viernes, 26 de septiembre de 2008

SASHA

Yang Qian - Untitled

Sasha era huérfana. Decía que su padre, su madre y sus hermanos murieron durante la última guerra. Creció sola en una isla del mar Adriático donde únicamente había un pequeño pueblo habitado por tres mil almas.

Sasha se dedicaba a cuidar a los ancianos de la isla. Los había visto hacerse viejos poco a poco y enfermar gravemente, salvarse de un modo milagroso y al final morir por el más trivial de sus males. Cuando esto sucedía, Sasha quemaba su brazo con la pequeña llama de un fósforo para no borrarlos jamás de su recuerdo, para no olvidar su rostro y sus ojos. Así, con el tiempo, sus brazos se fueron cubriendo de pequeñas quemaduras.

Sasha cuidó también a mi padre y a mi madre, que fueron a envejecer a su pequeña isla, donde un día nacieron. Yo vivía en Split con una hermosa muchacha y visitaba a los tres, a Sasha y a mis padres, de vez en cuando, y les echaba de menos a menudo, cuando acudía a mi trabajo, cuando besaba a mis niños o llegaba de noche a casa, alegre o a veces deprimido.

Una vez Sasha me contó que había conocido un solo hombre en su vida, alto, desastrado y sonriente. No quiso casarse con él, pero se desearon en silencio durante años y apenas podían dejar de pensar el uno en el otro.

Sasha nunca había salido de su pequeño pueblo. Murió por una enfermedad intrascendente, una gripe que atravesó su corazón como un dardo emponzoñado, como un colmillo de serpiente.

Cuando cayó enferma, ya casi no había habitantes en la isla que pudieran devolverle sus cuidados. Tan solo yo, que visitaba a mis padres, estuve a su lado en el último instante. Después, la desnudé con mis manos, froté su cuerpo con esencias y la cubrí de amapolas, contemplando las mil pequeñas quemaduras de sus brazos, que miraban dentro de mis ojos, desde un lugar tan profundo como el propio universo. Entonces, prendí un fósforo y me hice una pequeña quemadura en el envés de la mano, para no olvidarla nunca.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

KRK


Krk tiene ya 39 años. Acaba de llegar de unas largas vacaciones. Ha estado muy cerca del fin del mundo y en su cabeza giran aún los husos horarios, las tormentas y los huracanes de la Tierra de Fuego. Ha conocido cinco países y mil personas de diversas razas, cada uno de los cuales es un pequeño pedazo de este planeta. De repente se encuentra en su casa con todo lo que dejó a su partida. Había olvidado por completo durante tres meses quien había sido hasta entonces, en el vaivén y en el aquí para allá. Ahora, se mira en los espejos del pasillo y el cuarto de baño y se va recordando poco a poco.

Cuando Krk ve su casa es como si se viera a sí mismo. Su hogar es un reflejo de aquel que fue y tal vez aún sigue siendo. Su coche viejo es también un espejo de sí mismo, como lo son sus amigos, sus amantes o la ausencia de ellas, su ropa extendida sobre la cama, sus plantas moribundas, el polvo de los cuartos, su cuerpo, su forma de andar o de hablar, la manera en que escucha o se queda en Babia.

Krk hace innumerables propósitos para voltear su vida antigua, que le parece estúpida y aburrida. Está lleno de una energía desordenada, resultado de sus nuevos amigos del otro lado del mundo, de los amores que fueron surgiendo, de los lugares visitados, de todo lo conocido, lo visto y aprendido. Sabe que si no aprovecha este instante, su mundo volverá a ordenarse por sí mismo, y que quedará más o menos como estuvo, que será un desastre acelerado que solo encontrará compensaciones en los programas de televisión, en los pequeños vicios, en las patatas fritas, el chocolate y las comidas innecesarias.

Krk pasa dos días sin apenas salir de casa y después, muy poco a poco, todo vuelve a ser lo mismo que fue. De tanto serlo el recuerdo de las largas vacaciones se va difuminando y la vida en su desordenada prisión le va pareciendo más bonita y más dulce, y hasta la televisión le entretiene.


martes, 23 de septiembre de 2008

LA TARANTELLA

Preciosa y el aire grande (Álvaro Reja)

La Tarantella tiene una paciencia infinita. Sabe que su veneno es necesariamente mortal, que en un minuto puede asesinar a cualquiera de sus enemigos, pero al igual que hace un guerrero samurai, lo guarda pacientemente pensando que la mayor cualidad de un ser de su condición consiste en no utilizar jamás ese poder inquietante.

Los demás, curiosamente, toman como una debilidad lo que es su gran fortaleza y se burlan de ella considerándola una zancuda miserable y sin carácter. La Tarantella se queda pensativa y solo dice en su defensa que ambas cosas, el veneno y la paciencia, están en su ser más profundo, en su verdadera naturaleza.

La Tarantella practica extraños rituales para lograr el dominio de sí misma. Asciende cumbres, paredes y árboles, se cuelga de techos y ramas como una escaladora consumada y, así, cabeza arriba o cabeza abajo, otea todo aquello que la rodea como un maestro del zen, o como un escritor de haikus que intenta desvelar todo lo que existe y por tanto, momentáneamente es.

A veces la Tarantella está tentada de utilizar su veneno contra sí misma, con tal de no correr el riesgo de hacer daño a ningún otro ser vivo. Sabe que así tal vez morirá, pero cree que la muerte es, de cualquier modo, el instante final de todos los seres vivos, ya sean malvados o benévolos, mortíferos o indefensos, y que tal vez, al fin y al cabo, no exista un veneno más dulce.


lunes, 22 de septiembre de 2008

ZAGREB


Zagreb parece una ciudad donde nunca pasa nada. Sin embargo, su historia está llena de revueltas y conquistas, de volteretas en el aire gélido de las guerras, en el juego de ajedrez de la política.

Zagreb es una ciudad aburrida para el turista que, como yo, se queda en la originalidad de las tiendas, en la belleza de las calles o en la animación nocturna. No vemos pasar a nuestro lado a las víctimas de un conflicto reciente, a los niños nacidos de muchachas violadas, a quienes tratan de vivir por encima de sus posibilidades para igualarse con los escasos turistas a los que observan como si fueran seres traslúcidos.
El domingo por la noche, de repente, sin que nadie pareciera saber nada, el Grupo Puja! actúa en la plaza central de Zagreb. Son españoles y argentinos que iluminan la ciudad oscura, sin color, con sus acrobacias a cien metros de altura. Los ciudadanos ausentes y los viajeros despistados, suben y bajan de los viejos tranvías y se detienen a observarlos, descubriendo, tal vez, que la magia puede encontrarse tras cualquier esquina, en el envés de las horas muertas.

viernes, 19 de septiembre de 2008

LJUBLJANA, CIUDAD DE DRAGONES



Pasamos la tarde en Bled, un paisaje maravilloso de lagos, islas, castillos e iglesias y por la noche llegamos a Ljubljana, la capital de Eslovenia. Ljubljana es una ciudad parecida a muchas otras. La mayoría de las tiendas son las mismas que podemos encontrar en cualquier otra ciudad europea. Pero también la diferencian muchas otras cosas, ademas del idioma indescifrable y los dragones que protegen la entrada a sus puentes. A los dos lados del río que la atraviesa, la gente joven se reune en terrazas en mitad de la calle, de noche, a pesar del frío intenso. Muy pocos están en el interior de los bares y los cafés. Ocupan la calle, hablando y riendo, bien abrigados, mientras nosotros paseamos tiritando de frío. Es un ambiente mágico y lleno de vida.

De día, la ciudad se transforma. Está igualmente llena de vida, pero es una vida distinta. Sus habitantes y los abundantes turistas, entremezclados, visitan los mercados y las tiendas o callejean sin rumbo aparente. Ljubljana se hace simpática, uno se siente triste al partir y aún la echa en falta varios días después de haberla abandonado.

lunes, 15 de septiembre de 2008

LORD FRANKLIN


Siempre me ha gustado la historia de John Franklin. La escuché por primera vez en un disco de Pentangle, el grupo inglés de folk. Era John Renbourn quien cantaba esa canción lenta y triste, que narraba las desventuras de Franklin y sus marineros en la búsqueda del paso del Noroeste, una ruta marítima a través del Ártico que conectase el Océano Atlántico y el Océano Pacífico.

Sir John Franklin fue un capitán de barco y explorador inglés. Tuvo una vida aventurera y azarosa. Su primer viaje al Ártico fue en 1818, y esos territorios le fascinaron. Ahí empezó su obsesión por encontrar el Paso del Noroeste. En 1845, una vez conseguida la financiación necesaria, partió en su busca con dos barcos, el Erebus y el Terror y 129 hombres. Nunca regresarían. El destino que corrió esa expedición fue un misterio sin resolver hasta muchos años después de su partida.

La desaparición de la expedición de Franklin motivó una actividad frenética en el Ártico. Su mujer, Lady Franklin, costeó varias partidas de búsqueda con escaso resultado. De ese modo, en la búsqueda de Franklin se perdieron muchas más vidas que las que se pretendía salvar.

En una de estas expediciones, encontraron un inuit que relató cómo un grupo de 35 ó 40 hombres blancos habían muerto de hambre cerca de la desembocadura del río Back. El inuit le mostró varios objetos que fueron identificados como pertenencias de Franklin y sus hombres. Según parece los barcos habían quedado atrapados en el hielo durante dos inviernos, mucho más tiempo del que habían previsto. Se encontraron pruebas de que recurrieron al canibalismo. Sin embargo, hoy se cree que la causa más probable de la muerte de los expedicionarios fuese el escorbuto o tal vez las altas concentraciones de plomo que se encontraron en algunos de los cuerpos, producto del alto consumo de conservas, selladas con este material.


GROCK



Vivimos sometidos a la tiranía del consumo y la fugacidad. Los productos culturales se queman a una velocidad vertiginosa. Los éxitos musicales permanecen de actualidad unos días y son sustituidos por otros. Las películas y libros son objetos intrascendentes, que pasan como cometas y desaparecen, sin dejar ningún rastro, ofreciendo entretenimiento rápido y sin complicaciones.

Hoy día existen muchos cómicos, en su mayoría maestros de la vulgaridad y la risa fácil. Ya no se encuentran artistas del humor inteligente y mordaz, como los Hermanos Marx, Buster Keaton o Chaplin. Muchos de ellos provenían del circo, eran hijos de payasos o habían ejercido, ellos mismos, como tales. Hoy existen muy pocos payasos conocidos. Algunos todavía recuerdan a Charlie Rivel o a los Hermanos Tonetti, pero son muy pocos quienes han oído hablar de quien durante muchos años fue considerado el mejor payaso del mundo: Grock.

Adrien Wettach, esto es, Grock, nació en Suiza y fue payaso, acróbata y músico. Actuó, durante casi sesenta años, con diferentes acompañantes, en circos, teatros y teatros de variedades. Interpretó sus números cómicos para varios reyes europeos y llegó a ser en un tiempo el artista mejor pagado de Europa.

Grock era un músico virtuoso, podía tocar 24 instrumentos y hablar en varios idiomas. Eran famosos sus números con el piano y el violín. Hizo reír a muchas generaciones con sus problemas, un tanto infantiles, como no saber a dónde habían ido las cuerdas cuando sostenía su violín con el lado contrario hacía arriba. Grock finalizaba sus actuaciones con una expresión, siempre la misma: “¡No es posible!”.

EL HOMBRE DESPIERTO



Sé que Gautama dijo una vez: “Soy un hombre despierto”. Yo, sin embargo, soy un hombre que está dormido la mayor parte del tiempo. Me despierto, oigo la radio, escribo, plancho la ropa, como y trabajo respondiendo llamadas telefónicas, concertando citas, acudiendo a reuniones y visitas. Sin embargo, mi mente está constantemente en otro lado, en algún lugar impreciso, en el mismo sitio donde giran las ideas en pequeños torbellinos, donde se esconden los recuerdos, donde se guardan los sueños recónditos, los odios acumulados, las pesadillas y los placeres perdidos o no vividos.

Hay unos pocos instantes cada día en que mi pensamiento no salta, mudando continuamente de una cosa a la otra, que sale de la zona de continuas hostilidades para centrarse en lo que hace, en lo que oye o ve, en lo que ocurre a su lado, en lo que desprecia o desea. Entonces no soy más o menos feliz, la vida no es mejor ni peor. Únicamente descubro que el mundo no está solo en el espacio de mi estrecha mente fosilizada y que existen alrededor personas, flores, galaxias, mosquitos y mariposas, trenes, atardeceres, nubes que vuelan a la altura de los ojos, corrientes invisibles que nos unen o nos alejan.

Es en esos momentos cuando observo a los ancianos y descubro que cuando uno envejece se esconde en su mente, en los espacios seguros, que ya no ve casi nada, que casi no escucha. Yo soy cada día un poco más viejo, cada día que pasa construyo un muro más grueso delante de mí. Si llego a vivir noventa años solo conoceré mi propio mundo, no hablaré porque no veré a nadie, no escucharé el viento o las olas, no sabré si hará sol o si será de día.

Tal vez Gautama fuera un hombre despierto. Yo, por el contrario, estoy cada vez más dormido. Vivo en mis sueños y aunque parezca que me muevo con sensatez y cordura todo es mentira. No estoy allí, donde parece que estoy, sino en un mundo extraño y cerrado, ni más hermoso ni más feo, pero tal vez más pequeño y oscuro, más triste.

sábado, 13 de septiembre de 2008

EL MUCHACHO SHUAR


Juan Agirregabiria, un marino vasco, descendiente de antiguos piratas y negreros, volvió a Deba, su pueblo de origen, a los 56 años de edad, después de permanecer en América durante más de dos décadas.

Juan no llegó solo. Lo acompañaba un niño de seis años, de rasgos inequívocamente indígenas, relacionado, sin duda, con sus andanzas por aquellas tierras, al que todo el mundo identificó como hijo suyo. Él ni afirmó ni desmintió tal extremo, sobre todo porque, como suele ocurrir en estos casos, muy pocos se lo preguntaron abiertamente.

El muchacho, llamado Ayui, era de raza shuar, lo que no pareció interesar a nadie de un modo especial, tal vez porque desconocían que el nombre con el que los conquistadores españoles habían bautizado a esta tribu no era ése, como se conocían ellos mismos, sino “jíbaro”, siendo su habilidad más relevante la práctica del ritual conocido como tzantza o reducción de cabezas.

No se tiene noticia de que el niño conservara estas inclinaciones, pues creció fuerte, sano y completamente normal, aprendió rápidamente el euskera y, con un pequeño retraso, a consecuencia de su tardía escolarización, acudió a la Universidad, donde se convirtió en ingeniero agrónomo. Fuera de esto, practicaba surf los días de fuerte oleaje, algo digno de mención en un nativo de la cuenca del Amazonas.

Cuando acabó sus estudios, Ayui viajó a Ecuador, su país natal, donde vivió varios años. Con él se llevó a Irantzu, una de las muchachas más guapas de los alrededores. Juan Agirregabiria, ágil aún para su edad, recorría cada día los paseos del pueblo costero, hablando con unos y con otros. Si alguno le preguntaba, él contestaba que Ayui e Irantzu habían tenido dos hijos, y que todo les iba muy bien.

Años después, Ayui volvió a Deba con Irantzu y los niños. Fueron a vivir al viejo caserón de Juan, situado frente a la playa, y allí se podía ver, cada día de verano, a los niños jugando entre los veraneantes y los grupos de jubilados que acudían desde los pueblos del interior a pasar la jornada.

Juan, el viejo marino, aún vive. Tiene más de ochenta años, pero recorre cada día, con paso lento, el camino que lleva hasta el final del malecón. Después se dirige hasta una cercana atalaya desde la que se divisa el mar. Allí, sin hacer caso a los surfistas ni a los barcos que pasan a lo lejos, se queda mirando largo rato a un punto indescifrable del horizonte. Nadie sabe si piensa en alguna ciudad perdida de América o en el lejano Amazonas, en alguna mujer que se quedó allá, o en el único puerto al que le queda por llegar, en su última travesía, que ya está próxima.

viernes, 12 de septiembre de 2008

EL ATASCADO


El Atascado lleva años en el mismo lugar. No da jamás un paso adelante. Sin embargo, hace periódicamente listas de objetivos, bien detalladas, con análisis impecables de la situación por la que atraviesa, aunque las incumple sistemáticamente. Si alguien repasa las listas que hizo uno, cinco o diez años atrás, resultan idénticas, indistinguibles las unas de las otras. La única diferencia entre ellas radica es que es objetivamente un año, cinco, diez más viejo.

El Atascado tiene una incapacidad manifiesta para tomar decisiones. Deshoja los pétalos blancos de cien margaritas antes de optar por un camino, un trabajo, una mujer con la que salir o casarse. De ese modo, los caminos se cubren de espinas y malas hierbas, los trabajos acaban en otras manos, las mujeres que pudieron ser suyas se casan, viven, se acuestan o tienen hijos con otros. El atascado entonces se arrepiente y elabora una nueva lista de objetivos y enmiendas.

El atascado echa en falta todo aquello que no fue y pudo ser, pero tal vez no quiere que nada sea porque eso cerraría el camino a las otras posibilidades. Aceptar un trabajo supone renunciar a todos los demás trabajos del mundo, ser médico supone no poder ser arquitecto, escultor, locutor de radio, atleta, diseñador gráfico, bodeguero, guía de montaña, acomodador de un cine. Decir que sí a una muchacha supone, en tanto la poligamia esté perseguida por las leyes, renunciar a conocer a otras mujeres, viajar a un lugar determinado equivale a no estar al mismo tiempo en otros lugares, vivir en una ciudad elimina la maravillosa experiencia de residir, durante ese instante precioso, en muchas otras.

Así, el Atascado, por temor a perder la riqueza maravillosa de la vida, de mil vidas distintas, no vive ninguna, y envejece lentamente, sintiéndose un muchacho permanente que sueña con los ojos abiertos en aventuras románticas, en viajes maravillosos, en experiencias felices, en odiseas y en libros de las maravillas, sin darse cuenta de que su vida, al fin y al cabo, como todas las vidas posibles, no es más que un largo espacio vacío, un agujero sideral, un túnel hacia la eternidad y la nada.

jueves, 11 de septiembre de 2008

EL CAFÉ SEFARAD


El café Sefarad está en un callejón del Lower East Side de Nueva York, en el barrio judío de la ciudad. En los alrededores del café pueden verse antiguas sinagogas y vitrinas de elegantes joyerías que exhiben sus caros diamantes. A poca distancia se encuentran el barrio chino y el barrio italiano.

El café es muy antiguo, y ha cambiado muchas veces de nombre. Según cuenta su actual propietario, que ha querido mantener su denominación a pesar de no tener ascendencia judía, sino cubana, hace más de cien años fue un destacado punto de reunión de estafadores y aventureros, e incluso de antiguos piratas, la mayoría recién llegados a la ciudad desde otros destinos, buscando dar un nuevo rumbo a sus vidas. Después pasó a ser, sucesivamente, un centro de referencia para los inmigrantes llegados del este de Europa, en su mayor parte húngaros, y durante los peligrosos años treinta una guarida de gángsters de poca monta.

El actual nombre del café proviene de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando una pareja de judíos sefarditas procedentes de Salónica, donde durante siglos se habló el castellano antiguo, emigró hasta aquí para salvar sus vidas del exterminio de los judíos de esta ciudad, sobre los que los nazis aplicaron su política genocida.

Muchos de los carteles que aún permanecen en el bar se encuentran escritos en dos idiomas, el inglés y el ladino o judeo-español, lengua derivada del castellano mezclado con catalán, portugués, italiano, provenzal, turco, griego e incluso francés. Todo ello hizo que fuera también un lugar de reunión, en aquellos años, de republicanos españoles y refugiados políticos de las dictaduras sudamericanas. Según reza en uno de estos carteles, los dueños del local estaban muy interesados en que no se les confundiera con otros judíos, como los askenazi, de origen centroeuropeo o los mizrahim, a quienes algunos llaman también sefardíes, pero que sin embargo no tienen su origen en la Península Ibérica, sino en Oriente.

Hoy no visitan el café los miembros de ningún clan o grupo étnico diferenciado, salvo que pretendamos identificar como tales a los jóvenes neoyorquinos que acuden de compras a las modernas tiendas del barrio y después se dirigen a él para escuchar conciertos de blues o de música progresiva. De día, sin embargo, algunos ancianos que aún hablan la extraña lengua de aquellos que fueron expulsados de España por los Reyes Católicos conversan en voz baja, como si temieran ser desalojados por un presidente moderno y despótico del último refugio de su vida errante.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

LA ORQUESTA DE BALALAIKAS


Walter Songoma fue recibido como un héroe en la ciudad de Balkus, muy cerca del Mar Negro. Nada más aparcar su todo-terreno, sucio por el polvo de los caminos, se le acercó un grupo de niños, seguido de cerca por varios curiosos, que le hicieron infinidad de preguntas y le invitaron a comer y descansar en sus casas. La mayoría de los habitantes de Balkus no había salido de allí en toda su vida, ni tan siquiera para visitar las ciudades de los alrededores, y tenían una gran curiosidad por recibir noticias del resto del mundo.

Ese mismo día había llegado desde Moscú una orquesta de balalaikas, contratada para celebrar una festividad local interpretando al aire libre su alegre música. Walter fue invitado a participar en el festejo, que ni uno solo de los vecinos de la localidad parecía dispuesto a perderse.

Antes de la fiesta los vecinos que lo habían acogido decidieron organizar una animada cena en el club social de la localidad, mientras contemplaban en un moderno televisor de plasma un partido de fútbol de una liga imposible de determinar, pues Walter fue incapaz de identificar a ninguno de los contendientes. Los invitados chillaban y discutían vivamente defendiendo a sus ídolos deportivos. Llegaron a juntarse cerca de treinta personas en el bar, entre ellos el propio alcalde de Balkus, que discutía y gritaba más que nadie.

Songoma no era el único visitante de la localidad esa noche de fiesta, pues poco después le presentaron a una muchacha llamada Tatiana, que viajaba sola, en auto-stop, desde algún lugar de Siberia hasta Tbilisi, en Georgia, donde vivía su padre.

La celebración musical empezó con el tema principal de la película “Doctor Zhivago”, que Walter bailó con una chica del lugar. Durante toda la noche se sintió un visitante ilustre, como si fuera el mismo Yuri Zhivago en su recorrido a través de Rusia. El baile fue muy animado, con melodías rápidas y divertidas, que todos bailaban con mayor o menor acierto. Walter se juntó varias veces con Tatiana, que le miraba muy seria, sin sonreír. Cuando llegó la hora de ir a dormir, se dejó llevar por sus anfitriones hasta un cuarto agradable, sintiendo una gran alegría por haber llegado hasta ese lugar maravilloso y teniendo una confianza ciega en la inmensa bondad del género humano.

En la habitación de al lado dormía Tatiana, la muchacha que había recorrido sola miles de kilómetros para reunirse con su padre, separado de ella y de su madre muchos años atrás. Walter sintió deseos de acudir a su puerta y proponerle dormir juntos, pero no se atrevió y, ayudado por el cansancio del baile y la fiesta, se quedó profundamente dormido.

martes, 9 de septiembre de 2008

UNA CASA AL BORDE DEL MAR


Julius Bror y Salandra Lewis eran los dos muchachos más envidiados de la Facultad de Filología. Julius no era un gran intelectual, con facilidad para la poesía, la literatura o las lenguas que agonizan o ya están definitivamente muertas, y sus notas no pasaban jamás de aprobados raspados. Sin embargo, era el número uno de la Universidad en los cuatrocientos metros lisos, por delante incluso de los atléticos muchachos negros que habían sido reclutados en los barrios bajos para dar un cierto aire democrático a la antigua institución.

Era guapo, alto y fuerte. Todas las muchachas tenían sueños tempestuosos con él, incluso Salandra, bella a la par que inteligente, con una sólida educación religiosa que había conseguido sepultar bajo toneladas de prejuicios sus acuciantes instintos naturales. No obstante, la atracción física entre ambos era casi irreprimible, y la condición que pusieron a una Salandra y sus omnipresentes fantasmas religiosos, es decir, esperar hasta el matrimonio antes de hacer el amor con Julius, fue una tortura inimaginable para la muchacha.

Después de la boda, Julius y Salandra disfrutaron de varios años de sexo torrencial, apasionado y libre de barreras, y tuvieron seis hijos, todos los que la naturaleza quiso entregarles, pues no pusieron medio alguno para contrariarla. Misteriosamente, ya que entre los dos no sumaban un solo gen italiano, sus nombres parecían sacados de un nomenclátor napolitano: Gatto, el mayor, se fue a Alaska a los veinte años, y jamás regresó. Los demás, Teppo, Tomasso, Gina, Giuseppe y Claudia acabaron en diferentes estados de la Unión, convenientemente elegidos para mantener una distancia de varios cientos de kilómetros con la estricta casa familiar, un rústico caserón al borde del Océano Pacífico, con un extenso jardín lleno de árboles frutales. Durante aquellos años Julius, a pesar de sus estudios de letras, se dedicó a los negocios, manifestando una innata habilidad y muy pocos escrúpulos para hacer dinero.

Cuando la pequeña Claudia se fue también del hogar, nada más cumplir dieciocho años, Salandra y Julius, otra vez solos, se habían convertido en dos seres casi idénticos, pero huían constantemente el uno del otro y no parecían tener nada que decirse. La atracción física se había ido evaporado lentamente, y solo parecían aguardar el momento en que la muerte hiciera acto de presencia para llevarse al otro, sin pensar que el elegido pudiera ser uno mismo. La naturaleza, tal vez, utiliza el instinto sexual para perpetuarse y después desecha a los seres que ya no sirven para esta función. Sus aliados naturales son el cáncer, los accidentes cerebrovasculares o el Alzheimer, entre muchos otros.

No obstante, ambos enfermaron a la vez, compartieron habitación en el hospital y murieron casi al mismo tiempo. Una extraña intoxicación alimentaria los devolvió al misterioso lugar del tiempo y el espacio del cual habían llegado sesenta y cinco años atrás. Hoy, la casa está abandonada, pues los seis hijos no han sido capaces de llegar a un acuerdo para venderla. Las jóvenes parejas de enamorados que pasean al borde del mar la contemplan y sueñan con comprarla y vivir en ella, e imaginan que en un lugar así podrán amarse toda la vida, rodeados de árboles, olas y niños, sin tabúes, sin papeles, sin que la costumbre vuelva la pasión en hastío.

lunes, 8 de septiembre de 2008

LOS BAJOS FONDOS

Ulises sintió un sobresalto al encontrar su camino cerrado por un furgón de policía. Huyó apresuradamente en dirección contraria mientras el corazón le latía en el interior del pecho como un pescado atrapado en una red, notando disparos que le perseguían como las líneas que dejan en el cielo las estrellas fugaces. Después, en el aire silencioso del anochecer, atravesó corriendo a gran velocidad el puerto iluminado por tenues puntos de luz hasta llegar, agotado, al portal de una casa conocida, en un barrio de casas bajas y descuidadas que parecían salidas de un cuento de monstruos y hadas.

Llamó varias veces, con una secuencia establecida de antemano, pero no respondió nadie desde el interior. Pensó que sus compañeros habrían huido, pero no observó rastros de disparos o de golpes ni huellas de vehículos. Ulises apoyó su frente desnuda en el cristal de la ventana, sollozando calladamente. Después se alejó cabizbajo y dio solo unos pasos, tambaleándose de angustia, para acabar sentándose en un escalón, frente al mar, escondiendo la cara convulsionada entre sus manos.

Había pasado ya la medianoche. No había nadie en el paseo del puerto y apenas podían entreverse algunas siluetas en las ventanas, que no parecían preocuparse de echar una ojeada a la calle. De repente el muchacho notó, con un escalofrío, que había alguien a su lado. Era un niño de siete u ocho años que le acariciaba su mano con un solo dedo, sin decir nada. Ulises, con lágrimas aún en la cara, se quedó sorprendido, tanto por la actitud tranquila del chiquillo como por encontrar a alguien tan pequeño solo a esas horas por la calle, pero no supo cómo reaccionar. Fue el chico quién habló por fin: “Mi madre dice que cuando alguien llora sólo hay que tocarle una parte del cuerpo, para que sepa que eres su amigo, y estar a su lado, sin decir nada”. Después, tras una pausa, le preguntó “¿Eres policía?. Llevas pistola”.

Ulises se incorporó de repente, como un animal a quien acecha la muerte. Sacó el arma del bolsillo de su abrigo, por donde asomaba ligeramente la culata y apuntó a los iris oscuros del muchacho. Después la apartó cuidadosamente, al tiempo que extraía de ella una bala. Cogió al niño fuertemente por la cabeza y le dijo, con la respiración entrecortada:
”Ten, esta bala es tuya. Guárdala siempre y seguro que todo te va muy bien”.

domingo, 7 de septiembre de 2008

ULISES


Ulises desvela su futuro con un juego de fichas negras. Lo conoció en Myanmar, durante su único viaje a Asia. El juego pretende explicar, además del porvenir, el pasado y el presente, y poniendo los tres en contacto, desvelar facetas de los seres humanos que ellos mismos desconocen, lo que ocurre a sus espaldas, lejos o cerca de ellos, lo que no pueden ver o escuchar, lo que no han llegado a vivir por desgana o cobardía, las tareas rechazadas, las oportunidades perdidas, las mujeres y los hombres que no han llegado a poseer o que pudieron ser sus maridos y sus esposas, los hijos posibles que no nacieron, sus nombres, sus rostros, sus sueños.

Las fichas se superponen sobre la acera que calienta el sol de junio. Cinco fichas negras representan sus propios pensamientos, otra es una muchacha que sueña con él en ese instante. Dos más son las víctimas a quienes Ulises causó la muerte. Tres se refieren a sus perseguidores armados, que lo buscan sin respiro. Están solamente a unos cientos de pasos, y ya se dibuja en el suelo un rastro de disparos.

Al leer que se encuentran tan cerca, Ulises recoge apresuradamente todas las fichas y escapa corriendo, olvidando solamente una de ellas, precisamente aquella en la que arroja su arma al mar y salva la vida cruzando la frontera y acudiendo a la casa segura de una vieja amiga, ajena a su pasado cruel, de quien se enamora. Era uno de los futuros posibles, que acaba de desechar para sujetar su pistola y dirigirse a la casa de un compañero que vive, escondido como un animal acosado, en los bajos fondos.

sábado, 6 de septiembre de 2008

EL DEVASTADOR


El Devastador quiere ser más a toda costa. Le sobra atrevimiento y fanatismo, prepotencia o malignidad para ello, pero le falta inteligencia y clase. Aún así, está dispuesto a pagar cualquier precio por ascender en el escalafón de la vida canalla.

Si hubiese nacido en los lejanos tiempos de la Inquisición, sería de los que estaría alimentando, para hacer méritos, el fuego donde se cocían, a fuego lento, los acusados de participar en akelarres.

El Devastador odia lo sencillo, lo natural y lo autóctono. Exterminaría a todos los indígenas y a las personas humildes del planeta y pondría en su lugar abogados, comerciantes, ingenieros y contables. A veces, para ir con los tiempos, se declara socialista, pero si de modo casual le rozase por la calle un obrero metalúrgico acudiría urgentemente a darse la vacunación antitetánica.

Trabaja lo menos posible y hace trabajar a los demás lo más que puede. Misteriosamente, estira los días y las fiestas para trabajar aún mucho menos. Sus vacaciones se multiplican a lo largo del año, busca excusas y subterfugios, salidas insospechadas, horarios imposibles que incrementan exponencialmente sus días de ocio.

El Devastador está grueso, pues come sin pausa, devorando dulces, féculas y grasas saturadas. Sin embargo, se ve a sí mismo como un ejemplo de armonía y belleza. Cree músculos lo que son tan solo acumulaciones de grasa alrededor de su cuerpo voluminoso. Piensa que está fuerte como un toro. Tal vez acierte con la familia animal, pero desgraciadamente, se equivoca de lleno con la especie o, cuando menos, con el género.

El Devastador escapa por el momento a su destino cruel, que es un lejano sacrificio en el altar que espera a todos los bóvidos o una muerte por infarto, debido a las grasas que van colapsando lentamente las arterias de su cuerpo. Cuando esto suceda, su esposa, triste y a su vez aliviada, le llorará un ratito y después acudirá, suspirando y haciendo pucheros, a consolarse en una de esas animadas reuniones de viudas que decoran las cafeterías de lujo.


jueves, 4 de septiembre de 2008

EL AVIÓN DE COMBATE


Avivo las llamas con puñados de hojas secas para hacer señales a los aeroplanos que cruzan el cielo. Grandes focos iluminan la noche mientras en las salas de recién nacidos vienen al mundo los hijos de la guerra, los herederos de las ciudades en ruinas.

Un piloto perdido aterriza al borde del mar, sobre la arena húmeda. La marea alta va cubriendo las alas grises del avión de combate, mientras corremos a saludar, sonrientes, a aquel que vino a encontrar nuestra muerte.

Practico un hechizo que dispersa la niebla y aguardo en silencio, con el vientre rasgado por las ráfagas de metralla, la llegada del sueño, escuchando, como en un dulce susurro, el arrullo cadencioso de las alarmas antiaéreas, los disparos lejanos, las explosiones de mis células dormidas.

martes, 2 de septiembre de 2008

ZACK


Cada vez que baño a Zack, mi único hijo, puedo ver cómo su tamaño se va reduciendo, poco a poco, hasta casi desaparecer. Se va volviendo igual que un pececillo, y luego parece ser solo una larva diminuta. Es entonces cuando lo saco de la bañera, temiendo que vaya a volverse invisible, que lo devore algún mosquito agazapado entre el gel y el champú, que se cuele por la rejilla del desagüe o que no pueda reconocerlo entre las pequeñas burbujas de agua.

Después lo pongo a secar y puedo ver cómo recobra poco a poco su tamaño natural y cómo va creciendo hasta ser nuevamente lo que era, un niño de cuatro años que pesa catorce kilos, que habla, ríe y corretea por todos lados, persiguiendo a los gatos, inventando palabras, pidiendo incansablemente cosas tan sencillas que resulta imposible conseguirlas.

Una vez, después de bañarlo, lo puse, como siempre, a secar. Se había vuelto otra vez muy pequeño, diminuto como una lágrima. Lo coloqué junto al fogón de la cocina, no muy alejado del fuego, para que le llegase un poco de calor. De manera imprevista me puse a cocinar y una gota de aceite caliente saltó de la sartén y cayó sobre él. Aún no había recuperado su tamaño sino muy levemente. Me puse a gritar como un loco. Temí haberle matado.

Observé, aterrorizado, cómo iba recuperando su tamaño normal. Estaba más aletargado que nunca, pero aún respiraba y su corazón latía débilmente. Se recuperó, por fortuna, pero desde entonces tiene una mancha amarilla sobre el pecho que le salpica ligeramente la cara, como si estuviera maquillado para una fiesta de carnaval o como si fuera un ser del futuro. Los médicos me han dicho que esa mancha nunca desaparecerá.

Desde entonces, Zack, mi niño querido, la razón de mi vida, odia el agua. Cada vez que me ve mira con recelo, como si no lo quisiera o como si pensara que espero una ocasión para volver a dañarlo o para buscar su muerte.