martes, 24 de noviembre de 2009

EL PODER DE LOS OBJETOS

PEDRO RAFAEL GONZÁLEZ CHAVAJAY (Hombres de maíz)


En su pequeño pueblo del Trópico, que visitan con frecuencia el ejército y la guerrilla dejando a su paso un rastro de sangre, Mapiro, niño y pobre además de indio, habita en un mundo mágico.

Su vida en el poblado, en su tribu, está rodeada de objetos misteriosos y pequeños animales furtivos, sapos, colibríes y lagartos, cacerolas de barro, raíces narcóticas, balas abandonadas por la guerrilla, gorras de béisbol y extraños amuletos.

Mapiro bebe la savia de una misteriosa raíz que crece en la selva. Al instante frutos, objetos y pequeños insectos se reúnen a su alrededor como si estuvieran imantados por una extraña fuerza. Él los posee, los mueve a voluntad, hasta que, unas horas después, desaparece el efecto del brebaje.

Mapiro concentra su poder en salvar el poblado del hambre. Gracias a él crece el maíz en los campos yermos, los ríos cambian de curso y nubes de tormentas descargan sus aguaceros.

En el pueblo lo aprecian y lo odian. Hay quien corre sus cuentos, verdad o mentira adaptada por distintas voces, por las aldeas limítrofes, hasta que alcanzan lugares más grandes, oídos que no desean indios felices o clarividentes.

Cuando mandan a los guardias a buscarlo, Mapiro, oculto por sus extrañas artes, pasa inadvertido para ellos. Los soldados golpean a sus amigos y tirotean a uno de ellos. Es un niño del pueblo que cae al suelo desangrándose, agarrándose el vientre con fuerza.

Mapiro, en su escondite, llora amargamente, sintiendo que la bala le pertenece. Por eso, a una orden de su pensamiento el proyectil abandona el cuerpo del muchacho y se clava con fuerza en su propio pecho, que se ofrece a la muerte.



domingo, 22 de noviembre de 2009

ZAÏD

GREGORY COLBERT


Zaïd escribía extraños poemas. Por entonces, en Damasco, la ciudad donde vivía, la poesía era un asunto que no parecía interesar a nadie, pero él no reparaba en eso. Las palabras le surgían desde muy adentro, como un torrente caudaloso o como un simún que atravesara el desierto llevándose todo a su paso.

El muchacho arrancaba los poemas de su propio corazón. No sabía escribir de otro modo, sino desnudándose, vaciándose, dejando en ellos una parte de sí. Cada vez que escribía un verso su corazón perdía una diminuta fibra muscular, una gota de sangre, su movimiento sincopado se ralentizaba la diezmillonésima porción de un segundo.

Zaïd escribió un solo libro. Cuando llegó a la última página su corazón se encogió en el pecho y la sangre se fue extendiendo por la cavidad vacía, como un océano de sangre, como un universo roto.


lunes, 16 de noviembre de 2009

LA MUCHACHA QUE AMABA LOS RELÁMPAGOS

KAYCEEUS


Margot observaba el cielo cada día, esperando ver formarse nubes de borrascas. Desde muy pequeña no veía dibujos animados o películas de mundos fantásticos sino espacios meteorológicos o documentales sobre ciclones y tempestades.

En el pequeño pueblo donde vivía con sus padres las tormentas rompían con gran intensidad sobre sus cabezas. Margot se asomaba a la ventana de su cuarto para verlas aproximarse. Allí contaba los segundos que transcurrían desde el brillo intenso del fogonazo hasta que la explosión violenta del trueno rompía el cielo.

Cuando la feroz tormenta estaba encima de su casa salía a verla, evitando los árboles y los objetos de metal, y permanecía inmóvil mirando al cielo nublado, empapándose de lluvia. En esos momentos se creía un ser superior, una hija de las auroras boreales, un pequeño átomo que se hubiera desprendido de las nubes.

Sus padres, preocupados, la pusieron en tratamiento. Sin embargo, la conclusión del médico psiquiatra que la atendió fue que Margot era de una inteligencia completamente normal y que nada en ella funcionaba de un modo extraño. “Es el mundo el que no va a su ritmo” concluyó el experto. Ya que no podía recetar tranquilizantes o antidepresivos a todo el planeta tampoco le pareció conveniente prescribir a Margot ningún medicamento, y solo le dio un consejo: “no dejes jamás que te menosprecien ni permitas que crezca en ti un ego desmedido”.


Con el paso de los años Margot empezó a trabajar como empleada de parques y jardines para el gobierno local. Después se casó y tuvo una hija a quien llamó Waitiri, como la temible diosa del trueno maorí. La niña, aún muy pequeña, veía la televisión durante horas y adoraba los videojuegos. Sin embargo, cuando escuchaba el sonido lejano de una tormenta, abandonaba de repente todo lo que estuviese haciendo y se quedaba absorta, como si escuchara una música maravillosa o aguardara la visita de un ser de otro mundo.




miércoles, 11 de noviembre de 2009

INVENTAR

ELENA ODRIOZOLA


“Inventar” es una palabra de uso habitual entre algunos cubanos que he ido conociendo. Ante la pregunta, mil veces repetida tal vez, sobre cómo se las arreglan para salir adelante en su situación de escasez y necesidad, contestan que simplemente se dedican a “inventar”, es decir, o eso entiendo yo, a valerse de la imaginación ante las dificultades de la vida diaria. En esto, los cubanos han sido auténticos maestros, aplicando soluciones imaginativas ante la falta de materias primas básicas, recuperando artesanalmente automóviles y viejas máquinas en desuso, utilizando bambú en sus construcciones o generando combustible mediante compuestos inverosímiles.

Dentro y fuera de Cuba inventar es un concepto apasionante, que casi vale para todo, para el trabajo y la vida diaria, para la diversión y el sexo, para los viajes, para la música y la literatura, para el deporte, la arquitectura, el amor o la gastronomía.

Inventar este día, este mes, este año que se encuentra ante nosotros, este instante, este beso, esta relación anodina, vivir en mil direcciones, recorrer cada día los senderos colaterales, tomando el camino contrario al que nos conduce la inercia, haciendo lo inesperado, lo impensable, lo que a nosotros mismos nos resulta extraño. Expandirse como las ondas del agua, vivir esféricamente, abiertos al mundo. Inventar en fin, cada instante.




martes, 10 de noviembre de 2009

LA ISLA DESIERTA

LA PLAYA KOVALAM EN KERALA (INDIA)


Cuando Jean Harispe, un viejo capitán de barco de Ciboure y los once hombres que lo acompañaban llegaron a la Isla Desierta no encontraron en ella a nadie. Tan solo la recorrían lagartijas y pequeñas aves. Sin embargo, su vegetación era muy variada: castaños, laureles, rododendros, digitales, hortensias, frutales silvestres y una gran variedad de arbustos y flores.

Con el tiempo, la primera comunidad de la isla se fue ampliando con la llegada de nuevos aventureros: franceses, españoles, holandeses, negros traídos por la fuerza desde África y jóvenes esclavos bereberes, que compartían sus vidas con diversos animales, sobre todo perros, asnos y caballos. Muchos que buscaban riquezas se fueron al no encontrarlas. Quienes escapaban de su vida anterior también acabaron marchándose, pues tuvieron las mismas dificultades que en sus lugares de origen, ya que su pasado viajaba siempre con ellos.

Junto a aquellos viajeros llegó a la Isla Desierta Jesús Abín, un fugitivo, un emigrante político. Abín era escritor sin suerte y activista de izquierdas. Había escapado de la cárcel en España, pagando una elevada cantidad de dinero como pasajero secreto en un barco que hizo escala en la isla, camino de la costa africana.

Jesús llegó hasta aquel lugar abatido y triste, delgado y enfermo por las privaciones, las torturas y el terror que había sufrido a manos de la policía y los guardias de prisiones. Al principio recorría los muelles y sus tabernas buscando con avidez noticias de sucesos políticos, de revoluciones o algaradas. Poco a poco, sin embargo, se fue olvidando de todo ello. Compró una casa en las afueras y se fue a vivir con una chica mulata, hija de esclavos, con la que recorría los muelles al atardecer, agarrando fuertemente su mano y con la que se entregaba a exaltadas noches de amor.

Jesús Abín escribía sin parar, rodeado de los hijos que poco a poco fueron viniendo, que trataban constantemente de robar su atención. Los temas de sus escritos, llenos al principio de un ardor turbulento, se fueron sosegando. Fueron virando, muy poco a poco, de la opresión capitalista y las maldades de un sistema represor al amor a la naturaleza, a los montes y las grandes cascadas, al aire azulado, al océano, a su mujer y sus hijos, a los buenos compañeros que le proporcionó la vida, a su amigo interior.

Años después, ya viejo, sin haber vuelto jamás a su tierra, apenas la echaba en falta. Tampoco pensaba en la lucha de clases. Absorbido por las tareas diarias, no tenía tiempo para revoluciones ni para nostalgias. Solo escribía cortos poemas de amor y el resto del tiempo se dedicaba a labrar la tierra y a hacer surcos en la dura piedra para que el agua llegase a sus humildes sembrados.

De noche, a la luz de la luna, que se recortaba sobre el mar, Jesús miraba a su mujer, no tan bella como entonces, pero una parte esencial de su vida, un pedazo de su mismo cuerpo, un espíritu de las estrellas que había decidido posarse en la Isla Desierta y no apartarse jamás de su lado.



jueves, 5 de noviembre de 2009

EL PALACIO DEL AZAR

OLIVER FOLLMI


Todos visitamos un día, cuando éramos niños, el Palacio del Azar. Lo mismo da que fuéramos los hijos de un ministro del Gobierno o que creciéramos en un barrio humilde, de chabolas destartaladas. Todos hemos estado allí, todos hemos visto ese lugar, y pasamos el resto de nuestra vida anhelando, sin saberlo, volver a visitarlo.

Cuando acudimos de nuevo en su busca, sin embargo, nos encontramos las puertas cerradas. Ya no somos los chiquillos ingenuos que fuimos, sino una amenaza, un peligro para su supervivencia. Las ballestas y las armas de fuego nos apuntan desde las torres, las almenas y las troneras abiertas en los muros. No sabemos quien se oculta tras ellos, quienes son los soldados que lo protegen ni a quienes guardan en su interior, defendiéndolos de nosotros, pero intuimos que quienesquiera que sean habitan un mundo mágico y que son felices de una forma que ya no está a nuestro alcance.

Tal vez vivan en él aquellos que jugaron con nosotros de niños y se quedaron allí para siempre, atrapados en los engranajes oxidados del tiempo o los que fueron violentados o acribillados a insultos, a golpes, disparos y bombardeos. Para cruzar sus puertas, intuimos, es necesario un pasaporte sin imágenes sonrientes, sin firmas, direcciones o huellas dactilares, un documento de aire y de sol, una sola palabra mágica que nunca supimos o que olvidamos hace tiempo.

Probamos cada día nuevas contraseñas, hacemos piruetas delante de los puentes levadizos o ensayamos caras bondadosas e inocentes, para probar nuestra pureza, pero la puerta permanece cerrada. ¿Se abrirá en par tras la muerte, cuando seamos de nuevo mujeres y hombres libres, niños sin pecado, pequeños duendes desprendidos de la aurora boreal, de la cola de un cometa?.



domingo, 1 de noviembre de 2009

PRINCESAS ALIENÍGENAS

VICTOR BRAUNER (Nude and Spectral Still Life - La Vie intérieure)


La belleza no es algo absoluto. Todos la valoramos de un modo unánime en determinadas ocasiones, ante un paisaje maravilloso, una obra artística o una persona de cuerpo esbelto y rasgos perfectos. Otras veces, sin embargo, lo que a nosotros nos parece hermoso a otros les resulta extraño, indiferente o incluso desagradable. Nadie más que nosotros se fija en esa libélula que flota ante nuestros ojos, en una pequeña flor imperfecta, en el hombre o la mujer que nos hace perder el norte y el sur, el pasado y el presente.

A Jacobe nunca le fue demasiado bien con las princesas terrestres. Conoció a muchas, pero no llegó a comprometerse con ninguna de ellas. Cada nueva candidata parecía perfecta a los ojos de sus familiares y amigos, pero él las rechazaba sin tan siquiera intentar una mínima aproximación.

Sin embargo, a los cincuenta y dos años conoció a Adhara, la mujer de su vida, su princesa alienígena. No hubiera sabido identificar su planeta de origen, si provenía de Venus, de Marte, de Plutón o de Deneb, la estrella más brillante de la Constelación del Cisne. Era una lástima que ya fuera tarde para que tuvieran hijos. Hubieran sido unos extraterrestres preciosos, con dos narices y cuatro brazos, con una sonrisa estelar y una mirada tan profunda como un agujero negro.

La vida le negó la paternidad, uno de sus mayores deseos, pero le proporcionó, en cambio, una pasión sencilla y misteriosa, una felicidad secreta que fue para él más valiosa que cualquier posesión material. Esa felicidad, sin embargo, solo le duró once años. Tras este tiempo, cuando él tenía ya sesenta y tres, la princesa enfermó, tal vez a causa de algún extraño virus contra el que los habitantes de su lejana luna no estaban inmunizados y se fue extinguiendo poco a poco hasta que abandonó este planeta, camino de algún lugar desconocido del cosmos.

Jacobe es inmensamente desgraciado desde entonces, pero siente que su vida se justifica plenamente por haber conocido a Adhara. A menudo siente su presencia cercana, como si aún durmiera a su lado, como si se la pudiera encontrar esperándolo a la salida del trabajo o como si fuera a recibir en cualquier momento su llamada telefónica.

Últimamente Jacobe ha observado un extraño suceso. Si desea algo con fuerza y piensa en ella siempre, tarde o temprano, lo obtiene. Ha logrado progresar en su trabajo, se mantiene sano y fuerte, tiene dinero y amigos, ha comprado una hermosa casa junto al mar, con un jardín de grandes camelias, las flores favoritas de Adhara. Desde allí, cada noche, mira a las estrellas y olvida por un momento sus pensamientos amargos. En ese momento no desearía otra cosa que ser un ser del espacio, un caballero alienígena que recorriera el firmamento en su busca, sin regresar jamás.