jueves, 18 de febrero de 2010

EL LIBRO DE HORÓSCOPOS

REMEDIOS VARO (Papilla estelar)


John Hoo, hijo de inmigrantes asiáticos, residió en Glasgow toda su vida. Allí escribió su única obra, que llamó “Libro de horóscopos”. Fueron muchos los que la compraron, animados por el título, pero la gran mayoría no pasó de hojear los primeros capítulos, decepcionados por no encontrar entre sus páginas largas descripciones del carácter o pronósticos sobre un futuro feliz. El libro, por el contrario, hablaba tan solo de un modo superficial de signos astrales y alineaciones de planetas, y no hacía referencia alguna a relaciones amorosas, dinero en abundancia o hermosas casas junto al mar.

“Cada uno de nosotros somos el centro del universo” escribía Hoo, “el lugar por donde pasan cada día los cometas y los quásares, donde se producen las tormentas de estrellas y las auroras boreales”.

“Todo cuanto pasa ocurre en nuestro cuerpo”, continuaba, “y en las extrañas sustancias sin ser que lo habitan: en la respiración de la vida que nos atrapó un día y nos mantendrá a su lado mientras seamos intensos y trascendentes, mientras conservemos aún una chispa de energía”.

En el amor, John Hoo defendía ser radical y valiente, sin llegar jamás a mostrarse ofensivo. En materia de sexo llamaba a explorar nuevos caminos, experiencias postergadas o sepultadas por la educación. En cuestión de dinero proponía gastar a manos llenas en felicidad, quemar las naves cada día y vaciar las cuentas corrientes, viviendo en constantes números rojos.

Sin embargo, quienes conocieron a John personalmente estaban desconcertados con sus extrañas teorías, que en muy poco o en nada coincidían con la realidad de su vida. Así, se le conocieron muy pocas parejas y amigos, pues era tímido y apocado. Hoo vivió en un pequeño apartamento sin apenas luz, como un pez abisal o un murciélago y el dinero nunca le sobró, hasta el punto de que pasó sus últimos años viviendo de un pequeño subsidio que apenas le alcanzaba para comer.

Un empleado del servicio municipal lo encontró muerto de frío, de madrugada, tendido junto a la puerta del palacio de exposiciones de la ciudad, mientras los copos de nieve caían sobre él mansamente, como pedazos de estrellas.


sábado, 13 de febrero de 2010

LA MUCHACHA QUE DURMIÓ EN LA BUHARDILLA NORTE



Solo recuerdo una de las muchas historias que nos contaba mi madre, después de acostarnos, a mi y a mis dos hermanas. Es un cuento que creo que nadie más conoce, o que yo, al menos, no he vuelto a escuchar ni he visto escrito en ninguna parte desde aquellos lejanos días. Ni siquiera ella misma, mi madre, ya muy mayor, lo recordaba cuando un día, bastantes años después, le pregunté por él. Se lo tuve que contar de principio a fin, muy despacio y entonces, cuando ya estaba a punto de terminar, sonrió como la niña que fue un día y pareció acordarse. Me dijo que a ella se lo había enseñado su padre, a quien quiso con locura, cuando era muy pequeña, y que se lo hacía contar muchas noches. La historia, sin embargo, siempre le había hecho sentirse un poco triste, pues él, mi abuelo Eugenio, murió atropellado por un tren, cuando ella solo tenía diez años.


El cuento, tal y como hoy, después de tanto tiempo, permanece aún en mi memoria es, a buen seguro, muy distinto del original, pues ahora aparecen en él, sin que yo mismo sepa explicar el motivo, modernos automóviles, ciudades colapsadas por el tráfico y otros elementos, objetos o personas que sin duda se han ido añadiendo a mis recuerdos con el paso de los años, sin que haya sido capaz de apercibirme de ello. La historia tiene un título bastante largo, "La muchacha que durmió en la buhardilla norte", y su protagonista un nombre hermoso y al mismo tiempo extraño, Ugiyaku. Empieza así:

“Ugiyaku era muy pequeña de estatura. Apenas pasaba del metro y cuarenta centímetros, pero los rasgos de su cara y las suaves líneas de su cuerpo eran tan perfectos que su belleza llegaba a atemorizar a los hombres. Daba la sensación de ser un animalito delicado y salvaje, como un cachorro de puma o un pequeño ciervo.

Algunos muchachos se dirigían a Ugiyaku, deseando conocerla, pero generalmente solo conseguían cruzar con ella unas pocas palabras antes de caer en un silencio que se volvía un abismo infranqueable. A veces simplemente se quedaban contemplándola a lo lejos, sin decir nada, pues con solo mirarla se intuía que era un ser extraño al mundo, huidizo y lleno de misterio.

La muchacha vivía sola, en una pequeña buhardilla de alquiler a la que había llegado unos meses antes. Desde su cuarto, que tenía una terraza orientada hacia el norte, se podía ver, en los días despejados, un cielo colmado de estrellas, y la luna, al fondo, como un gran planeta de hielo.

La piel de Ugiyaku era oscura y algunos suponían en ella un origen indio o árabe, aunque nadie conocía con certeza su lugar de procedencia. Tampoco se sabía que tuviera familiares en los alrededores. De cuando en cuando se le veía con algunos amigos, siempre de noche, y luego desaparecía durante semanas enteras, sin que nadie supiera nada de ella.

En cierta ocasión un hombre se enamoró irremediablemente de Ugiyaku. A pesar de que sentía en su presencia una gran turbación, algo irresistible le impulsaba hacia ella con la misma fuerza con la que se atraen entre si los planetas o con la que una violenta tempestad barre la tierra.

Cada vez que el muchacho la veía no pensaba en besarla ni en tomarla de forma brusca, sino en abrazar su cuerpo con fuerza y a la vez dulcemente, hasta sentir que ambos se fundían en uno solo. A menudo soñaba que dormía a su lado, y que se quedaba contemplando su cuerpo desnudo hasta el amanecer.

Después de mucho tiempo, ella consintió a los deseos del hombre. Solamente puso dos condiciones: nunca debería pegarla, ni siquiera con la mayor suavidad, y si dejaba de quererla se lo diría inmediatamente. El asintió sin dudarlo un instante, pensando que nada en el mundo le podía resultar más sencillo de cumplir.

En realidad, resultaba extraño que ambos hubiesen podido vivir tanto tiempo sin llegar a conocerse, o que ella no hubiese cedido antes a las pretensiones del muchacho, pues era evidente a los ojos de todos la gran necesidad que tenían el uno del otro. Sin él, Ugiyaku probablemente hubiese enfermado de tristeza, pues se le veía a menudo atormentada y ausente, o tal vez de frío, al que era extraordinariamente sensible. Él, un joven profesional de éxito, quizá se hubiera transformado con los años en un cretino con el corazón carcomido por el dinero. Ambos se debían la vida.

Ella empezó a trabajar a principios del verano, haciendo el turno de noche en una cafetería del Barrio. Al volver a casa, de madrugada, Ugiyaku le contaba riendo todo lo que le había sucedido durante la jornada. Después, le hacía repetir mil veces que la quería y se quedaba acurrucada a su lado, como un pequeño animal. A veces él se atemorizaba al notar la extrema frialdad de su cuerpo y la cubría con mantas.

Si un año antes le hubiesen preguntado cuáles eran sus principales objetivos en la vida, probablemente no hubiera sabido qué contestar. Quizás hubiese hablado de visitar muchos países, de poseer una casa grande o un coche rápido y lujoso, de acumular dinero o tener aventuras sexuales con mujeres. Ahora se daba cuenta de que lo único que le importaba en la vida era el amor. Conocía tanta gente con cuentas corrientes infladas de dinero, personas que vivían rodeadas de lujo y que, sin embargo, no tenían el más pequeño rastro de amor en sus vidas, que poder tomar en sus brazos a esa muchacha le parecía lo más importante de la existencia, y que todo lo demás no podía sino girar alrededor de ello.

Ella le contó algunas cosas sorprendentes. Le aseguró que no era de este mundo, que su raza provenía de la Luna. En otro tiempo, le dijo, hace muchísimos años, la Tierra no tenía una, sino cuatro lunas. Las tres restantes cayeron sobre nuestro planeta, casi a un mismo tiempo, provocando severos cataclismos, terribles cambios climáticos.

Las tres lunas estaban habitadas, pero en cada una de ellas vivía una especie distinta. Dos de ellas, los Kuna y los Napé, se extinguieron poco después del impacto, pues los escasos supervivientes de aquel choque brutal fueron incapaces de adaptarse a las condiciones del nuevo mundo. Entraba dentro de lo posible, sin embargo, que alguno de ellos hubiera logrado subsistir, y que aún existieran descendientes de esas civilizaciones remotas, mezclados entre los seres humanos, viviendo tal vez como vagabundos, ocultándose de todos, huyendo.

La única raza que, según se cree, consiguió mantenerse con vida fue el pueblo al que pertenecía Ugiyaku, al que sus propios miembros llamaban “Uwa”. Según le contó la muchacha, los integrantes de este clan lunar son en su inmensa mayoría mujeres que tienen la altura de un niño, pero una edad de muchos siglos, y solo pueden vivir y desarrollarse plenamente a la luz de la luna.

Le dijo también que en el mundo, según creía, únicamente quedaban nueve muchachas de su raza, descendientes de aquellas primeras mujeres Uwa. Ugiyaku, por desgracia, había perdido el contacto con sus compañeras, que se arropaban y se protegían mutuamente, lo que le hacía sentirse a menudo deprimida y triste, abandonada en un mundo extraño y hostil.

La piel de las mujeres Uwa era extremadamente fría, y su corazón estaba helado. Para mantenerse con vida necesitaban vivir en un ambiente caluroso y estable, con muy pocas variaciones de temperatura. Por esta razón la gran mayoría de sus ascendientes murieron, a consecuencia del frío, durante el primer invierno que pasaron en la Tierra. Las demás se trasladaron a las zonas más cálidas del planeta, y aún así, habían conseguido resguardar su vida con grandes dificultades, durante varias generaciones, protegiéndose de los cambios de tiempo imprevistos, pero sin lograr adaptarse por completo. Además, el sol también podía ser un terrible enemigo para ellas. Si se exponían directamente a sus rayos durante un tiempo prolongado, podían morir en pocas horas.

Una noche la muchacha no regresó a la hora de costumbre. Eran los últimos días del mes de septiembre, y como cada tarde de aquel verano, a pesar del calor, Ugiyaku había acudido a trabajar protegiendo su cuerpo menudo con abundante ropa. Pero de forma inesperada el tiempo cambió, bajando la temperatura hasta cerca de seis grados. Preocupado por su demora, el hombre salió a buscarla, pero un accidente de tráfico le hizo retrasarse unos minutos. La persiana de metal del café ya estaba cerrada, y Ugiyaku se había quedado acurrucada en un portal cercano. No había estado allí más de un cuarto de hora, pero tenía los brazos y las piernas paralizados por el frío. El muchacho no sabía qué hacer. La introdujo en el coche y encendió la calefacción a su máximo nivel, frotando su cuerpo vigorosamente. Ugiyaku pareció reanimarse y volvió a casa tosiendo. Días antes, ella le había contado que sus pulmones eran también diferentes, más pequeños y sensibles que los de él y el resto de los habitantes de su planeta.


Se quedó dormido a su lado, abrazándola. Cuando despertó se dio cuenta, con espanto, de que había muerto. Trató de calentar su cuerpo apresuradamente, y después la llevó, apretándola contra su pecho, a un hospital cercano. Todos los cuidados, sin embargo, resultaron inútiles. Los médicos estaban desconcertados ante un caso que les parecía fuera de lo común, distinto a todas las patologías descritas en sus libros, y se llamaban unos a otros para observar el pequeño cuerpo. Le dijeron que ya no había nada que hacer e insistieron en que dejara allí su cadáver para que pudieran hacerle una autopsia, pero él se negó rotundamente a firmar los papeles que le presentaron y llevó el cuerpo en brazos hasta su coche, mientras las lágrimas corrían por su cara.

No quiso enterrarla en ningún cementerio. La llevó lo más cerca posible de la luna, a una discreta elevación alejada de todo rastro humano y prendió fuego a su cuerpo, dejando que ardiera hasta consumirse.

Nadie le ha vuelto a ver desde entonces. Hay quien dice que se arrojó al mismo fuego, que se recortaba alto y majestuoso sobre la luna llena. Otros aseguran que aún vive, sin trabajar, que odia el sol y que no sale sino de noche, a escondidas de todos. Yo, que fui uno de sus amigos, creo que está muerto, aunque no puedo dar ninguna prueba de ello. Vivo solo, entregado a mi trabajo, añorando un amor perfecto, como el de Ugiyaku, y pienso que quien lo ha conocido no puede sobrevivir sin él un solo instante".



martes, 9 de febrero de 2010

EUGEN



Un día, mientras se desvestía en el vestuario del gimnasio, Eugen Rorschach tuvo una profunda experiencia, cercana a lo filosófico o a lo trascendental. Comprendió de repente, mientras se ataba las zapatillas, poco antes de ponerse a correr, que la vida no es más que una sucesión de millones de instantes, y que ninguno era más importante que los otros. Lo único que había que hacer era entregarse de lleno a cada momento. Era lo mismo correr sobre una cinta móvil o levantar pesas, escribir un informe o comer, hablar en un bar con los amigos, hacer el amor, caminar por la montaña, llamar por teléfono o ver la televisión. Solo se trataba de estar presente en cada uno de esas situaciones, ser como un animal, sin pensamientos ni recuerdos, sin esperanzas puestas en el tiempo futuro.

Unos momentos eran objetivamente agradables, buenos y alegres. Otros, por el contrario, Eugen los sentía como tristes e incluso dolorosos. La gran mayoría, sin embargo, le parecían intrascendentes, sin ninguna importancia, pero también había que prestarles toda la atención, como si fueran pequeñas joyas de un valor incalculable, el regalo de un dios misterioso que se escondiese al acecho, observándolo todo.

El instante más valioso de su vida, sin embargo, uno entre un millón, o quizás uno solo entre mil millones, ocurrió el día en que Rorschach conoció a Sara. Quedó prendado de ella desde el primer momento y no pudo evitar que su recuerdo compartiera la mayoría de los preciosos momentos que lo iban a acompañar hasta el final de su vida.

Sin embargo, ella nunca supo nada sobre los cataclismos que había provocado en Eugen, entonces un muchacho. Jamás llegaron a hablar. Se casó con otro, tuvo hijos y vivió una vida a veces interesante, otras aburrida y vulgar, sin reparar en él, sin tener siquiera conciencia de haberlo conocido.

Con el paso de los años, la imagen de la mujer fue difuminándose en la mente de Eugen Rorschach. Sin embargo, en el momento preciso de su muerte, ya anciano, la volvió a ver tal y cómo era con total claridad, y sintió que en aquel instante la tenía a su lado, como si fueran dos amantes que caminasen, cogidos de la mano, hacia un umbral desconocido.


martes, 2 de febrero de 2010

LA CENA DE LOS GALÁPAGOS

TAMARA DE LEMPICKA


Cada viernes por la noche, Los Galápagos se reúnen para cenar. No se ven ni se llaman jamás entre semana. Tampoco necesitan concertar una cita, pues saben que ese día todos se encontrarán a la hora habitual, en el mismo lugar.

Llegan al restaurante uno por uno, con sus camisas recién planchadas, perfumados y alegres. Sin embargo, no siempre son los mismos los que acuden. Unos van y otros vienen, como los trenes o las aves migratorias.

Hablan de economía y negocios, de mujeres, de fútbol y política, de trajes y automóviles. Cuando, por un descuido, la conversación deriva hacia asuntos personales, se callan rápidamente, como si temieran que por ese resquicio pudiera escaparse el alma.

Los Galápagos tienen dinero y son dueños de negocios. Juegan en bolsa y viven en casas distinguidas. Sin embargo, no poseerán nada de ello en unos años. Solo tienen derecho, como todos, a un alquiler pasajero, a un breve usufructo, hasta que el dios del Averno llegue en su busca.

Los Galápagos no son amigos entre sí, sino simples conocidos, competidores encubiertos, cómplices. Si alguno de ellos necesitara la ayuda del grupo, los demás lo mirarían a distancia, indiferentes y astutos, esperando que las oscuras leyes que rigen el mundo, como señores inclementes, ejecuten su sentencia inevitable.

Algunas mujeres los halagan y corren tras ellos, pero Los Galápagos desconfían de sus intenciones. Entre tanto, se embelesan mirando a hermosas jóvenes despreocupadas, que pasan del brazo de dulces muchachos sin rumbo, de obreros felices.




lunes, 1 de febrero de 2010

LA LUZ SECRETA

RYAN McGINNESS (No Sin, no Future)


Toda oscuridad guarda una luz oculta. El amor esconde odios intensos, la firmeza encubre una gran fragilidad, el dolor cobija el placer por venir, que a su vez encierra un nuevo dolor.

Somos una fracción del espacio sin límites, un magma que no se destruye. Cedemos el paso a nuevas vidas, mientras nuestro espíritu viaja a lejanos soles ignotos. De allí tal vez regresemos un día cubiertos de secreciones, llorando por haber abandonado el mundo feliz de los muertos.

Dormimos aislados cada noche, en habitaciones separadas, anhelando cobijarnos con flores y raíces, cubrirnos de tierra y musgo, notar los ciempiés que recorren nuestros brazos, percibir el calor de otros seres vivos, como si todos fuéramos una parte pequeñísima de un cuerpo infinito, o como si solo el aire nos separara.