, al menos en su caso, no satisfacía sus deseos.

Volvió a repasar sus cuentas corrientes. Tenía más dinero del que había imaginado. Pensó que, sin embargo, la verdadera fortuna tal vez no consistiera en poseer varias casas o grandes sumas en el banco, sino en acumular experiencias, viajes, amantes, abrazos, momentos de éxtasis o incluso desengaños, dolores o tristezas pasajeras, atravesar la vida como un cometa en llamas, hasta el instante final. ¿Eran más afortunados él o sus amigos que alguien que se dedicase a viajar sin dinero a lo largo del mundo o que durmiera cada noche en los suburbios con la mujer que amaba?. Tenía la sensación de que no era así y de que la vida se le escapaba entre los dedos dedicado a cosas insignificantes.“La muerte está siempre a la vuelta de la esquina. Nada de lo que poseo me acompañará en ese viaje”, pensó abatido.

Afuera seguía nevando. Janus buscó tres monedas idénticas y sacó su ejemplar del Libro de las Mutaciones, el I Ching, que había robado de joven, cuando era un estudiante sin recursos, en unos grandes almacenes. Tras arrojar seis veces las monedas obtuvo un doble trigrama, que después consultó en el libro. Era el número 40, denominado Hsieh, la Liberación. Leyó su dictamen:


La Liberación. Es propicio el Sudoeste.
Si ya no queda nada a donde uno debiera ir,
Es venturoso el regreso.
Si todavía hay algo a donde uno debiera ir,
Entonces es venturosa la prontitud



Tenía ante sí una semana de vacaciones. Precisamente había pensado en irse unos días, solo, a Lisboa, en un viaje organizado, mezclarse con la gente y dejar que pasasen cosas, que la vida fuera encajando sus piezas.

Entró en la página web de una agencia de viajes y miró salidas a Lisboa. Había una oferta para dos días después, con plazas libres, pero el precio le hizo retraerse. “Por eso tengo tanto dinero en el banco”, pensó para sí, “no hago otra cosa más que ahorrar, acumular más y más dinero”. Ahuyentó sus pensamientos ruines y, sin pensar, anotó en el formulario electrónico de la agencia su número de tarjeta. Después, pulsó el botón para enviar los datos e imprimió el resguardo. Sin querer pensar, comenzó, animado, a hacer su maleta, como un viajero que parte en busca de sí mismo.



viernes, 1 de enero de 2010

EL BARRIO DE LA PAGODA BLANCA

SACHIN MANAWARIA (Pagoda)


Un solo día después de haber nacido en la maternidad del hospital, Hong llegó, en su canastilla de mimbre, al Barrio de la Pagoda Blanca, donde transcurriría toda su vida. Los vecinos acudieron a recibir a la recién nacida y le hicieron pequeñas ofrendas: ropas de bebé, juguetes de vivos colores y misteriosos objetos mágicos que atraían la suerte.

La suerte, sin embargo, llegaba y se iba con demasiada rapidez. La niña pasó, junto a sus padres y hermanos, tiempos de escasez junto a otros de relativa abundancia. Tuvo pequeños accidentes y días felices que apenas recordaría después. Hong era muy inquieta. Conocía todos los rincones del Barrio, que desembocaban inevitablemente en su brillante pagoda, el centro de referencia de las miradas extraviadas.

En el Barrio bullía una vida impetuosa. Niños, adolescentes, hombres y mujeres adultos o ancianos convivían, aportando su mundo diminuto, que sin embargo era trascendental para cada uno de ellos. Policías, tenderos, conductores, agricultores, albañiles, amas de casa se entrecruzaban formando pequeñas uniones inestables que duraban solo segundos. Los soldados y los espías lo observaban todo, como si temieran una revuelta.

Hong no era guapa ni fea. Tuvo algunos pretendientes y entre ellos eligió al único que la hacía reír y le besaba con pasión en el envés de los brazos y en la nuca. Dormía acurrucada junto a él, enroscada como una serpiente, y de esa unión infinita nacieron cuatro niños que fueron descubriendo el mundo sin que éste, sin embargo, les prestara demasiada atención.

Cuando su hombre enfermó gravemente, Hong, educada en la falta de creencias, empezó a acudir cada día a la Pagoda Blanca. Solo recordaba a medias una letanía que había oído musitar a sus abuelos, casi en secreto. Extrañados por verla allí, los viejos dioses de su pueblo, a veces crueles y otras más proclives a la generosidad, la miraban desde su lugar en los altos pedestales, o tal vez desde su lejano hogar en el firmamento.

De tanto escucharla, al final se apiadaron de ella y consintieron en que el hombre saliera con vida y pudiera regresar al trabajo de la colectividad. El precio que exigieron, sin embargo, fue atroz. Una tarde, en la pagoda blanca, reclamaron a Hong su deuda. La mujer apareció tendida sobre el suelo, exánime, ahogada por una repentina hemorragia. Se la llevaron apresuradamente al hospital y fue allí donde abandonó este mundo, en el mismo lugar donde había llegado a él, para ocupar un lugar en las nubes.