miércoles, 31 de diciembre de 2008

HADAS DE LOS MATADEROS

BASQUIAT (Self portrait)

Cuando todos sus compañeros ya se habían marchado, Joseph Poe abrazó a un ternero muerto, y permaneció a su lado, acurrucado sobre el suelo, durante varios minutos. Después, mientras la noche cubría con sombras de hielo el edificio rojo del matadero, el muchacho se quedó conversando en voz alta con los fantasmas de los animales a los que había degollado durante el transcurso del día.

Pidió perdón a los corderos, a los cerdos que gruñían salvajemente, a los caballos, a los bueyes impávidos. Imploró la compasión del Gran Espíritu Invisible para él, que les había arrebatado la vida, y para los seres inmateriales que había liberado con su muerte. Le aseguró que los había sacrificado con el respeto que merecían, tratando de evitarles todo el sufrimiento posible, y que deseaba que aquellos a quienes iban destinados no desperdiciaran un solo pedazo de la carne de los animales muertos, y que no despreciaran sus pieles, sus vísceras o su sangre.

Joseph volvió a casa de madrugada, alcoholizado y triste, tambaleándose por las calles cubiertas de finos hielos. Vivía en un piso semiderruido, en la calle de Gizeh, un suburbio desolado y sombrío. Casi todos sus vecinos eran inmigrantes, y muchos, al igual que él, habían llegado hasta el Barrio desde lejanos países de África, separados entre si por inmensas llanuras, grandes lagos, bosques o montañas gigantescas, lo que les hacía mirarse como si fueran habitantes de mundos distintos, como enemigos o extraños. Solamente les unía la pobreza y el color de la piel. Joseph Poe, sin embargo, cuando bebía hasta perder el control o fumaba heroína, se sentía un hombre distinto a todos, un príncipe masai, un auténtico morani, un guerrero vagando con su lanza, entre búfalos y cebras, por el cráter del Ngorongoro.

Cuando era un muchacho, Poe fue instruido en las costumbres de su pueblo y en los misterios que, a sus ojos, encierra el mundo. Aprendió a mirar más allá de la realidad visible, a comprender que además de las personas, los animales, las plantas y los objetos que pueblan el mundo, existen seres inmateriales, duendes, hadas, espíritus o demonios, y aprendió a conversar con ellos en su propio lenguaje, suave y melódico como el movimiento de las briznas de hierba.

Incluso en un lugar lúgubre y sombrío como el matadero, recorrido de día y de noche por mugidos, relinchos, y balidos de dolor, además de los espíritus inquietos y temerosos de los animales sacrificados, había duendes y pequeñas hadas, flotando sobre los cuerpos desollados, cubiertos de sangre y las vísceras esparcidas. Las hadas de los mataderos eran muy hermosas. Algunas tenían la piel blanca y otras, en cambio, la tenían oscura. A Poe no le extrañaba nada de esto. Lo sobrenatural, lo extraño y sorprendente era para él muchas veces más claro y comprensible que la mayor parte de los sucesos cotidianos.

Sin embargo, muchas veces Joseph dudaba de que todo esto no fuera sino un desvarío de su imaginación, los síntomas de una locura embrionaria o la mezcla en su cerebro enfermo de todas las historias que había escuchado alguna vez, cuando era un niño, y la vida le parecía hermosa y sorprendente como la representación de un teatro mágico. A veces, incluso, cuando se miraba en el espejo no veía a un hombre negro y delgado, sino a un ser extraño, sin color y sin rasgos definidos. Otras veces, a pesar de observar detenidamente, no veía a nadie.

El Barrio no fue la tierra de promisión que esperaba su familia. El padre, que había encontrado trabajo en un taller clandestino donde se fabricaban cohetes para las celebraciones de los días de fiesta, murió destrozado por un estallido de pólvora. Poco después, su hermana se fue de casa y Joseph había oído que se prostituía, lejos del Barrio, viajando continuamente de club en club, de una ciudad a otra. Poe vivía solo en la casa donde un año antes aún convivían los tres, y hasta allí le llevaban muchas noches agentes que hacían sus rondas nocturnas o vecinos anónimos, en un estado semiinconsciente provocado por el alcohol o la ingestión de drogas.

Poe pasó todo el día siguiente en su puesto de trabajo del matadero, sin cruzar una palabra con nadie. Estuvo cortando las grandes piezas de carne de una forma mecánica, con los ojos entrecerrados, como si el mismo fuera también un espíritu. Nunca acompañaba a sus compañeros en los momentos de descanso, pues se avergonzaba de no conocer bien la lengua y se sentía muy distinto de ellos, que a su vez le miraban con recelo. Mientras vaciaba las vísceras de los animales muertos, Poe habló consigo mismo en voz muy baja. Aquella mañana llevaba alrededor del cuello un collar de cuentas azules, en homenaje a su dios, Enkai. Por alguna razón, pensaba que aquel sería el último día de su vida. Sin embargo, la convicción de que el momento de su muerte estaba tan próximo no le hacía sentir ninguna tristeza.

Cuando llegó a casa, Joseph preparó su cena. Frió un pedazo de carne que había comprado esa misma tarde, de camino a casa, y mientras la masticaba muy lentamente, se quedó pensando en que tal vez él mismo hubiese matado al animal uno o dos días antes. Se sentía terriblemente solo. Volvió sobre sus pasos, para ir a buscar una botella de vino, y entonces vio con sorpresa que la puerta de la calle estaba entreabierta y que alguien había depositado en el suelo de la entrada un pequeño paquete postal. Después de rasgar el envoltorio encontró una tarjeta, que leyó con dificultad. Era la invitación para acudir a una fiesta, la Fiesta de la Serpiente, misteriosamente escrita en su propio idioma, la lengua del viejo pueblo masai, que había empezado a olvidar.


lunes, 29 de diciembre de 2008

LA GUERRA CON LOS PIGMEOS


Cuando empezó la guerra con los pigmeos nos despedimos con un beso de nuestras esposas y amantes, tan ardientes y felices como si se alejaran de nosotros para siempre o aguardaran heredar por fin nuestra escasa fortuna. Nos abrazaron con una pasión desconocida y acariciaron el centro de nuestro pecho como si tocaran el agujero de la bala que habría de matarnos.

Después acabamos por irnos, pero el convoy nunca partió. Un extraño armisticio acabó con nuestra aventura. Al volver, todos nos evitaban, nadie quería ser visto con nosotros, nuestros hijos se reían a escondidas. Durante aquellas noches, avergonzados, nos fuimos a dormir a la playa. Mientras soñábamos con pequeñas muchachas de piel negra, con bombardeos y botines fabulosos, nadie escuchó acercarse las canoas de los pigmeos, que con las luces apagadas surcaban el océano tenebroso.

sábado, 27 de diciembre de 2008

POEMA ESCRITO EN UN PAÑUELO DE SEDA

JONATHAN VINER (Lovesong)

Puso el cañón en su pecho, mientras él lo miraba sin apenas respirar. Lo mató allí mismo y dejó su cuerpo bajo un paraguas negro. Pequeños pájaros rojos trazaban piruetas al ras de sus ojos abiertos.

Volvió a su choza vacilando con pasos de funámbula y se tendió en un jergón esperando la llegada del sueño, con los ojos clavados en los signos indescifrables del cielo.

jueves, 25 de diciembre de 2008

LA ARISTOCRACIA DEL CORAZÓN

POLLUELOS EN UNA TORMENTA DE NIEVE

La aristocracia del corazón no cotiza en bolsa ni preocupa a los brokers, a los ejecutivos o a los dirigentes políticos. En el ránking mundial de valores ocupa el lugar maldito de las frases hechas y las buenas intenciones sin precio de mercado.

Quienes la practican no desprecian el valor del dinero, pero tampoco sacrifican su vida por él ni son capaces de actuar con usura o ventaja para conseguir beneficios. Saben que todo en la vida es fugaz y que son muchas las cosas que no se pueden comprar. Practican extraños ejercicios de altruismo y generosidad para intentar transformar su pequeño mundo, pues saben que en realidad no son dueños de nada, pues lo que poseen hoy no será suyo por mucho tiempo.

Aristócratas del corazón trabajan en las residencias de ancianos, en las administraciones públicas, en los supermercados, en la construcción de edificios, en las cárceles o en las industrias de armamento, en los quirófanos y en las salas de moribundos o son vagabundos o aventureros sin hogar conocido. En esos cometidos desempeñan a menudo funciones perversas o carentes de lógica, encomendadas y supervisadas por otros, pero las hacen distintas con su sola presencia, como druidas que practican sortilegios con briznas de hierba.

Creen en la belleza del mundo, en el equilibrio de las especies y las razas, en la infinita variedad de los colores, en las múltiples caras del Tao, en la bondad y en la crudeza inmisericorde de la vida, en la justicia y en los rayos de luz que, en las situaciones más difíciles, consiguen filtrarse entre la niebla.

Los aristócratas del corazón no se reconocen como miembros de esta estirpe distinguida. A menudo se ven a sí mismos como simples plebeyos desastrados, y ceden el paso ante los que creen ser marqueses, duques o príncipes, tratándolos con amabilidad y respeto, como los caballeros secretos de una humilde orden de magos.

domingo, 21 de diciembre de 2008

EL OTRO LADO DEL ESPEJO

JONATHAN VINER (Stay of Execution)

Shamash cruza cada día el sendero que conduce al otro lado del espejo. Lleva años yendo y viniendo por él. Allí encuentra a su padre que murió, a sus amores pasados, a los niños que pudieron nacer de la energía volcánica de su semen. Descubre todos los lugares donde pudo ser distinto, vive en ciudades diferentes o en otras casas de su misma ciudad. Se cruza en la calle consigo mismo, llega a su hogar donde lo espera la mujer que lo abandonó hace diez años. Acuesta a sus hijos con un beso y hablan los dos en voz muy baja sobre quienes pueden ser aún, ya que por ellos han renunciado a la vida.

A este lado Shamash se mueve libre como una pluma de halcón, preguntándose donde le llevará su espíritu viajero, su instinto por vivir en el límite. Asume riesgos insospechados, se enreda en asuntos en los que hace un tiempo se hubiera sentido un extraño, hace nuevos amigos, tiene relaciones fugaces, viaja a lugares que nunca creyó que pudiera visitar, ve caimanes, da de comer a las mangostas, duerme con iguanas, tiene amantes cubanas, finlandesas, eslovenas.

Shamash quiero vivir siempre así, entre las dos mitades del espejo. Necesita los dos mundos, el que él mismo escogió y el que pudo haber sido y existe aún entre una fina niebla, del otro lado. Quiere vivir sin renunciar a sus muertos y a todos los vivos, a los que pudo ser y a todos los que puede ser aún en sus años de vida, hasta su viaje definitivo, hasta que un día caiga sobre el suelo como una hoja sin vida.


viernes, 19 de diciembre de 2008

LA ESTACIÓN DE LAS LLUVIAS

ÁLVARO REJA (La vendedora de ajos)

La vio en el agua, flotando con dificultad. Sus dedos estaban levemente mordisqueados por los peces, pero aún respiraba. Estaba inconsciente, herida por una puñalada. Ogerot la tomó en sus brazos bajo la lluvia y la condujo a su choza. Deseó besarla, pero los hombres de honor no besan a extrañas.

Tomó su medicina contra el insomnio y durmió siete horas. Lo despertó la muchacha, que deliraba entre sueños. La llevó a la ciudad en su viejo automóvil y allí la ingresaron en un cuarto del hospital. Ogerot aguardó varias horas en la habitación de guarda, sin atreverse a preguntar qué pasaba.

De madrugada, una enfermera le dijo que ya se estaba recuperando y que su vida no estaba en peligro. Entonces el hombre volvió a su hogar, contento y a la vez entristecido. Estuvo allí varios días, pensando en ella a todas horas, incluso en sueños. Acudía a pescar, arreglaba la choza, preparaba su comida, conversaba con las flores. Al final, derrotado por la nostalgia, volvió a buscarla, pero ya no estaba en el hospital.

La volvió a ver de forma casual, un año después, en la misma ciudad. La mujer que salvó de las aguas alborotadas vendía verdura en un puesto del mercado. Ogerot le compró cebollas, endivias y remolachas, aunque él mismo las cultivaba en su huerto. Cuando la muchacha se inclinó hacia él para entregarle su compra, sintió, como un año atrás, un deseo indomable de besarla, pero justo entonces recordó que los hombres de bien nunca besan a extrañas.


miércoles, 17 de diciembre de 2008

ZOHRA

CAROL BLOCK (Blowing Bubbles)

Desde hace unos años, la vida de Zohra es un juego alegre, casi sin interrupción, a la espera de que el juguete, ella misma, caiga definitivamente y se haga trizas contra el suelo.

Zohra tenía solo veinte años cuando se casó. Tuvo un hijo, Kalu, y poco después se separó. La muchacha intentó encontrar nuevamente un hombre que diera sentido a su vida. Hoy, desengañada, cree que es inútil buscar la razón de vivir en otra persona. Conoce hombres, comparte sus camas, sus momentos de felicidad y sus preocupaciones, llega a vivir con ellos, y tras un tiempo, rompe la relación e inicia otra nueva con alguien que consiga prender en sus ojos un destello de alegría.

Zohra nunca ha dejado de trabajar. Pasó quince años como ayudante en una oficina de arquitectura, hasta que, de repente, decidió abandonarla. Hoy, a los 42, cambia frecuentemente de ocupación. Así conoce gente distinta y explora las múltiples aristas de la antigua maldición bíblica que nos condena a tener que buscar el sustento.

Mientras Kalu era un niño Zohra apenas pudo viajar. Hoy hace cinco o seis viajes al año. Ha estado en Bostwana, en Irán, en Nicaragua, en Nueva Zelanda. Conoce Nueva York, Varsovia, Helsinki, Calcuta, Atenas e infinidad de otras ciudades de varios continentes. Practica el montañismo, y asciende las cumbres más altas de cada país que visita. También le gusta el mar y el buceo. Recorre las islas del Mediterráneo, Corfú, Creta, Malta, Chipre o Cerdeña, pero rara vez regresa a un mismo lugar.

Zohra ha descubierto aficiones perdidas, placeres desconocidos. Acude a bailar, toca música, lee, colecciona amigos de todo el mundo. Cree que cualquiera que conoce le supera en algo. Es cierto que hay personas perversas, enmarañadas o esquivas. A esos los deja de lado. Pero una mayoría de la gente es cooperativa y de buenas intenciones. Zohra lucha por mantener el contacto con ellos, por tejer una red de amistades indestructibles con los seres que han pasado por su vida y le han ayudado a construir su destino, a pesar de que a veces se encuentren separados por miles de kilómetros, y recibe frecuentemente postales, cartas, correos electrónicos o llamadas inesperadas.

En cualquier momento, en un aeropuerto perdido, en mitad de su jornada laboral, caminando por la calle o en brazos de un nuevo amante, su vida terminará. Entonces el espíritu de Zohra tal vez vuele, conducido por pequeños pájaros blancos, al lugar de donde llegó al mundo, a un lejano país sin dolor, a un universo hermoso y transparente.

sábado, 13 de diciembre de 2008

LUDOVIC

EDWARD S. CURTIS "Ndee Sangochonh, Apache Indian"

Desde los lejanos años de su adolescencia, Ludovic había sentido un gran interés por la vida de los pieles rojas. Sabía situar con exactitud sobre los mapas de América los territorios donde habían vivido los wichita, sioux, arapahoes, cheyennes, wisham, qahátikas, kiowas, hopis, arikaras, navajos y otras decenas de tribus indias. Conocía sus costumbres ancestrales, sus ritos secretos, sus tácticas de caza, los vestidos que utilizaban en sus ceremonias, sus recursos medicinales y sus alimentos. También era capaz de diferenciar sin vacilación, de entre las diferentes razas indias, a los habitantes de los poblados de adobe de los desiertos del Sur de aquellos que se dedicaban a la caza de búfalos en las praderas inmensas, y a quienes vivían en el interior de los bosques de los habían llegado a ser, durante siglos, los únicos ocupantes conocidos de las heladas tierras del Norte.

Ludovic, cuya extraña apariencia, muy pálido y vestido siempre de negro, recordaba a Buster Keaton o a Harold Lloyd, tenía una gran cantidad de libros y grabaciones acerca de estas tribus legendarias, y había visto infinidad de películas y documentales sobre ellas. En cierta ocasión, para asistir a una fiesta de disfraces se vistió como un pawnee, afeitándose la cabeza y pintando su cara de rojo, aunque tuvo tan poco éxito que todos le confundieron con un punkie o un skin head.

El muchacho era un gran admirador de Edward Sheriff Curtis, el famoso fotógrafo que dedicó su vida a recorrer las llanuras, los bosques y los colinas desérticas donde vivían aquellos maravillosos salvajes, retratando con su cámara fotográfica los últimos vestigios de unas culturas, emparentadas entre sí pero a la vez muy distintas, que se encontraban al borde de la desaparición. Así que cuando acabó sus estudios elementales y tuvo que elegir una profesión, Ludovic eligió ser fotógrafo, y se aplicó en estudiar y practicar con gran pasión el arte de dibujar con la luz. Pero no quiso renunciar a realizar estudios superiores, y para ello optó por la Filosofía, una ocupación olvidada y con escaso prestigio en la era de las máquinas.

Sus amistades anarquistas de aquellos tiempos y las lecturas filosóficas con las que dio sus primeros pasos por los etéreos caminos del pensamiento, libros de profetas del nihilismo, que defendían una visión muy pesimista acerca del mundo, le llevaron a la conclusión de que la civilización occidental estaba viviendo también sus últimos momentos, previos a su desaparición, como en su día ocurriera con los pieles rojas y con muchos otros pueblos y grandes imperios del pasado. Asumiendo este hecho como cierto e incontestable, Ludovic tomó la decisión de dedicar su vida a recoger en imágenes los últimos años de su propia cultura, a punto de extinguirse o de sufrir mutaciones irreversibles, tal y como Mr. Curtis hiciera en el territorio de los Estados Unidos con las naciones indias.

Ludovic centró su actividad en los países más desarrollados, sobre todo en Bélgica, donde había nacido, y en el resto del mundo occidental, incluyendo también en sus reportajes a los países por entonces comunistas, a Australia, Canadá y los Estados Unidos. En su opinión, los modos de vida del llamado Tercer Mundo, desde los habitantes de las selvas amazónicas a los pueblos de las estepas asiáticas, desde los aborígenes de Oceanía hasta la miríada de etnias que forman el África negra o las tribus y naciones musulmanas, aferrados aún, en buena parte, a sus tradiciones milenarias, iban a ser los únicos que perdurasen después de que la civilización occidental desapareciese, y serían tomados como modelos a partir de los cuáles construir las futuras generaciones. Y todo ello a pesar de que en la actualidad estén considerados pueblos incultos o subdesarrollados, sumidos en la superstición o sometidos cruelmente por creencias equivocadas o anacrónicas.

Así, según Ludovic, la raza humana habría de volver, tarde o temprano, a sus orígenes, que él situaba en la tribu, en la cual los terribles problemas creados por el progreso y la vida civilizada, como la pobreza, la marginación social, el paro, la destrucción del medio ambiente, la soledad en las ciudades superpobladas, o el abandono en que se encuentran los ancianos, los discapacitados o los enfermos psíquicos, tenderían a desaparecer por sí solos.

En sus fotografías, dominadas por virajes azules y rojizos, donde juegan a superponerse innumerables tonalidades de gris, aparecen prisioneros a punto de ser fusilados, vagabundos, carniceros descuartizando una vaca, cazadores de palomas, hombres famélicos que comen ratas, muchachos dormidos ante la televisión, cines casi vacíos, ancianos comiendo helados, mujeres ajustándose la ropa interior, bebés nacidos con deformidades, mecánicos de coches, pequeños comerciantes que cuentan una y otra vez su dinero, empleados del zoológico, muertos en accidentes aéreos, hombres desfogándose con prostitutas, parejas cogidas de la mano que miran hacia sitios opuestos, militares asesinados por una bomba, muchachos que golpean a una chica con un puño de hierro, cadáveres desnudos, condenados a muerte, estudiantes que se observan de reojo por encima de sus libros abiertos, sacerdotes de piel muy pálida, negros que saltan vallas, conductores que golpean sus cabezas contra el volante, alcohólicos caídos entre bolsas de basura, parejas practicando felaciones, habitantes de los túneles del metro, amantes felices, posibles suicidas que aparecen ahogados en las playas, y niños, muchos niños, que lo miran todo, que descubren la podredumbre que encierra todo, y preparan, sin que ellos mismos sean capaces de imaginarlo, un futuro distinto.

Ludovic nunca retrata edificios suntuosos o grandiosas perspectivas, ni tampoco objetos geométricos, espirales o hermosos paisajes que no contengan seres humanos. En ocasiones las personas apenas se pueden entrever en las imágenes que toma, pero siempre están allí, a menudo ocupando un pequeño espacio casi imperceptible, y en otras ocasiones, amontonándose, quitándose el primer plano los unos a los otros, luchando por ocupar un lugar en ese futuro del que, sin que lo sepan, son la negación.

El dominical de 'Le Monde' le dedicó un artículo de cuatro páginas, y su pequeña exposición, por la que apenas habían pasado diez o doce personas durante toda la semana anterior, se llenó los dos últimos días, y hubo que prorrogarla. Recibió más encargos de los que podía atender y fue invitado a participar en una serie de conferencias sobre el final del milenio, junto a renombrados artistas, sociólogos y literatos. Ludovic apenas fue capaz de explicar vagamente algunas de sus ideas, quizás porque no tenía más que unas pocas y eran muy simples.

Hace un mes, mientras ordenaba viejos papeles, encontré un recorte de prensa que hablaba sobre él, fechado once años atrás. He tratado de localizarlo durante varias semanas, con ayuda de unos amigos periodistas y de mi ex-amante, una policía de la Gendarmerie. Solamente he logrado averiguar unos pocos datos sobre su vida actual. Reside en un pueblecito de Las Landas francesas con una mujer que tiene una hija de quince años de otra relación anterior, sin haberse casado, conduce un pequeño Peugeot y trabaja en una negocio de reportajes fotográficos, no demasiado próspero, instalado en un destartalado local de alquiler, cuyo nombre indio “Le Tomahawk Photo Centre”, me hizo sonreír.


EL OKAVANGO


Los elefantes nadan bajo el agua, acechados por leones hambrientos, por buscadores de marfil, por fotógrafos de otros mundos.

Remo bajo el sol en una frágil piragua. Contemplo las águilas pescadoras, los jabirús, los cálaos, las avutardas que se posan en las ramas de los papiros, en los tallos desnudos de las palmas.

Paso la noche en una choza de madera, escuchando la tormenta que atraviesa el delta. Duermen a mi lado mis antepasados bosquimanos, cruzan mis sueños inquietos manadas de búfalos negros.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

PLAYA SALAMANDRA

LAWRENCE ALMA-TADEMA (Ask me no more)

Tenía unos días libres y decidí viajar, solo, a un lugar llamado Playa Salamandra. Iba a cumplir los cuarenta, y quería meditar sobre mi presente y mi futuro, tratando de decidir en qué quería derrochar el resto de mis años de vida. Llevé mi ordenador portátil, dos libros, toalla y cremas para el sol, películas en formato DVD, música y una larga lista de cosas entre las que algunas, como siempre sucede, resultaban absolutamente prescindibles y de la que, como también ocurre siempre, se habían caído objetos ineludibles.

Reservé el hotel por Internet. Aún era temporada baja, y me dieron, por muy buen precio, una habitación enfrentada al mar. Desde ella se veía una isla de la que nunca supe el nombre. Había poca gente alojada en aquel lugar. La mayoría eran parejas de jubilados o de aspirantes a serlo en un breve lapso de tiempo, pero había también una chica sola, con acento catalán, pequeña y delgada.

Me la encontraba varias veces cada día, en el bar del hotel, en el comedor, en la piscina o en la playa. Tenía un cuerpo hermoso y proporcionado en traje de baño. Aquella noche tuve sueños apasionados en los que ella era la protagonista indiscutible.

Éramos los únicos clientes que estábamos solos, teníamos una edad similar y parecía lógico que tarde o temprano estableciéramos algún tipo de comunicación, pero me pareció que rehuía el contacto conmigo. Se sentaba en el extremo opuesto del comedor, ponía siempre su toalla en la piscina o en la playa muy lejos de la mía y no me saludaba si casualmente nos cruzábamos, a pesar de que estoy seguro de que me reconocía.

Una noche, aburrido en el bar del hotel, decidí tomar una copa de ron para recordar viejas visitas al Caribe. El alcohol me hizo efecto rápidamente, ya que casi nunca bebo. Entonces ví que la muchacha desconocida estaba en la terraza exterior, sola, sentada frente al mar. Envalentonado por el extracto fermentado de caña de azúcar le pedí permiso para sentarme a su lado. Hablamos mucho rato. Me contó que se llamaba Nuria y era de Tortosa, una localidad de Tarragona, junto al delta del Ebro. Trabajaba como enfermera en un hospital psiquiátrico y tenía con frecuencia algunos días libres, que, según dijo, no estaba dispuesta a dejar perder, viendo como su juventud se consumía sin salir de su pueblo.

Estuvimos charlando y riendo y después fuimos a pasear por la playa. Sentí unos fuertes deseos de abrazarla, pero no me atreví a dar ese paso. Sin duda el efecto del ron había ido desapareciendo poco a poco. Cuando llegamos al hotel, nos despedimos en la entrada de su habitación, tres puertas más allá de la mía. Me costó conciliar el sueño, tratando de olvidar los vivos deseos de estar a su lado, abrazándola.

Al día siguiente no la vi a la hora del desayuno. Salí a pasear pero no estaba en la playa, y tampoco en la piscina, en el jardín, en la terraza o en el pequeño gimnasio. A eso de las once la vi saliendo del ascensor, con una maleta con ruedas. Me acerqué y entonces me dijo que se iba y que creía habérmelo dicho la noche anterior. Se despidió con dos besos y me apuntó su correo electrónico en un papel azul.

Pasé dos noches más en el hotel, melancólico y ausente. No hice ningún plan de cara al futuro, no leí nada ni pude ver ninguna película. Solo pensaba en Nuria y en la oportunidad del amor perdido. Pensé en escribirle nada más llegar a casa, pero ya de vuelta, lo fui retrasando día tras día, hasta que poco a poco me fui olvidando de ella.

martes, 9 de diciembre de 2008

UAKARI

UAKARI ROJO

Uakari sonríe como un mono, enseñando los dientes. Sin embargo, cuando nadie le mira parece concentrado en sus pensamientos nebulosos. Vive con su padre, ya mayor, tiene dos o tres amigos y no ha estado con una muchacha desde hace seis años, pues teme que si lo hace le absorba el cerebro y le voltee la vida.

Uakari vive dentro de sí mismo, en un lugar del que apenas quiere salir. Trabaja como un pequeño autómata, eficiente y abstraído. Es cordial con sus jefes y sus compañeros de trabajo, que le aprecian desde una distancia amable. Cuando llega el fin de semana hace sus compras en el supermercado, con abundancia de chocolates, galletas y helados y después se cierra en su casa. Entonces es casi feliz, aunque a veces mira por los cristales a los transeúntes y quisiera ser como todos, tener mujer y bebés, pasear charlando animadamente entre ruido y gente. Mientras está en casa apenas escucha a su padre que habla sin parar, acostumbrado a estar solo la mayor parte del tiempo.

Uakari va perdiendo el pelo y su cara se vuelve, año tras año, más sonrosada. Su piel también ha adquirido un tono levemente anaranjado. Tiene una tos convulsiva, que algunos de sus conocidos imitan y propagan para reírse de él.

Uakari cuida su alimentación. Es casi vegetariano, pues no le gusta comer nada que haya tenido ojos y sentimientos. Sin embargo, a veces, siente el impulso irrefrenable de devorar todo lo que se pone ante su vista y puede caber en su estómago. Después se siente tan mal que a veces llega a provocarse el vómito. Más tarde le queda una sensación de ácido en el fondo de la boca, y unos extraños deseos de llorar, de que alguien le acoja en sus brazos y le cuide.

Su cuarto es como un bazar oriental. No gana mucho dinero, pero lo gasta en infinidad de objetos, sobre todo discos, libros, revistas y aparatos electrónicos. Ama la pintura y ha decorado las paredes con reproducciones de Malevich, Kokoschka y August Macke, artistas que casi nadie conoce. De vez en cuando las descuelga y las cambia de lugar, y así le parece que duerme en un sitio distinto.

A Uakari no le gusta viajar. Le produce un extraño desasosiego dejar su casa, su entorno, las personas y las cosas que conoce. Rechaza las escasas invitaciones que tiene para ir unos días a Londres, a París o a algún lugar turístico y soleado. Prefiere la soledad, su entorno lánguido y sombrío, el paisaje gris de su mente.
Uakari no aspira a casi nada. No se considera digno de ser amado por nadie, y por tanto, es muy poco probable que vaya a serlo jamás. Ante sí no ve nada, no se puede imaginar cuál será su futuro. Todo parece darle lo mismo o tal vez prefiera no pensar en algo que le abruma. Mientras tanto, pasa las horas mirando a la calle o tumbado en la cama de su habitación, inmóvil como una figura de hielo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

HUELLAS DE PÁJARO

ÁLVARO REJA

Genji mira a todos con ojos aviesos, como si buscase la oportunidad de devolver antiguas ofensas. Cuando camina, deja huellas de pájaro en el piso de su calle, en las tiendas, en los cuartos que recorre cada día, en las casas de sus conocidos, en los bares, en los lugares de apuestas y citas clandestinas.

Cada vez que descubren sus huellas muchos pierden el tiempo tratando de averiguar qué clase de pájaro fue a visitarlos o a qué especie animal, aérea, acuática o terrestre pertenece ese muchacho extraño.

Días después, en la habitación número nueve del burdel que visita con frecuencia aparece el cadáver de un hombre. Huellas de pájaro vienen y van desde el cuarto donde acudía en busca del amor o el destino. Las muchachas recuerdan los extraños pasos de Genji y acuden a denunciarlo. En el patio de su casa de tejados rojos, situada en una de las calles más oscuras del puerto, los gendarmes lo interceptan, acusándolo del terrible crimen.

Él permanece mudo. Su abogado exhorta a la razón del jurado, formado por devotas esposas y por hombres que visitan secretamente los prostíbulos. “Hay muchos hombres y mujeres que dejan a su paso huellas de pájaro”, argumenta el letrado, “hay entre nosotros hombres-búho, cárabos, azores, vencejos, mujeres-urraca. Las huellas por sí solas no son prueba suficiente para decidir con justicia”.

Muchos quieren que muera, pero al final se condena al muchacho a diez años de exilio. Un avión militar lo traslada a una isla abandonada del Atlántico, muy cerca del Trópico. Genji aprende el idioma de los nativos. Una mujer de la isla le pide que sea su hombre y que viva con ella. Construyen una chabola junto al mar donde crecen sus polluelos, niños indígenas de ojos escrutadores y abiertos, con pequeños pies de pájaro.

La mirada aviesa de Genji se vuelve dulce y cariñosa. Cuando, transcurrido el tiempo de su pena, vuelve un avión a buscarlo habla en voz baja con los guardias. Les dice que no quiere regresar al lugar que hechizó su infancia y envenenó su mirada. Poco después, desde su humilde hogar, observa feliz como el aeroplano alza el vuelo, dejando diminutas volutas de fuego sobre el mar.

martes, 2 de diciembre de 2008

AUTOMÓVILES ABANDONADOS



Cada objeto tiene su alma. Las cosas oyen, respiran, ven con ojos sin materia viva, sin células auditivas, sin pulmones, sin minúsculos conos o bastones.

Los objetos piensan. Piensan las señales de tráfico, los postes de luz, las cafeteras, las camisas, las sillas, las latas abandonadas, las bombillas inservibles de filamentos rotos.

Los objetos tienen alegrías y depresiones profundas, deseos, amores y odios que están hondamente arraigados en su interior inerte.

Mi automóvil no me tiene simpatía. Funde sus luces a propósito, afloja los neumáticos, colapsa la calefacción o el aire climatizado. Pero yo me he ganado su odio. Soy demasiado torpe para dirigir sus pasos de ciervo metálico. No lo he cuidado durante años y ahora se venga con su férreo desprecio. Lo abandono cada noche en mitad de la calle y él me mira con una mezcla de incredulidad y tristeza, como si fuera un niño indefenso a quien nadie quisiera.

Los objetos tienen vida. Hablan entre sí cuando salgo de casa o estoy durmiendo, de noche. Sé muy bien que me critican a mis espaldas, que desearían pertenecer a otro. Pero casi siempre están callados, pues muy poco de lo que hagamos les interesa. Les aturde el movimiento excesivo, la algarabía, las risas y los gritos, los haces de luz, los niños que pasan corriendo a toda velocidad.

Los objetos creen pertenecer a una especie superior a nosotros. Nos observan inmutables, de un modo displicente y solo hablan entre ellos, en una conversación sin palabras.