martes, 28 de abril de 2009

LA DUELISTA

SATURNO BUTTÒ

La Duelista se bate en duelo continuamente. Busca la confrontación con cualquiera que se cruce con ella. Critica, zahiere y vilipendia como si buscase ser zaherida y vilipendiada a su vez. No obstante, puede ser que cada ofensa, cada insulto, sea una caricia buscada al envés, lluvia que cae sobre la tierra seca. Cada vez que se pelea recibe, según esto, un abrazo emponzoñado, una muestra de amor.

Todos la temen y la excluyen de sus círculos. Ella se queja ásperamente de acoso por omisión y choca sus espadas a primera sangre con quienes la atacan con su indiferencia. La Duelista no soporta el vacío, los saludos ausentes, la calma, el silencio de una vida esterilizada, sin pasiones ni disputas.

Vive sola, pues todos rehuyen su compañía. Nunca viaja acompañada porque encuentra a los demás fastidiosos, intolerantes y pendencieros. Come a solas en aburridos restaurantes, observando a los demás comensales con mirada retadora, buscando una afrenta para iniciar el combate.

La Duelista sueña con un hombre a su altura, con un compañero perfecto. Si ese hombre existiera no debería conquistarla con poemas románticos o ramos de rosas. Los insultos, las reyertas o las humillaciones son su lenguaje de amor. Tendría que escucharla interminablemente y soportar sus arranques de cólera, sin decir nada, sin perder el control, sin sonreír ni enojarse. Tal vez, tras varias semanas de atención y escucha constante, la Duelista pueda respirar al fin, aliviada y abrace a su compañero con un ardor irresistible, con un inmenso amor.


lunes, 27 de abril de 2009

EL ENEMIGO INTERIOR

JOAN MIRÓ (El somriure de les ales flamejants)

Nasim era el mayor enemigo de sí mismo. Se lanzaba a cada instante dardos envenenados, se clavaba dagas hirientes, luchaba contra su propia existencia, como si un dios perverso hubiera dado vida en su cuerpo a un alma que lo aborreciera.

El muchacho residía en un barrio pobre de las afueras. No trabajaba, no estudiaba, no hacía nada que fuera de provecho para su propia existencia. Ante cada nuevo reto, ante las nuevas oportunidades que la vida le presentaba, como pequeños regalos inesperados, el enemigo interior le susurraba al oído su inevitable fracaso, la imposibilidad de conseguir ninguno de sus deseos. Nasim, atemorizado, convencido del desastre, naufragaba a cada intento.

Sin embargo, una mujer joven de los suburbios se enamoró de él y viéndolo infeliz, deseó en secreto su bien, antes que el suyo propio. Nasim no tenía dinero ni propiedades y era tan agraciado como la figura de un lienzo abstracto. Cuando estaban juntos, ante su constante fustigación y sus dudas, la muchacha le susurraba en el oído contrario donde murmuraban sus demonios: “Cada momento es una oportunidad. No importan los errores pasados, las equivocaciones ni los pasos en falso. No importa el ridículo”.

Un nuevo aliento fue creciendo en el cerebro de Nasim, un alma distinta que recordaba a aquel que fue de niño, cuando vivía en una antigua ciudad árabe. Se levantaba muy pronto cada mañana y miraba al firmamento, sintiéndose un pedazo infinitesimal en aquella inmensidad, pero también una parte de ella. Se ponía la mano en el pecho y notaba que en su interior bullía la cola de un cometa. Miraba a los tejados que se extendían ante sí por kilómetros y veía un mundo por descubrir, una aventura apasionante. La muchacha que lo amaba, desnuda ante él, le besaba los hombros y le decía en voz baja “Sal, Nasim. Recorre la ciudad y deja que fluya en ti. Busca los momentos mágicos, lo maravilloso y lo profundo que esconde cada día”.

La magia de su vida culminó el día en que la mujer que salvó su vida dio a luz a una hija. Sus demonios y sus ángeles se alegraron a la vez, y celebraron una fiesta conjunta, una bacanal de risa que resonó por todos los suburbios del mundo.


sábado, 25 de abril de 2009

JUAN MARSÉ



No he leído nunca a Juan Marsé. Tengo la sensación de que debe ser un buen escritor y un buen tipo, llano y sincero, aunque no creo que me interesen demasiado sus historias, sin duda atractivas y bien escritas, pues pienso que sus preocupaciones, el franquismo y la postguerra, entre otras, no son las mías, aunque esto posiblemente no sea más que un prejuicio, como tantas veces sucede.

Por otra parte, tengo la impresión de que es un escritor cercano al Partido Socialista y de que esa es una de las razones por las que se le ha dado el Premio Cervantes. Los partidos políticos en el poder, ya sean conservadores o progresistas, nacionalistas periféricos o españolistas tenaces, tienen la costumbre de apoyar a sus propios intelectuales, escritores, pintores, escultores o cineastas o de fabricarlos para sus propios fines. Hasta ese punto la política penetra en todas las facetas de nuestra vida, incluso en las que deberían estar más alejadas de ella. Aunque esto puede no ser más que otro estereotipo.

Al verlo en la entrega de premios me dio la sensación de que Marsé, encantado con su galardón, era sin embargo un animal domesticado, un jilguero veterano que se mueve lentamente dentro de una jaula dorada. Tal vez fuera un radical peligroso durante el franquismo, pero hoy, desde mi punto de vista tal vez desenfocado, no es más que un débil cachorro de tigre amansado para aquellos que le otorgan un premio políticamente correcto.

Eché en falta en la ceremonia cualquier pequeña rebeldía, no llevar chaqué, vestir vaqueros, llevar el pelo un poco largo o alborotado, un color disonante, una pequeña protesta aunque fuera solo estética, o tal vez un discurso valiente y no una serie de frases hechas supuestamente incisivas pero perfectamente digeribles por las personalidades presentes, el rey Juan Carlos, Rodríguez Zapatero, Esperanza Aguirre, y un interminable etcétera de personajes de primera fila con sueldos exorbitantes y variados grados de responsabilidad en las miserias de España y del mundo. Esto es lo mínimo que algunos esperamos de un escritor, de un artista, ser la conciencia de los que a diario se olvidan de que la tienen, desvelar sus contradicciones, mostrar a quienes representan y fabrican cada día un mundo injusto una realidad diferente del revuelo de los trajes de noche, los hoteles de cinco estrellas, las recepciones y las cenas de lujo.


jueves, 23 de abril de 2009

LOS NUEVOS DIOSES

DIEGO RIVERA (América prehispánica)


Cuando los españoles, vascos, catalanes, andaluces, extremeños o portugueses llegaron por primera vez a América, vivían en el continente cerca de cien millones de indígenas, chichimecas, otomís, toltecas, olmecas, zapotecas, mixtecas, huaxtecas, arapahoes, guaraníes, maipurúes, patagones, inuits, jíbaros, guaycurúes, charrúas, yaquis, chavines, chimúes y muchos más.

En los años siguientes la población europea en el nuevo continente se incrementó rápidamente, mientras sus primitivos habitantes sufrían una catástrofe demográfica sin precedentes. Las causas de este colapso, además de las enfermedades infecciosas portadas por los conquistadores, para las cuales la población indígena no poseía defensas, fueron la brutalidad de la conquista y las condiciones de explotación extrema de que fueron objeto por parte de los colonizadores, las hambrunas, la separación de las familias, los sistemas de trabajo y la migración forzada, la esclavitud, los tributos exorbitantes y la devastación ecológica. También jugó un papel importante la desgana vital, es decir, la decepción psicológica y la desesperanza causada por el derrumbamiento del mundo indígena.

En los primeros 130 años después de la llegada de Colón la población india de América se redujo en un 95 %. Solo en México se calcula que en 30 años murieron 15 millones de indígenas. El genocidio fue especialmente importante en América del Norte, donde fueron asesinados 20 millones de nativos, exterminio que tal vez continúa hasta el día de hoy.

Para reemplazar como trabajadores a la gran cantidad de indios muertos durante la conquista los europeos capturaron alrededor de 60 millones de africanos al sur del desierto del Sahara, de los cuales unos 12 millones llegaron vivos a América donde fueron reducidos a la esclavitud.

La mayoría de los nativos fueron ejecutados en nombre del Dios de los cielos. La conquista y colonización de América fue una cruzada de evangelización, pero el principal objetivo fue otro muy distinto, la extracción de metales. Hoy, que muy pocos creen en aquellos dioses, las masacres de civiles indefensos, cuyo fin es la obtención de petróleo barato, de diamantes o minerales estratégicos utilizados en los modernos productos de consumo de masas, se realizan en nombre de los nuevos dioses, la democracia, el progreso y el libre comercio.


miércoles, 22 de abril de 2009

SAMIRA

CLAUDIO BRAVO (Chilaba verde y azul)

No casarse fue el gran error de su vida. Su familia había convenido la boda con los padres de una muchacha de catorce años llamada Samira. Sin embargo, Said, el futuro esposo, rechazó el acuerdo. En aquel tiempo solo pensaba en divertirse y en abandonar Marruecos, su país, para irse a estudiar a una universidad extranjera y conocer un poco del inmenso mundo. Hijo de un rico comerciante de Essaouira, vestía como un estudiante europeo y veía a Samira, que siempre bajaba la vista en su presencia, avergonzada, como una niña sin ningún interés.

Con diecinueve años Said partió desde el aeropuerto de Marrakesh con destino a París. Solo volvía por unos pocos días, durante las vacaciones y ni siquiera se acordaba de la muchacha. Cuando, años después, regresó con el título de ingeniero, pasó unos meses sin nada que hacer, ayudando a su padre en los negocios, juntándose con sus amigos, saliendo a correr por la playa y conduciendo su nuevo todo-terreno, regalo de fin de carrera, por los caminos cercanos.

Sin embargo, cuando un día se encontró frente a frente con Samira el corazón le dio un vuelco. Sabía que se había casado con uno de sus primos y que tenía un niño pequeño, pero al verla se sintió como un boxeador noqueado. Desde entonces la volvió a encontrar con cierta frecuencia en las fiestas familiares. Cuando estaba a su lado, Said sentía una tristeza tan profunda que solo deseaba desaparecer sin decir nada y quedarse en un rincón, mirando al suelo.

Por fin, tras unos meses desorientado y triste, Said aceptó una oferta de trabajo en los Estados Unidos. No obstante, cada verano regresaba a Essaouira. En las celebraciones la muchacha le saludaba cortésmente y se reunía con el resto de las mujeres de la familia, mientras los hombres hablaban o tomaban café o té.

Said se casó en los Estados Unidos, aunque fue infiel a su mujer muchas veces. En cambio, en su pensamiento, jamás traicionó a Samira, la niña que pudo ser su esposa, la mujer que vivía en todos sus sueños.


martes, 21 de abril de 2009

LA ZONA DE SOMBRA

FRANTISEK KUPKA (The Book Lover)

Desde que era un muchacho, Omar pasaba la mayor parte del tiempo en la zona de sombra. Apenas salía de ella, del círculo cerrado de sus pensamientos. Iba de compras, saludaba a sus amigos, hablaba por teléfono, visitaba a su madre, veía la televisión, acudía a su puesto de trabajo, pero la mayoría de las veces estaba en un mundo exclusivo y recóndito, ausente de todo. Tal vez algún suceso de la infancia lo hiciera recluirse desde muy pequeño en aquel lugar y evitar el sufrimiento de mezclar su vida con la de otros. No observaba el color del cielo, los automóviles que pasaban, no veía las flores, la ropa alegre de las muchachas, los insectos, las mariposas que volaban al ras de sus ojos, no sentía frío o calor, no escuchaba las conversaciones de sus conocidos o sus compañeros de trabajo, no captaba el olor de la comida ni la saboreaba en su boca. Solo se entregaba por completo a la alegría, al sentimiento de estar vivo en muy contadas ocasiones que pasaban fugaces como ráfagas de viento.

Omar amaba los libros. Pasaba horas leyendo, pero rara vez se sumergía en sus páginas por completo, hasta olvidarse de todo. Acudía a menudo al cine, solo, pero no se fijaba en el color de pelo o en los ojos de la protagonista, en sus gestos ocultos o en el significado de sus miradas perdidas. Amaba el mar y la naturaleza, pero apenas sentía una sensación de bienestar ante ellos volvía su cabeza y regresaba a su castillo interior. En cuanto a sí mismo, evitaba los dilemas, los conflictos, los arrinconaba esperando que el tiempo los transformase en hojarasca y que volaran en la brisa tal y como habían llegado a su vida.

Algunas mujeres buscaban su compañía. Omar era amable y educado y ellas llegaban a creer que podía ser el hombre perfecto, pues el muchacho no mostraba jamás el animal oscuro que guardaba en su interior, el espacio de las tinieblas. Solo tuvo amores a medias. Nunca se decidió a dar los pasos necesarios, a arriesgar su destino, a jugarse la vida por una muchacha.

Con los años, como tal vez nos suceda a todos, casados o solteros, enamorados o indigentes del amor, sus respuestas se fueron haciendo más simples, su vejez se llenó de horas y días idénticos, de gestos automáticos. Nunca le faltó el dinero. Se jubiló y vivió solo, leyendo, paseando, cada vez más adentro de su tiniebla atroz, más ajeno que nunca a su entorno y a aquellos que pudieron ser sus otros destinos.

Una ambulancia lo esperaba en una ciudad del sur, donde había comprado un apartamento. Lo recogieron moribundo un día de lluvia en que estaba paseando por la playa, tras sufrir un ataque cardíaco. Dentro del vehículo de emergencia las luces iluminaban tenuemente la pantalla negra donde seguían fluyendo sin cesr sus pensamientos tortuosos, como un camino que conduce a la nada.


lunes, 20 de abril de 2009

POEMA DE LA SILUETA DE GRANIZO

HENRI ROUSSEAU (Carnival)


Desvelado, se levanta tiritando y pasea en la tenue luz de la luna que crece como un fantasma.

La enfermera dormita y el viento sacude las persianas de finas listas de madera, los frascos de medicinas derrumbados en la sombra del lecho.

Las estrellas le hacen guiños oscuros, siente calambres en sus brazos de hielo.

Encuentra el jardín de tulipanes y excava la tierra para encontrar su bolsa de hachís.


martes, 7 de abril de 2009

EL SUTRA DE LA SERPIENTE


Kibray se sentía desorientado. Tenía muy pocos amigos y una vida amorosa inexistente, si excluimos la que sucedía en el fértil mundo de su imaginación. Se sentía a disgusto consigo mismo y por eso decidió probar nuevas actividades sociales. Se apuntó a un gimnasio elegante, participó en cenas, en cursos de baile, subió montañas, se citó con muchachas e incluso se acostó con algunas de ellas. Transcurrido el tiempo tenía una larga lista de amigos intrascendentes y dos amantes ocasionales a las que casi nunca echaba en falta.

Un día, mientras hacía limpieza del trastero de su casa, bien necesitado de un poco de orden y concierto, encontró un libro que no recordaba haber comprado jamás. Se llamaba “El Sutra de la Serpiente” y estaba escrito por Sanjiv Sivananda, un desconocido gurú de previsible origen hindú. Era un libro muy viejo, que tal vez hubiera pertenecido a su hermano Ariel, casado hace años, que en su adolescencia atravesó una corta temporada de misticismo oriental. Tal vez Kibray, al trasladarse a su propia casa, lo hubiera cogido sin darse cuenta.

Miró por curiosidad el significado de la palabra en un diccionario. Leyó que los sutras eran discursos pronunciados por Buda. En cuanto pasó la vista por unas páginas, sin embargo, le pareció que era imposible que Siddartha Gautama o cualquiera de sus seguidores, místicos hinduistas o boddishatvas famélicos, pudieran haberlo redactado. Sivananda no era un defensor de la vida contemplativa, el ascetismo y el renunciamiento, sino un valedor apasionado del hedonismo, el sexo y los placeres como la vía más rápida y segura para llegar a Dios, el supremo. Al leerlo, a Kibray le vinieron a la cabeza a los Rubbaiyatts de Omar Khayyam, que predicaba la importancia de aprovechar el presente, del vino y el sexo como única posibilidad de disfrutar del tiempo efímero.

Sanjiv proponía alcanzar la iluminación mediante la puesta en práctica de una vida egoísta y disipada y describía un camino al que llamaba “Sutra de la serpiente”. Según Sivananda “uno mismo es la única razón de su vida”. También decía, entre otras cosas, que “todos somos pequeños universos completos, somos la única verdad absoluta y debemos seguir cada una de nuestras inclinaciones sin dudarlo un instante, pues son los deseos de Dios, del Universo, y nos acercan a él más que ninguna oración, más que ninguna obra de bondad”.

Según pudo saber, los seguidores de Sivananda llevaban tatuada una cobra en el pliegue que une la base del pulgar y el índice, cerca de la llamada “tabaquera anatómica”. Kibray también se hizo el mismo tatuaje y lo mostraba abiertamente, como una muestra de distinción, de ser diferente a todos o acaso buscando ser reconocido por algún seguidor de la doctrina de Sanjiv. Ni en la calle ni en el trabajo se encontró con ningún miembro del clan. Sin embargo, de un modo casual, en un club nocturno que apenas frecuentaba vio varios muchachos y muchachas, casi todos muy jóvenes, que llevaban esa marca reconocible. Al verlos, a Kibray le parecieron seres realmente distintos, como si poseyeran un secreto que nadie, fuera de ellos, conocía. Reían alegremente, se miraban con curiosidad y deseo, se besaban, se acariciaban y después desaparecían agarrados en las tinieblas de la noche.

Kibray trató de poner en práctica la doctrina del Sutra de la Serpiente, pero se encontró con grandes dificultades debido a su timidez y a sus propios reparos, fruto tal vez de una educación anticuada. Robó bienes ajenos, asedió a muchachas, se aprovechó de la ingenuidad de los demás, no reparó en medios para conseguir sus fines. Sin embargo, con el tiempo llegó a la conclusión de que todos, católicos, hinduistas, agnósticos, ateos, mahometanos, protestantes o judíos, bajo un caparazón de educación y supuesta bondad, no somos sino unos terribles egocéntricos, unos egoístas despiadados. El mundo estaba lleno, según esto, de seres iluminados, de seguidores de Sanjiv Sivananda, aunque no llevaran una cobra tatuada, aunque ni siquiera conocieran sus teorías.


lunes, 6 de abril de 2009

DECISIONES

REMEDIOS VARO (Mimetismo)


Decidir supone renunciar a una parte de lo que somos. Elegir entre varias opciones es exterminar el resto de los futuros posibles, asesinar nuestros otros yos, para que solo sobreviva uno. Elegir unos estudios, una profesión, un empleo y no otro, un lugar de residencia, una pareja, un destino de vacaciones, supone desertar, en muchos casos para siempre, de todos los demás por los que podíamos haber optado en su lugar.

Escoger unos estudios o un trabajo determina nuestras vidas. Si somos geógrafos o electricistas no seremos ingenieros, médicos o abogados, trabajadores industriales, auxiliares sanitarios, actores o traficantes de droga. Al decidir, renunciamos a todas las demás profesiones que pudiéramos haber deseado incluir en nuestra experiencia, maquinista de tren, empleado de un supermercado, piloto de aeroplanos, guía turístico, policía, escritor, maestro, odontólogo o jardinero.

Elegir a un hombre o una mujer que comparta nuestra vida conlleva renunciar a entrecruzarnos con otros seres distintos, a tener unos hijos diferentes a los nuestros o a disfrutar de una noche de amor con otros hombres o mujeres que nos hubieran hecho temblar de excitación, languidecer de deseo.

Optar por un lugar de vacaciones supone conocer gentes y lugares que de otro modo jamás ocuparían un lugar en nuestras vidas, y renunciar a otros lugares, a otras personas o compañeros de viaje que eligieron un destino diferente, y que pudieron voltear por completo nuestro futuro de haberlos conocido. Esas experiencias provocan afectos y enemistades, odios y amores que moldean nuestras vidas, mientras otras nunca crecen, como semillas que se echaron a perder o embriones muertos.

Residir en una ciudad determinada, en un barrio, en un edificio concreto nos obliga a desechar la experiencia inimaginable de vivir en otros lugares, en París, en Amberes, en las islas Reunión, en Salvador de Bahía, en Guayaquil, en Berlín o en barrios distintos de nuestras ciudades, de conocer en ellos a otros seres que nos completen, que nos hagan avanzar unos pasos en el camino que nos devolverá, un día, a las estrellas.

La inercia nos lleva a ser previsibles, a seguir los caminos trazados por los que nos antecedieron, a aferrarnos a la seguridad de lo que ya conocemos, a nuestros esquemas inamovibles. Elegir lo nuevo, lo distinto, sin embargo, es un salto mortal hacia el futuro, pero es, así mismo, una posibilidad de hundirse. Un conocimiento casual, un trabajo inesperado, un giro del destino modifica nuestras vidas por completo, ¿o tal vez no existen las casualidades?.

Ante el dilema de la elección solo existe un camino, que es perseguir nuestros sueños. Buscar a nuestro hombre o mujer perfecto, nuestro viaje soñado, nuestro empleo ideal, descubrir el lugar donde queremos vivir por encima de todo y poner los medios para hacer real lo imposible.


sábado, 4 de abril de 2009

CANCIÓN DEL HUMO

ALEXANDER MILLAR (Tightrope)


Golpeo mi cabeza contra una piedra, me rasgo el pecho con las uñas, con la arista afilada de mis emociones oscuras. Tengo el torso desnudo y tiemblo.

Ando sobre mis manos como un clown, pinto mi frente con carbones rojos, hago prestidigitación, ejercicios de acrobacia, exploto bombas de feria justo al lado de mi cara.

Enciendo mi cigarro con un tizón encendido y dibujo con humo caminos hacia tu corazón desfigurado, hacia tus pensamientos de ceniza.


jueves, 2 de abril de 2009

EL PABELLÓN DE LA RISA


Lee ayudaba a la doctora francesa que cuidaba a los niños ingresados en el Pabellón de la Risa. Los propios habitantes del pueblo habían puesto ese nombre al viejo hospital, porque cuando los pequeños pacientes desnutridos estaban en la fase final de su enfermedad los músculos de la boca se les contraían en un espasmo que recordaba a una sonrisa. A la doctora se le encogía el corazón cada vez que oía a los niños llamarlo así.

Casi todos los días morían en el Pabellón dos o tres niños. A la doctora le costó acostumbrarse a esta presencia diaria de la muerte. Se había especializado en Cirugía, quizás con la esperanza de hallar una solución a la fuerte deformación de espalda que padecía, y había trabajado en esa especialidad en su país. La doctora se consideraba una persona sin suerte en la vida, a pesar de haber logrado una buena posición social con la práctica de su profesión. Tenía ya 39 años y sabía que buscaba algo más en la vida que transformarse en una cretina con dinero. Pueda que fuera esa la razón de ir a África. También puede que hubiera muchas otras.

Había llegado al país hacía cerca de un mes. En el aeropuerto fue rodeada inmediatamente por un grupo de taxistas que la llamaban a gritos, se disputaban sus maletas y tiraban de ella hacia sus vehículos. Le extrañó ver que muchos automóviles circulaban de noche sin faros. Cenó en un restaurante típico quedándose sorprendida de los nombres que tenía ante sus ojos, entre otros habituales en cualquier lugar de Europa: carne de cebú, mandril, cocodrilo, trompa de elefante, chimpancé, manatí, puercoespín. Pasó la noche en un hotel de aire occidental y al día siguiente reemprendió el viaje. Hizo parte del camino en un kayuco que estaba lleno de remaches de hoja de lata, y que parecía que de un momento a otro se hundiría si en esta parte del mundo seguían funcionando las mismas leyes de la física que tenían validez en Europa.

Lo primero que llamó su atención al llegar fueron los restos de armamento y maquinaria oxidada que yacían olvidados en las orillas de los caminos y las pistas. Muchas de las vías terrestres se encontraban cerradas y las demás estaban fuertemente custodiadas por tropas del ejército, que desde hacía un año dominaba la zona por completo. Precisamente el día de su llegada se cruzó con dos controles militares donde le arrebataron los carretes que llevaba para sacar fotografías, que estaban prohibidas, y una linterna de gran tamaño que llevaba en una de sus bolsas. Llegó a su destino por una carretera sin asfaltar completamente empapada en sudor, asediada por los mosquitos y con sus ropas de color blanco manchadas de polvo de laterita.


miércoles, 1 de abril de 2009

LEE OSWALD

THE JUNGLE BOOK

Cuando el enorme elefante azul apareció caminando silenciosamente por las calles de Nadalu, eran más de las cuatro de la madrugada. Solo había una persona despierta en todo el poblado. Lee Oswald, un muchacho negro de 14 años, había visto cosas que harían estremecerse de pánico a cualquiera de los turistas europeos que buscan emociones fuertes viajando en sus todo-terrenos a través de África. Había visto morir de hambre a decenas de niños esqueléticos, con sus tripas hinchadas, había contemplado como los soldados fusilaban a hombres y mujeres sospechosos de colaborar con la guerrilla, se había sobresaltado por las noches con el ruido de los morteros y las ráfagas de ametralladora. Su propio padre había desparecido sin avisar a nadie para unirse a los milicianos que luchaban en la selva, y no sabía nada de él desde hace años. Pero nunca había visto un elefante.

El pequeño poblado se había empobrecido tanto a consecuencia de la guerra que ambos bandos habían perdido mucho de su interés por Nadalu. A veces sucedían emboscadas aisladas y de tiempo en tiempo los proyectiles y las minas olvidadas explotaban matando o hiriendo gravemente a algunos caminantes inocentes que se aventuraban por las carreteras de tierra amarillenta. En el pueblo abundaba la gente que como Lee andaba con muletas al haberle sido arrancada una pierna por algún proyectil olvidado.

Su padre había estudiado en la capital y después de haberse casado y tenido un hijo había desaparecido del pueblo para marchar con la guerrilla. Le había puesto su nombre en homenaje al presunto autor de la muerte de John Kennedy. En la ciudad se había vuelto marxista y había estudiado con pasión las ideas de Malcolm X sobre la raza negra. Le hablaba a su hijo de África y del orgullo de ser negro. Hacía más de tres años que Lee no veía a su padre. Había muchas posibilidades de que estuviera muerto.

Lee miró inmóvil al elefante que se movía entre las casas en sombra. Tal vez se hubiera extraviado de los grandes grupos que, según le contaba su padre cuando era pequeño, emigraban hacia el sur en busca del agua de los deltas, perseguidos por leones hambrientos que atacaban a sus crías. Lee Oswald lo siguió, moviéndose con dificultad a causa de sus muletas. Cuando al fin el animal desapareció esfumándose en la jungla, Lee sintió una gran tristeza, como si acabara de despertar de un sueño mágico.