sábado, 24 de abril de 2010

LA CIUDAD DE LAS CASAS FLOTANTES

WALASSE TING (Cheveux Bleus)


Breda vive en la Ciudad de las Casas Flotantes. Su hogar es un palafito de madera donde a menudo celebra fiestas y reuniones. Breda tiene una intrincada red de conocidos y visitantes que acuden muchos días hasta allí. Cuando llega la noche, desde la cubierta iluminada de los barcos o desde la costa cercana se escuchan relatos de intimidades, suspiros, canciones y risas.

La mujer, de 34 años, vive sola en la casa, pero son muchas las noches en las que duerme acompañada. La mayoría de sus amantes llegan remando al atardecer en canoas blancas. Unos pocos, más atrevidos, se aventuran a cruzar a nado el largo trayecto de agua, surcado por peligrosas corrientes. Ella los espera sentada al borde de su hogar de tablas, mientras escruta la lejanía. Cuando al fin llegan los que buscan su amor, antes de que pronuncien una sola palabra, Breda los besa profundamente en la boca y les da de beber un licor oscuro que disipa las dudas y conduce a una felicidad extrema. Después, los desnuda lentamente y acaricia su cuerpo con dulzura, como si sus dedos fueran leves trazos de brisa marina, surcos de espuma de agua.

A la mañana siguiente Breda desayuna junto a ellos té de piñones, zumo de lima, grosellas y un extraño yogur amargo que ella misma prepara. Después los amantes se despiden con una larga caricia. Ella los ve partir apenada, echándolos ya en falta y regresa a su vida. Por misteriosas razones, sin embargo, son muy pocos los que vuelven a visitarla.

Cuando está sola de nuevo, Breda escribe cartas y poemas, se baña en el agua de mar, toma el sol brevemente y medita en su vida. Entonces, nuevamente feliz, piensa en sus próximas fiestas, en sus nuevos amantes y organiza sus salidas al mundo, sus viajes a Vietnam, al Perú, a la India, mientras el sol del día que nace asciende entre las casas flotantes, cargado de promesas maravillosas.


jueves, 22 de abril de 2010

NO INFLIGIR DAÑO



Me gusta la actitud budista de no querer infligir daño a ningún ser vivo, de respeto absoluto a la existencia en sus múltiples formas. Los jainistas, un paso más allá, llevan un trapo en la boca para prevenir que les entren insectos, y evitan cuidadosamente, cuando se van a sentar, aplastar a cualquier criatura viviente.

Aunque parezca contradictorio, también me llama la atención la doctrina taoísta de que todo, construcción o destrucción, bueno y malo, día y noche, son partes inseparables de nosotros y del mundo, y que conforman un todo, el Tao, el magma del que surge la vida. Es más, considero que, en general, esta visión taoísta del mundo se acerca más a la realidad del universo que las prácticas bienintencionadas que predican y apenas practican lo miembros de otras religiones.

Como carne y pescado de vez en cuando, tengo chaquetas de piel, llevo caros zapatos de cuero. A veces, en mi terraza, sin querer, aplasto caracoles que caminan sin prisa hacia un destino desconocido. Cuando esto sucede me disculpo distraídamente ante el lejano dios de los gasterópodos. Asesino insectos voladores que aparecen volando por mi cocina y se posan en el techo. Mato pequeñas arañas y hormigas exploradoras que se juegan la vida al cruzar la frontera de mis dominios, buscando instalarse, por misteriosas razones, en el mundo artificial de los seres humanos.

Hoy, al salir de casa, medio dormido, casi piso una lombriz que se movía por la acera a una velocidad de doce centímetros por hora. Recordando el precepto budista, o tal vez por simple sorpresa y asombro, he levantado el pie justo a tiempo, apenado por el destino de esta inmigrante sin papeles en nuestro extraño mundo, por este ser inaprensible y misterioso. La parte destructora que hay en mí, ying o yang, no lo recuerdo, dormía aún, debido, tal vez, a la mala noche pasada.


sábado, 17 de abril de 2010

INTXISU

SIDNEY NOLAN (Girl with Vase of Flowers)

Al frotar con un paño el teclado de su ordenador, donde por accidente había caído una pequeña cantidad de espuma de cerveza, Ainhoa, profesora de 34 años, vio aparecer ante sí a un extraño personaje que parecía llegado del más allá. Era un genio, pero no un genio oriental, hinchado y de tamaño gigantesco, sino un intxisu, antiguo espíritu vasco, travieso y un poco salvaje.

Su especie, por lo que parece, se había escondido en los montes y bosques del País Vasco después de la llegada de Jesucristo, conocido entre su extraña raza como “el Kixmi” y de sus seguidores, los curas, las monjas y los beatos. El intxisu era extremadamente difícil de ver, y las leyendas le hacían responsable de la construcción de los monumentos megalíticos que aún pueblan aquellos parajes neblinosos. Hablaba en euskera, pero se trataba de un dialecto muy arcaico, que Ainhoa, alumna avanzada de un euskaltegi, apenas podía comprender. Era como si un estudiante de pelo encrespado y aspecto grunge se encontrase frente a frente con un campesino del siglo X y entablaran una conversación en castellano antiguo. El intxisu no sabía nada del moderno euskera unificado, ni probablemente tuviera ningún certificado de aptitud. Sin embargo, Ainhoa, con mucha dificultad, pudo seguir su conversación.

“Bi desira dituzu” le pareció entender, es decir: “tienes dos deseos”. Al principio, Ainhoa no cayó en el significado real de esta frase. Después, cuando al fin se dio cuenta de la gran oportunidad que tenía ante sí, se quedó largo rato pensando. Mientras tanto, el intxisu parecía aburrirse. Dudó en pedir algo para sí, pero por fin, la mujer se decidió por asegurar la salud y la felicidad de sus seres queridos, agotando así su primer deseo:

-"Nahi dut nere inguruko guztiak luzaro, zoriontsu eta osasuntsu bizitzea", dijo.

-“Hala Bedi!”, “que así sea”, le contestó el genio. Y se quedó a la espera de escuchar el segundo de los deseos, mientras paseaba la vista distraídamente por la habitación, sorprendiéndose ante los extraños objetos que el mundo moderno colocaba ante sus ojos. Ainhoa no le hizo esperar mucho más:

-"Nahi dut maitasuna lortu eta alaba bat eduki", volvió a decir la mujer.

El intxisu tal vez esperaba solicitudes de bienes materiales, dinero o riquezas inmensas, y no el logro del amor y de un hijo, pero al fin y al cabo se trataba de una mujer nacida en el siglo XX, una generación que le resultaba incomprensible, corrompida por siglos de sometimiento cristiano y lecciones de moral. Por eso dijo nuevamente “Hala Bedi!” y desapareció en el aire, para ir a cualquier lugar a donde se dirijan los genios.

Durante los días siguientes nada ocurrió. Su familia y amigos siguieron sanos y felices. Todos parecían alegres y llenos de vida, si bien antes también parecían haberlo estado.

Cuando ya había olvidado la visita del intxisu, la mujer se encontró un día con Ekhi, un compañero de trabajo de su misma edad. En cierta ocasión había comido con él, y entonces había sentido que temblaba de emoción en su presencia, pero tenía pareja y no se había planteado que pudiera ocurrir nada entre ellos.

Ekhi le dijo que ya no tenía compromisos, que hacía un mes que estaba solo. Fueron a tomar un café y sin darse cuenta pasaron juntos todo el día. Hablaban, reían o permanecían en silencio, pero eran incapaces de separarse. Finalmente él se quedó en casa de la muchacha, hicieron el amor y durmieron abrazados.

A la mañana siguiente, mientras celebraban el primer desayuno juntos de otros miles que vendrían después, un grupo de pequeñas células se juntaban en el interior del cuerpo de Ainhoa, y un espíritu llegado de la Tierra Sin Mal penetraba sus finas membranas, como si este fuera un prodigio inverosímil, un hecho misterioso y mágico que se repitiera a cada instante.


martes, 13 de abril de 2010

KRAG CITY

CLAUDIO BRAVO (Cabeza de joven)


En Krag City viven los hombres más bellos del mundo. Mujeres de todos los países acuden en su busca, y pasean por sus calles, observándolos extasiadas. A veces deciden vencer sus temores y aproximarse a ellos con delicadeza. Los hombres de Krag las reciben dulcemente, y entablan alegres conversaciones. A pesar de su hermosura, no son orgullosos ni frívolos, pero absorben la vida como si estuviera a punto de terminarse.

Muchas de las mujeres que llegan a la ciudad los hacen sus maridos o sus amantes. A menudo se los llevan a sus países de origen, o se quedan en Krag City, buscando un hogar en los lugares más hermosos, cerca de las montañas o al borde de sus lagos y sus parques, donde tienen hijos bellísimos que serán, años después, los hombres que asombrarán a las muchachas que visiten la ciudad nuevamente.

Las mujeres de Krag City no protestan jamás por la afluencia de extranjeras. Están acostumbradas a mirar al mundo con desapego, desde una distancia cercana y comprensiva, mientras aguardan sin prisa la llegada del amor de sus vidas, ellas mismas.



domingo, 4 de abril de 2010

EL ROJO ES UN COLOR MALIGNO

LAWRENCE ALMA-TADEMA (A Coign of Vantage)


Aquel verano, Ariel Kitsu viajó a la isla de Creta con un animado grupo de senderistas. Atravesaron el Mediterráneo de madrugada, sobrevolando las costas de Sicilia, dibujadas al borde del mar por pequeños puntos de luz que recordaban a grupos de luciérnagas.

Llegaron al aeropuerto de Heraklion a las cuatro de la mañana, sin apenas dormir. Allí tuvieron que aguardar al autobús que les iba a llevar a su hotel, en Hania, a 130 kilómetros de distancia. A su lado, durante el largo trayecto, un niño de meses lloraba delante de sus padres, que sonreían imperturbables, como si fuera algo sin la menor importancia.

Hania fue el cuartel general del grupo. Cuando los excursionistas regresaban de sus salidas a las cumbres donde nació Zeus y a las profundas gargantas que llegaban hasta el mar, salían a pasear por la hermosa ciudad, llena de paseos maravillosos, de diques de estilo veneciano y alegres mercados al borde del mar.

En una callejuela de esa localidad Ariel entró en una tienda de ropa. Quería llevar un regalo a la mujer con quien vivía, que adoraba el color rojo. Allí había camisas y vestidos con líneas o motivos rojos, pero siempre se encontraba unido a otros colores, generalmente blanco, azul o verde. Ariel Kitsu preguntó a la dependienta, de rasgos árabes, si no tenía nada que fuera completamente rojo. La mujer le dijo que no, pues según ella se trataba de un color maligno, que siempre había que acompañar con otros que contrarrestaran su poder maléfico.

Al final, Ariel compró una camisa de finas líneas rojas y blancas, que le pareció muy bonita. Al llegar a casa, de vuelta del viaje, se la dio a su mujer y le contó lo que había dicho la dependienta. Ella se rió y fue a probársela.

Cuando Ariel Kitsu la vio con ella, le pareció que estaba increíblemente guapa. Se quedó un rato mirándola y después se aproximó y empezó a acariciarla y a besarla por todo el cuerpo, demorándose largo rato en lugares imprevistos, a los que tal vez nunca había prestado suficiente atención, en los hombros, en los brazos, en el vientre. Durmieron abrazados, como dos amantes que acabaran de conocerse.

Por la mañana, Ariel se despertó y vio a la mujer desnuda. La cubrió con la camisa, que estaba sobre el suelo, algo arrugada, y se quedó allí, mirándola durante varios minutos, como si fuera una antigua diosa cretense que estuviera de visita en su habitación.