miércoles, 10 de julio de 2013

CARASUCIA



LUCIEN FREUD (Evacuee boy)


Cuando la noche se cierra sobre la Ciudad de las Libélulas, pequeños puntos fosforescentes recorren sus calles a la altura de los ojos de los transeúntes.

Carasucia vive en una casa muy vieja. Es un niño sigiloso que lleva los bolsillos llenos de objetos: monedas, caramelos, hojas aplastadas de roble, diminutas conchas marinas. Guarda también una pequeña foca de plástico que se extravió de un viejo juego de animales. A veces la saca para mirarla y le habla, pues su madre le dijo que en ella vivía un espíritu misterioso llegado desde un lejano país de hielo.

Al anochecer vuelve a casa rodeado de una nube de insectos luminosos. A veces juega con ellos como si fueran niños vagabundos que estuvieran perdidos y les deja que se posen en sus manos.

Después de cenar, Carasucia, con la luz apagada, cuenta a su pequeño amigo todo lo que le ha pasado durante el día. Entonces, de repente, sin que acabe la conversación, un rayo helado, una caricia de nieve, un turbio fulgor que surge de la materia inerte lo conduce a toda velocidad por los caminos quebrados del sueño.


miércoles, 3 de julio de 2013

SENSUALIDAD



Hay partes del cuerpo que se encuentran injustamente olvidadas desde el punto de vista, casi siempre personal, de la sensualidad. Para mí esas partes, en el cuerpo de una mujer, son las clavículas, la nuca, la parte superior de la espalda, los hombros, las muñecas, la zona interior de los brazos o los pequeños huecos que se forman a ambos lados de la cadera. No, no me olvido del pecho, el cuello o la boca y de otras partes aún más evidentes, pero esas nos persiguen a todas horas desde la televisión, las revistas o los periódicos y no están, de ningún modo, olvidadas por nadie.

Desconozco cuáles son las zonas del cuerpo masculino que atraen con más fuerza a las mujeres, dejando de lado el poder subyugante de las áreas puramente sexuales. Imagino que estas regiones olvidadas pueden ser el pecho, los brazos, la forma del rostro, el abdomen, tal vez el cuello, pero posiblemente, como hombre que soy, me sorprendería al conocer la realidad.

Creo que muchas de nuestras creencias sobre sexo son meras falsificaciones, estereotipos vacíos. Al fin y al cabo, en este mundo casi todo lo es, la felicidad, el amor, la amistad, las vacaciones, el consumo, la juventud o la madurez, incluso la democracia o la libertad de expresión. Todos estos términos y muchos más están sometidos al prelavado y el centrifugado de lo bien visto, de lo que debe ser o lo que da dinero.

Puede que lo que creemos saber de nosotros mismos no sea más que una idea superficial, extraña a nosotros, que se nos ha ido pegando como una piel transparente desde la infancia. Tal vez lo que sabemos de sexo, de un modo similar, no sea más que un aburrido akelarre, una reunión de fantasmas.


domingo, 23 de junio de 2013

ABRAZAR A UN ESPÍRITU


GUSTAV KLIMT (El abrazo)


Hace poco leí un libro extraño. Lo encontré por azar, una tarde de frío y lluvia. No era, como podría pensarse, una novela sobre sucesos paranormales, sino un folleto de filosofía oriental al que llegué, tal vez, buscando alguna frase que iluminara el camino de mi vida.

El autor no tenía un nombre hindú o japonés, sino vasco. Solo recuerdo su apellido, Jauregizar, es decir, palacio viejo en euskera. No se si habría pasado una corta temporada en Goa, en Kathmandu o en algún otro lugar remoto de Asia o si, por el contrario, se dedicaba a filosofar en un cuarto diminuto de Bilbao, Vitoria o Donostia, en tardes como aquella, de frío y de lluvia.

Jauregizar hablaba de que estamos rodeados de espíritus vegetales, minerales, animales o humanos y que nosotros no somos sino unos más entre ellos. Recomendaba una práctica curiosa, abrazar a otro espíritu como un camino de perfeccionamiento y fusión con el universo. No se refería a utilizar sesiones de ocultismo para hacerles venir desde el más allá y unirse imaginariamente con sus cuerpos sutiles, traslúcidos como el aire, sino a abrazar a los espíritus que dan la vida a los seres que nos rodean.

Aunque aparentemente el texto no tenía ninguna implicación sexual al leerlo sentí una extraña pulsión erótica. Esa noche me costó dormirme. De madrugada me desperté varias veces. imaginándome abrazado al espíritu que animaba el hermoso cuerpo de Susana, una compañera de trabajo.

Al día siguiente, sábado, fui solo a la montaña. Cuando subía recordé de repente lo que había leído el día anterior y me acerqué hasta un viejo castaño. Me abracé a él durante unos segundos, con gran temor a ser visto y ser considerado un lunático. Por extraño que parezca, justo antes de deshacer nuestro abrazo sentí el extraño latido de su savia que me rozaba como un latigazo de luz cósmica.

El resto de seres vivos de aquel entorno, lagartos, mariposas, erizos, espinos o escaramujos no resultaban apropiados para ser abrazados y dejé escapar sus espíritus misteriosos sin acercarme a ellos con nada más que una mirada amistosa.

El lunes, de vuelta al trabajo, no me atreví a mirar a Susana, avergonzado sin ningún motivo. Sin embargo, a media mañana ella misma nos comunicó que había aprobado un difícil examen de francés y que había traído una caja de bombones para celebrarlo. Uno por uno todos los compañeros la felicitamos con un beso en la mejilla y un tímido abrazo. Cuando llegó mi turno, al rozar su cara percibí que durante una fracción de segundo, por un efecto maravilloso, profundo y sutil como un invisible aleteo, nuestros espíritus se encontraban en el mismo centro del universo.


lunes, 3 de junio de 2013

EL ANCIANO PADRE SHI

ZHANG XIAOGANG


El anciano padre Shi dejó de hablar durante varias horas y su mitad izquierda se paralizó. Después de una intervención quirúrgica de madrugada y de varias semanas de reposo, consiguió recuperarse casi por completo, aunque en su cerebro aún permanecían, agazapados, pequeños acúmulos de sangre y diminutas zonas infartadas.

Shi era vendedor de juguetes. A consecuencia de su reciente enfermedad y del auge de los modernos artilugios electrónicos, que hacían casi inexistentes sus ganancias, decidió jubilarse y cerrar su negocio. Vendió en un mercadillo el resto de la mercancía, ya pasada de moda y se fue a vivir con su hija a una nueva construcción que se adentraba en el cielo de la ciudad de Tianjin.

Sin embargo, a pesar de que las secuelas eran casi imperceptibles, la enfermedad había realizado profundos cambios en su interior. Mientras su hija acudía al trabajo como auxiliar de dentista él pasaba las horas a solas, mirando al horizonte de la ciudad desde la ventana, como un monje taoísta o como un lama abstraído en sus propios universos. Otras veces se sentaba en un banco de alguna de las grandes avenidas y observaba a los jóvenes y los adultos que pasaban apresurados, andando, en coches o en bicicletas. Distinguía en ellos manchas de colores brillantes, fogonazos del pasado y del futuro, pensamientos ocultos, nubes de amor y de odio, líneas de polvo estelar que los atravesaban como invisibles colas de cometa.

Un día Shi, sentado sobre la hierba, frente al río Haihe, observó su propio destino. A cámara rápida vislumbró que su mente y su cuerpo lastimados se iban apagando como un rayo de luz y que tras su muerte viajaba a un paraje muy extraño. Allí se sintió feliz, como si su dios oculto, el espíritu que se movía con dificultad por su cuerpo, ya conociera aquel lugar.

Esa misma noche, la policía, alertada por su hija, lo encontró al borde del río, tendido sobre una estera de esparto, sin vida, como si fuera una marioneta sin hilos o un muñeco de madera que deseara que lo acunase en sus brazos una niña de los barrios pobres. 




jueves, 16 de mayo de 2013

LOS DIOSES DEL FUTURO


VICTOR BRAUNER (Hommage à Marcel Duchamp)



Los seres humanos necesitan nuevos dioses para el futuro, lejos de Shangó, de Odin, de Zoroastro, de San Francisco de Asís, hijos bastardos de Lao Tsé o de Omar Khayyam, divinidades de la isla de Pascua, de los antiguos vascos, de los inuit y los zuni de Nuevo México, de pueblos de las llanuras de Siberia y de Melanesia, de las montañas mágicas de Myanmar.

Nosotros, hombres del futuro ya viejo, necesitamos adoradores del sol y las tinieblas, del ateísmo y la incredulidad. Dioses que se miren al espejo y se descubran árboles, tótems o animales mágicos. Criaturas misteriosas llegadas del lugar olvidado de donde un día partimos y a donde regresaremos sin alma y sin recuerdos.


miércoles, 10 de abril de 2013

BOSQUES DE ALGAS



GUSTAV KLIMT (Serpientes acuáticas)


Una de las ilusiones de mi vida ha sido tener una casa en la costa. No en un lugar de veraneantes, sino de pescadores, donde aún queden al menos unas cuantas chalupas y vaguen de madrugada los espíritus de los antiguos arrantzales y los aventureros de alta mar.

Hace un año cumplí ese sueño. Compré una casa junto al mar y me fui a vivir allí con mi última pareja. Desde que empezó la convivencia nuestra pasión se fue apagando poco a poco. Durante el invierno, cuando apenas se veían algunas luces aisladas en las casas y en al garaje solo había uno o dos coches, ella decidió abandonarme y volver a la ciudad. Echaba de menos el cine, los gimnasios, las tiendas, los supermercados, tropezarse en las calles con la gente. Echaba en falta también, imagino, la pasión, el romanticismo, las nuevas ilusiones. Durante la crisis de desamor, curiosamente, decidí abandonar mi trabajo. Me quedé en paro, ya que solo quería seguir allí, junto al mar y descubrir mis sueños.

Cuando llegó la primavera estrené mi primer traje de neopreno. Tenía ya más de 40 años. Escribía y me bañaba. Sabía que a fin de mes tenía el cobro seguro de los 900 euros de mi subsidio. No necesitaba más, fruta, verdura, algunos dulces, pan, lácteos y mar. Mi único contacto social era con otros submarinistas y grupos de surfers llegados de países remotos, con los que alguna vez tomaba una cerveza o una botella de agua mineral.

Una tarde en que, como cada día, me sumergí en el mar, hice un descubrimiento inesperado en un extenso bosque de algas. Encontré los restos dispersos de un viejo barco, no muy grande, entre los que aún se distinguía, rodeado por bancos de peces y cubierto por plantas marinas, un trozo de madera con una palabra pintada, Zizari, seguramente el nombre del barco, que llamó mi atención.

La rescaté del fondo del mar, tal vez su verdadero lugar. Al llegar a casa miré en Internet, pero apenas encontré nada que pudiera ser de interés.

Una tarde, mientras charlaba animadamente con un grupo de gente de varias nacionalidades, entró en el bar una chica a la que no conocía. Me dijeron que era del pueblo pero que trabajaba en la ciudad y que venía solo algunos fines de semana. Tenía un cuerpo fibroso y atlético. Según me comentaron, practicaba triatlón y otros deportes de alta exigencia. Mi respiración se interrumpió de repente cuando se acercó a saludar a una persona del grupo y este le llamó por su nombre, Zizari.

Le hablé del barco naufragado. Me dijo que una de sus bisabuelas se llamaba así y que su marido, según le habían contado, murió ahogado durante una terrible galerna, justo en la entrada del puerto.

Al día siguiente la chica pasó por mi casa y le enseñé la vieja madera que había rescatado del mar. Inesperadamente, pues era una mujer resuelta y de carácter templado, se echó a llorar. En ese momento, sentí un fuerte deseo de abrazarla pero no me atreví a hacerlo, por timidez y por temor a su reacción. Le dije que se podía llevar el objeto, ya que de algún modo le pertenecía.

Estuvimos charlando un buen rato y después, mientras caía la noche, la vi irse caminando con paso firme, como si llevara entre sus manos un tesoro rescatado del pasado o una joya regalada por un viejo pirata.