sábado, 30 de agosto de 2008

LA CASA DE LA VIDA


Girolamo vivió muchos años en un viejo caserón, grande y luminoso, del barrio marítimo de la ciudad, conocido por todos como la Casa de la Vida.

Pasaba fuera largas temporadas, en lugares de los que muchos nunca habían oído hablar, como Bayamo, Inverness, Manzanillo, Liubliana, Essaouira, Arcachon o Zanzíbar. De allí llegaban de cuando en cuando tarjetas postales y regalos inesperados para sus amigos y vecinos. Después de un tiempo, Girolamo regresaba a la casa donde había nacido y donde vivieron sus padres, transformando cada instante de su vida en una obra de arte maravillosa y fugaz.

Organizaba cenas y fiestas, hablaba en voz baja con sus amigos, meditaba a solas frente al mar, aparejaba barcos, hacía excursiones en moto, en automóvil, en bicicleta, salidas de surf o patinaje, tocaba música, descendía cañones y ascendía montañas, salía de madrugada para participar en reuniones secretas, tenía varias amantes y conocidos misteriosos.

Girolamo tuvo tres hijas con mujeres de distintos continentes. Enseñaba a todos sus fotografías, y al verlas, las lágrimas comenzaban a caer por su cara como un reguero de desgracias. A veces llegaba a la Casa con alguna de ellas y permanecían juntos durante meses, descubriendo un mundo maravilloso del que las pequeñas no querían salir cuando por fin eran reclamadas. Tanto es así, que en la gran casa de Girolamo acabaron viviendo las tres niñas con sus madres, sus nuevos maridos y algunos familiares que llegaban de tiempo en tiempo desde los rincones más recónditos del planeta.

Girolamo volvió muy enfermo de uno de sus viajes. Estaba ausente y febril, hablaba de seres de otro mundo, de hombres que vivían bajo la piel del mar, de muchachas que arrancaban a los hombres, muy lentamente, el aliento de vida que aún les restaba. Cuando por fin murió, su recuerdo permaneció durante muchos años en el Barrio, como el de un cometa, bello y refulgente, que hubiera atravesado el firmamento dejando un rastro de diminutas estrellas.

En la Casa de la Vida aún residen dos de sus hijas. Una tiene rasgos indios y la piel oscura, la otra los ojos rasgados y una sonrisa enigmática. Una rústica inscripción recuerda a su padre en la puerta de la Casa. Está escrita a mano, tal vez por alguna de sus antiguas amantes, y dice así: “Aquí besé a Girolamo por primera vez y desde entonces vive en mis labios”.

jueves, 28 de agosto de 2008

LA MONTAÑA DE CRISTAL


Era ya de noche cuando Walter Songoma llegó al pie de la montaña de cristal. Llovía con fuerza en aquel lugar perdido de Asia. Pensó que tal vez se hubiera equivocado al desviarse casi trescientos kilómetros de su camino para ir hasta allí. Durmió en el interior de su todo-terreno, echando los asientos hacia adelante y extendiendo su saco de dormir en el exiguo espacio restante.

Al día siguiente, Walter comenzó muy temprano la ascensión. El día era radiante y se veían pequeños animales y pájaros de todas clases. La vegetación era frondosa y muy variada, con infinidad de plantas y flores de especies desconocidas. Songoma se sentía mucho más animado que la noche anterior y le pareció que aquel lugar era un pedazo del paraíso.

Había oído hablar mucho de esta montaña. Se decía que en ella vivían unos espíritus que protegían el paso por la vida de aquellos que la ascendían y dejaban un presente en el templo que había en su cima, y que, desde entonces no les abandonaba jamás la buena fortuna.

Walter se cruzó con varias personas que subían y bajaban por el sendero con ofrendas para los espíritus de la montaña. Como no hablaba su lengua, se entendía con ellos mediante gestos.

En el lugar más alto, a la puerta del rústico templo, una muchacha ofrecía piedras con formas hermosas a los visitantes. Era muy guapa y hablaba un poco de inglés. Walter le preguntó en broma si se iría con él a ver Asia. La chica se rió y un brillo de excitación cruzó su mirada, pero le dijo que no, que se iba a casar muy pronto, y que después tendría hijos y se haría vieja allí, vendiendo piedras y collares a los peregrinos de la Montaña de Cristal.

En la puerta del templo Songoma se puso de rodillas, como vio que hacían el resto de los devotos. Imploró la ayuda de los espíritus del lugar para él y para todos aquellos a los que quería, y fue a despedirse de la muchacha. Esta le regaló un collar de piedrecillas rojas. Le dijo que lo llevara siempre, al cuello, anudado en su mano o en un bolsillo y que mientras regresaba por los senderos de la montaña, hablara con sus espíritus con dulzura, como se habla a los niños, y que estos estarían para siempre de su parte, allá donde estuviera.

Walter bajó la montaña hablando con las rocas, con los árboles, con los pájaros y las lagartijas. Después, al llegar a su base, arrancó el coche y se fue. Estaba contento. Por alguna extraña razón le parecía que los pequeños habitantes de la montaña de cristal le habían escuchado realmente. Tal vez, alguno, pequeño e invisible, sin lazos de amor o planes de futuro en aquella tierra, viajaba con él, a su lado, como un polizón, para visitar a los espíritus que viven por todos los rincones de Asia.

domingo, 24 de agosto de 2008

EL DISPARO LUNAR


De cuando en cuando, suceden hechos terribles e inesperados que desgarran la vida de personas sin rostro.

La luna dispara dardos que hieren los motores de los aviones, que hacen chocar a los automóviles, que alcanzan a personas indefensas con enfermedades de las que jamás habían oído hablar hasta entonces. Sus dardos solo alcanzan, cada cierto tiempo, a una persona entre un millón, pero nada de eso importa si el elegido eres tú. Los disparos de la luna no distinguen entre niños y adultos, entre hombres y mujeres, entre distintas razas, entre gente de rasgos bellos o repulsivos, voluminosos o maravillosamente esbeltos.

La luna juega a ciegas con nuestro destino. Sabe que todo es casi lo mismo y se divierte interviniendo en nuestra vida, hermosa y cruel a un tiempo. Sabe que la enfermedad y la muerte nos aguardan, sin tregua, al final de todos los caminos y acelera o retrasa su tránsito. Ella, que casi lo sabe todo, arroja sus dardos sin ninguna dirección, sin pensar en ello, a la buena estrella, y decide quien muere hoy, quien enferma de fiebres misteriosas o de vertiginosas neoplasias, o quien desbordado por la desgracia abandona este mundo sin un adiós, sin una carta, sin besos ni lágrimas.

viernes, 22 de agosto de 2008

EL SUEÑO CATALÉPTICO


Alphonse Lancelot ideó una extraña teoría filosófica. Según él no tiene sentido hacer cábalas acerca de aquello que pudiera existir después de la muerte, puesto que ninguno de los que hablan de túneles de luz y seres queridos que nos aguardan, del infierno o de la aniquilación completa del ser ha muerto realmente, ni tan siquiera aquéllos que estuvieron a punto de hacerlo y cuentan sus experiencias como si fueran las de unos resucitados.

La solución a este controvertido asunto la encontró Lancelot, según sus propias palabras, no en el después de la vida, sino en el ‘antes’ “Cada niño recién nacido es el único contacto de que disponemos para indagar en el más allá”, explica Alphonse, “pues sin duda la vida proviene de algún lugar y es lógico pensar que éste lugar sea el mismo al que se dirige. Por tanto, solo mediante un exhaustivo estudio de los niños de corta edad, y aún más, si cabe, de los recién nacidos e incluso de la vida intrauterina y de las primigenias acumulaciones de células vivas, puede el hombre interesado por estas cuestiones, el hombre de pensamiento, en suma, extraer detalles significativos que le permitan descifrar siquiera una mínima parte del misterio de la existencia o no de algún tipo de vida futura”.

Alph, como era conocido entre sus amigos, dedicó toda su vida a investigar esta curiosa teoría, infiltrándose para tomar notas en las salas de partos de los hospitales, antes de tener su propia descendencia, y después dedicándose a observar con gran atención a su único hijo y en general a todos aquellos niños y niñas con los que pudo establecer algún contacto ocasional. Los resultados de sus investigaciones se resumen en "El sueño cataléptico", un libro de nombre un tanto poético, aunque científicamente incomprensible, que nunca se llegó a publicar, ni siquiera después de su muerte, como les ocurre a tantos y tantos pensadores y hombres de ciencia, que nadie sabe si en realidad fueron unos adelantados a su tiempo o simples lunáticos.

Claro que Alphonse no era más que un modesto guarda de seguridad que pasaba las noches en blanco protegiendo edificios vacíos, donde no existían la vida y la muerte y por donde no corrían chiquillos de corta edad alborotándolo todo con su origen divino. Esto nos hace pensar que posiblemente la historia del pensamiento moderno, la antropología, la filosofía e incluso el conocimiento de Dios y sus hechos sobre la Tierra, hubieran sufrido cambios trascendentales si en vez de ser un simple vigilante jurado, Lancelot hubiese encontrado trabajo en un paritorio o en una guardería.

Yo mismo no he leído ese libro y solamente conozco algunas ideas sueltas esbozadas entre alegres vasos de vino y risas alborotadas por unos amigos suyos de taberna con los que entré en contacto por casualidad. Claro que a estas horas Alphonse debe saber mucho más sobre el tema, tanto como para poder escribir un largo capítulo final con comentarios a sus teorías extraídos de su propia experiencia, pues murió hace solo tres días, cuando unos muchachos que intentaban entrar en el local donde trabajaba, casi unos niños, le dispararon con un revólver robado en mitad de la cara.


lunes, 18 de agosto de 2008

EL JUEGO DE LOS AUGURIOS

Giovanni es médico, una profesión que exalta los hechos comprobados, la evidencia científica, la demostración de la validez indiscutible de una técnica o un medicamento. Él no cree en la acupuntura, en la osteopatía o en la curación por las plantas medicinales, pero curiosamente tiene cierta afición por las ciencias paranormales, el ocultismo y la adivinación.

En una ocasión acudió con su prima Gina a la consulta de una echadora de cartas. Para demostrar su poder, la mujer hizo aumentar de repente, no se sabe cómo, la altura de la llama de una vela que estaba en la mesa. Tenía escobas colocadas al revés detrás de las puertas, y tijeras abiertas en dos. Sin embargo, no estuvo muy afortunada con sus pronósticos. La cartomante les dijo que eran novios, que estaban muy enamorados y que se casarían pronto. Al salir los dos se rieron durante un buen rato, y Giovanni decidió que nunca más volvería a un lugar donde quisieran interpretarle su futuro.

Poco después, se fue de viaje a Costa Rica con un grupo de amigos. Pasaron una de las primeras noches en un hotel del pueblo de Tortuguero. Fueron a la playa y delante de un pequeño fuego se intercambiaron chistes y anécdotas divertidas. Giovanni contó la historia de la echadora de cartas y todos se rieron. No obstante, una muchacha que habían conocido esa misma tarde intervino:

“El futuro se puede adivinar”, dijo Montse, una chica de Barcelona, “pero no hace falta utilizar el I Ching, las cartas del Tarot, los posos del café, las runas ni nada por el estilo. Basta con concentrarse en uno mismo y en la persona que tienes enfrente, establecer una comunicación especial, una unión casi perfecta. Tienes que bajar a un nivel de conciencia que es más animal que humano, olvidarte de los pensamientos que pasan sin cesar por nuestra cabeza y sentir que te fundes con la otra persona. Entonces lo puedes saber todo sobre ella, el pasado, el presente e incluso el futuro que le aguarda”.

Montse hizo la prueba con Giovanni. Al principio él se reía, pero después la muchacha le fue contando algunos hechos de su vida que de ningún modo podía conocer. Le adivinó su edad, su fecha de nacimiento, el nombre de sus padres y sus hermanos, la calle donde vivía, donde había estudiado, el nombre de su última novia y la razón de la ruptura, y le habló de una pequeña dolencia física que tenía hace años y de la que no había hablado con nadie. Después le dijo que en ese viaje se enamoraría de una chica argentina que iba a encontrar en Cahuita, en la costa del sur del país.

Giovanni se quedó impresionado. Dos días después, el grupo llegó a Cahuita. En un puesto callejero, un amigo fue a comprar un regalo. La vendedora, de apariencia hippie, se dirigió a Giovanni. “¿No quieres nada para tu novia?” le dijo. Se quedó sorprendido al oír su acento. La chica era argentina. Aquella noche estuvieron juntos, bailaron, cenaron y durmieron en casa de la muchacha.

De vuelta del viaje, ya en su ciudad, Giovanni, completamente enamorado, volvió a hablar con Montse para comentarle lo que le había pasado. Ella, de forma un tanto sorprendente, le dijo que en realidad no creía tanto en esas cosas y que tal vez no hubiera sido más que una casualidad.

Los días siguientes, Giovanni practicó con su prima Gina, intentando conseguir esa comunicación especial, la base del que llamaron “el juego de los augurios”. No notó la maravillosa fluidez en la comunicación con otro ser vivo de la que Montse había hablado, y las cosas que le vinieron a la cabeza fueron un tanto banales: le dijo a su prima que iba a estar contenta en el trabajo y que tal vez conociera a alguien en los meses siguientes. Gina se rió un buen rato, sin creer nada de lo que escuchaba. A Giovanni también le pareció que no decía más que tonterías.

Siguió practicando la medicina, su verdadera profesión, renegando, como siempre, de las prácticas alternativas, que en su opinión no servían más que para engañar a los incautos, y soñando con que, solo dos semanas después, iría a Buenos Aires, donde le aguardaba la muchacha argentina a la que conoció por medio del juego de los augurios.

miércoles, 13 de agosto de 2008

EL CLUB SAIGÓN


Lo poco que se del amor y del sexo lo aprendí en el Club Saigón. Allí fue donde encontré la gran pasión de mi vida. Era una chica muy joven, quince años menor que yo, nacida en Colombia. Se llamaba Luz Marina, y me dijo que era de Siape, un pequeño barrio de Barranquilla, en la costa atlántica del país. Luz Marina trabajaba en ese club como animadora y stripper.

La primera vez que acudí a ese lugar fue para acompañar a un amigo. No se trata de una excusa. Por aquel entonces, por diversas circunstancias, no me interesaban demasiado las mujeres ni el sexo, y mucho menos aún si, como se rumoreaba sobre el club, eran de pago. Pedro, mi amigo, quería celebrar por todo lo alto algo que no recuerdo, y decidió que eso significaba cenar, tomar unas copas e ir a un strip-tease.

El club era un lugar divertido para un hombre, incluso para mí, que, como decía, sentía en aquella época muy poco interés por estos asuntos. En su interior había varios ambientes, un bar normal, una especie de pub más sofisticado, un pequeño restaurante con mesas corridas, un espacio con futbolines y otros juegos, una discoteca repleta de gente y la sala de strip-tease. Sospecho que el club en realidad no acababa ahí, que existían otras estancias, aunque yo nunca las vi.

Tomamos algo en el bar, que no era diferente de cualquier otro de los alrededores. Después fuimos a la sala de strip-tease. Era bastante amplia. Sobre un espacio elevado estaban las chicas. Eran excepcionalmente guapas para lo que me había imaginado, o tal vez es que había bebido demasiado para esas horas. Nada más ver a Luz Marina sentí un escalofrío. Sí, era guapa también, pero no se trataba de la típica mujer que vuelve locos a los hombres. Era delgada y de piel algo oscura. Creo que vio que la observaba porque después, en la discoteca, ya vestida como una chica normal, se puso a bailar a mi lado.

Esa noche solo hablé un rato con ella, queriendo parecer simpático, que creo que es la peor manera de intentar conquistar a una mujer. Me hubiera ido a la cama con ella esa misma noche, del mismo modo que hubiera ido a ver amanecer o a mirar como los semáforos cambiaban de color en los cruces de calles. Solo quería estar a su lado.

Regresé una semana después con el mismo amigo. Él había desaparecido la primera noche con una chica del club y quería volver a verla. Yo supuse que las dos cobraban por estar con hombres, aunque me dijo que no le había pedido dinero. Volvimos a la sala de strip-tease. Juraría que Luz Marina, al verme, se puso nerviosa, aunque tal vez sea lo que quise creer. Después, en la discoteca bailé con ella reggae, calypso y reggaeton. Me fijé en que varios matones controlaban a las chicas desde lejos, pero no se acercaron a mí. Quiso que la esperase fuera. Salió con una bolsa de deporte a la espalda, como quien viene de hacer gimnasia. Esa noche fui a dormir a mi casa con Luz Marina.

Quedé muchas veces con ella. Me dijo que era algo que no se veía bien en el club y que era mejor que no fuera más por allí. Le hice regalos, le invité a cenar, pasó en mi casa muchas noches, pero nunca me pidió dinero. Sin embargo, supongo que se acostaba con otros. Nunca se lo quise preguntar.

No fui al club durante meses, hasta que de repente, Luz Marina desapareció. Llevaba unos días un tanto extraña, pero no pensé que ocurriese nada grave. Acudí varias veces al club, pero no estaba allí. El portero me dijo que se había marchado con una amiga al extranjero y que era mejor que no volviera. No dejó una nota, no llamó para despedirse, no dijo nada.

Años después, ya casado con una mujer por la que sentía un cariño amable pero distante, recibí una tarjeta postal desde Cartagena de Indias. En la imagen se veía la plaza principal de la ciudad, atestada de gente. No había nada escrito, solo su nombre, Luz Marina. Ninguna dirección, ningún teléfono. Tan solo el matasellos y su firma. Coloqué la tarjeta de pie en mi biblioteca y desde entonces la miro cada noche, como si esperara que, entre las personas inmóviles que llenan la fotografía, saliera ella de repente para venir a abrazarme.


lunes, 11 de agosto de 2008

EL TEMBLOR DE TIERRA


El día anterior al temblor, Pedro Rafael Exú tuvo el presentimiento de que algo terrible sucedería. Estaba muy nervioso, como un animal que adivinara la desgracia. Llamó a su madre y a sus hermanos, que vivían a cientos de kilómetros, sin nada que decirles, visitó a sus amigos, volvió a su casa y se puso a mirar la televisión, sin ganas de comer. No paraba quieto en ningún lugar. Después salió de nuevo a pasear pero regresó enseguida. Hacía mucho calor y la ciudad parecía un hierro al rojo vivo.

El día del seísmo fue también muy caluroso. Todo comenzó al atardecer. Fueron dos sacudidas que duraron unos segundos infinitos. Pedro Rafael sintió las ásperas convulsiones de la tierra que dibujaron largas grietas en los muros de su casa y movieron los muebles hacia un lado y después hacia el lado contrario. Los cajones se abrieron y saltaron al suelo, los cristales estallaron, buscando su cuerpo como los puñales de un lanzador de circo. Sin embargo, él resultó indemne y su casa aguantó en pie.

Justo después, alarmado, salió a recorrer las calles. La falla geológica sobre la que se había levantado la ciudad se había quebrado. Muchas casas estaban destruidas y la gente buscaba heridos entre las ruinas. Profundas grietas recorrían las calles y rasgaban el pavimento de los parques, las plazas y el paseo marítimo. Era casi de noche. No había agua ni electricidad. La luna espectral y la luz roja de los incendios era la única iluminación de los aquejados por los temblores, que vagaban tristemente con velas y linternas.
Bancos, hoteles y clubes nocturnos se habían desplomado, hiriendo de muerte a algunos empleados y a sus visitantes. Los puestos del mercado estaban hundidos y las mercancías se apilaban en completo desorden. Pedro Rafael observó las estatuas caídas de los gobernantes y artistas célebres, el éxodo de las familias que huían por temor a nuevas sacudidas y los saqueadores que eran detenidos o tiroteados por la policía.
El muchacho pasó los días siguientes levantando escombros, rescatando a los heridos y consolando a los familiares de los muertos. De cuando en cuando regresaba a su casa para llamar a su familia y dormir unas horas. Segundos antes de quedarse dormido pensaba que hay algo de hermoso en las desgracias. Lamentaba cada muerto, cada herido, cada huérfano, cada casa destruida, cada vecino sin hogar. Pero nunca antes había sentido tanto interés por los otros, nunca había estado tan unido a sus vecinos, con los que hace días apenas se saludaba, nunca hasta entonces se había sentido una pieza que encajara a la perfección en la realidad contradictoria y temblorosa, en el mundo exultante y lleno de vida que le rodeaba.

domingo, 10 de agosto de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS TORMENTAS


En el Callejón de las Tormentas no viven respetables padres de familia, señoras bien vestidas que se juntan para tomar el té, sacerdotes o militantes políticos conservadores. Allí únicamente van a vivir los aventureros, los viajeros de África o de Asia, los navegantes solitarios, los músicos, los actores y titiriteros, los exploradores de las cumbres del Himalaya y todos aquellos que son incapaces de sobrellevar resignadamente las reglas estrictas de una vida anodina y vulgar.

Sus habitantes vienen y van, cargados con mochilas, bolsas o maletas, con violonchelos, lienzos de pintura, guitarras y ordenadores. Hoy están aquí, pero mañana tal vez dormirán en París, en Katmandú o en Tegucigalpa. Transcurrido un tiempo regresan de nuevo al Callejón, cargados de pequeños regalos sin valor y de la nostalgia de infinidad de recuerdos. Antes de que tengan tiempo de deshacer sus equipajes, sus casas están llenas de visitantes que quieren oír sus historias y ponerles al día de los sucesos recientes, como si acabaran de llegar de una travesía interestelar.

Los niños que viven en el Callejón de las Tormentas corretean alegremente, recorriendo sus rincones ocultos mientras descubren nuevos lugares para sus juegos. Sin saberlo se preparan para un futuro activo y maravilloso, para una vida intensa y audaz. Tal vez acaben viviendo en otra ciudad, en otro país. A nadie parece importarle. El mundo entero es su casa y todos sus habitantes son una parte de sí mismos.

Al atardecer, el Callejón se llena de música y de gente. Todos salen a encontrarse con los otros, en las puertas de los cafés, en las plazas y jardines, en las playas, en el largo paseo que bordea el mar. Se saludan y se cuentan apasionadamente lo sucedido desde que se vieron por última vez, y tejen proyectos y nuevos planes. Cuando el sueño por fin les asalta regresan somnolientos a sus casas, mirando a las estrellas, como si tratasen de descubrir en ellas las señales de su rumbo.


sábado, 9 de agosto de 2008

EL ESPEJO PSIQUE




El espejo psique refleja el alma de quien se observa en él. Muchos, no obstante, no quieren reconocerse cuando se ven a sí mismos. Creen que el espejo está desenfocado, que no funciona o que hay alguna trampa oculta en su mecanismo.

El espejo gira y cambia la visión de quien se contempla, descubriendo cada una de sus caras, todas sus aristas. El observador ensaya nuevas poses y posturas, prueba perfiles diferentes, incluso cierra los ojos, pero no puede huir de la oscura realidad que su imagen transmite.

Hay quien se da la vuelta maldiciendo y amenaza con romper ese cristal insolente, pero hay también quien se queda pensativo, reconociéndose a sí mismo o quien se ríe a carcajadas de ese ser que cree que es otro. Hay por fin quien no oculta ni disimula nada y al mirarse en el espejo recibe la imagen exacta de lo que creía ser.

Nuestro interior va más allá de nosotros. La belleza del alma es mucho más que nuestra imagen fugaz en un espejo, pero el cuerpo es también un reflejo transparente de lo que somos. Con el paso del tiempo, sin embargo, cuerpo y alma se transforman en dos contendientes que se maldicen continuamente y que, a su pesar, no pueden vivir sin el otro.

viernes, 8 de agosto de 2008

UN MUCHACHO PARECIDO A HAROLD LLOYD


Sus padres murieron con pocos meses de intervalo, y Ludovic, aún un muchacho, se quedó sólo. Es decir, prácticamente sólo, pues unos meses antes le habían regalado un perro recién nacido que posiblemente hubiese terminado de otra forma con un cartucho de perdigones entre los sesos.

Se hicieron inseparables. Siempre fue un perro pequeño, afilado, y curiosamente eran muchos los que decían que se parecía físicamente al propio Ludo. En todos esos años sólo dejaron de compartir sus vidas por unos meses, en que acuciado por la falta de trabajo, o mejor dicho, de dinero, pues no creo que estar sin trabajar inquiete a nadie, y a pesar de ser aún un muchacho, decidió marchar hacia el Levante español, donde pasó un tiempo dedicado a recoger fruta.

El antiguo piso de sus padres pasó a estar ocupado en un alquiler sin ningún tipo de contrato por unos conocidos de Ludovic, que se comprometieron verbalmente a cuidar del animal hasta que Ludo regresara o hasta que se hubiera establecido definitivamente y se lo llevase. También debían ingresar en su cuenta corriente una cantidad de dinero muy modesta, que sin embargo los nuevos inquilinos no llegaron a pagar ni siquiera el primer mes.

En una ocasión, de madrugada, oí un ruido en mi puerta y me levanté a ver de qué podía tratarse. Era el perro, que, conociendo mi casa, había acudido allí buscando un refugio. Lo tuve conmigo aquella noche y al día siguiente lo llevé de vuelta a la casa de Ludovic. El piso estaba literalmente destrozado, incluso habían empezado a derribar el tabique que separaba la cocina del pasillo y un grueso cable eléctrico colgaba a la altura de los ojos. Aquella visita me sirvió para confirmar que ninguno de aquellos muchachos desaliñados y esqueléticos tenía la más mínima inquietud por el perro o por alguna de las pertenencias de Ludovic.

Algunas noches, cuando llegaba a mi calle, de madrugada, lo veía corretear sin rumbo. Lo dejaba en el balcón de mi piso y unos días más tarde lo volvía a devolver a su casa. A mi no me gustan demasiado los perros.

Ludovic volvió con una furgoneta muy vieja y algo de dinero, y se encontró con que no tenía sitio en su propio piso. Vino unos días a mi casa y después pasó a vivir con otros amigos. No se atrevía a ir a su propia casa, al hogar de sus padres. El perro dormía en la furgoneta. Un buen día, el perro, la furgoneta y Ludovic desaparecieron.

Hace tiempo que Ludovic regresó de sus viajes de negocios. Hizo algo de dinero que perdió en pocos meses. Hay gente que nunca ha tenido el más mínimo sentido práctico, lo cual no tiene por qué ser un defecto. La vieja furgoneta dijo que ya estaba bien de recorrer el mundo y se paró. Hoy está aparcada, con sólo dos ruedas, en una zona despoblada cercana a su casa. Alguna vez el perro y el propio Ludo han dormido allí, aunque ha recuperado su piso, lo cuál le costó una pelea indescriptible con insultos, golpes, amenazas y maldiciones de todo tipo. Apenas tiene dinero y, muy ocasionalmente trabaja, nunca por más de cuatro o cinco días. Sin embargo, tiene su propio piso y cobra un pequeño salario social.

Hoy me han contado lo que pasó con el perro. Murió hace unos días. Se que para Ludovic esa muerte fue probablemente mucho más dolorosa que si hubiera sido la de cualquier otro miembro de su entorno, incluso la de sus padres, con los que no se llevaba demasiado bien, o la mía, que soy uno de sus pocos amigos. Pero posiblemente no sea este el momento de filosofar sobre la amistad.

Me han dicho también que no sabía qué hacer con el cadáver, y que lo metió, tras muchas dudas, en una gran bolsa de plástico y lo dejó en la zona marcada con una gran X donde según la normativa municipal deben ser depositadas las basuras. Estuvo esperando en la ventana a que llegase el camión, y vio el momento exacto en que lo cargaban, y como, poco a poco, entraba la bolsa de color azul claro entre los dientes de la trituradora.

Nadie ha vuelto a ver a Ludovic. Yo mismo he pasado meses sin acordarme de él, pero la furgoneta sigue aún en su sitio, corroída por el óxido y con los asientos y las puertas rotas. A los niños les gusta entrar allí y jugar dentro de ella, mover el volante, juntarse en la parte trasera para urdir hisorias, aventuras, planes de una vida maravillosa.


jueves, 7 de agosto de 2008

HADAS DE LAS SALAS DE CIRUGÍA


Las hadas de las salas de cirugía tienen un dominio absoluto de su pequeño mundo, donde se mueven y flotan alegremente, como diosas omnipotentes. Nadie cree en ellas. Nadie les dedica ofrendas y plegarias. Ellas, unas veces compasivas y otras crueles, obran milagros y deciden muertes, infecciones, curaciones y estragos.

Antiguamente, las hadas se divertían con el óxido nitroso, provocando ataques inoportunos de risa en los pacientes o en sus cuidadores. Hoy enredan en los cuartos de esterilización, juegan con los bisturíes y con los equipos de anestesia, mueven los controles del aire climatizado, diseminan esporas y microorganismos, hacen temblar el pulso de los médicos más diestros y convierten a los torpes e indecisos en reyes del corte y la sutura.

La ciencia domina el mundo de nuestros días. No cree en lo que no puede ver, en lo que no está demostrado, pero a veces solo ve lo que quiere ver, únicamente demuestra lo que le conviene que sea demostrado. Las empresas venden y compran estudios científicos, invierten en ellos con habilidad, sesgan convenientemente sus resultados. Hoy en día nadie cree en las hadas de las salas de cirugía porque nadie puede verlas y no dan beneficios contables.

Mientras, los pacientes, tranquilos o aterrorizados, con enfermedades irrelevantes o al borde de la muerte, entran cada día en los quirófanos que pueblan el mundo. Las pequeñas hadas que habitan en ellos juegan con su salud y con sus vidas, como si en realidad nada de ello tuviera importancia. Mejoran, sanan, invalidan o a veces matan. Después, aburridas de este juego, se quedan mirando, aleteando en el aire estéril, sin querer intervenir, mientras el cirujano toma en sus manos un corazón que late vigorosamente y lo vuelve a introducir en el cuerpo que lo ha albergado desde siempre. Entonces, al ver como la vida sigue con determinación y empuje, las hadas de los quirófanos, fascinadas, agradecen ser parte de esa corriente maravillosa que fluye, se detiene y vuelve a brotar a cada instante.


martes, 5 de agosto de 2008

EL GRITO QUE ANUNCIA LA MUERTE


Un amigo mío, Stanislav, me contó un hecho extraño: “El día que murió mi padre estaba yo con él en su habitación”, dijo. “Se veía que ya no tenía fuerzas, que estaba exhausto, y sabíamos que aquel era el final, que no se podía hacer nada. Me quedé a su lado, terriblemente apenado, y de repente escuché un pequeño grito. No se si salió de su garganta, pero yo hubiera dicho que no, que venía de al lado de su cama, pero que no era él quien lo había emitido. Tampoco era un grito desgarrador, sino algo natural, como si fuera un fenómeno normal, como el viento, la nieve o la lluvia. Poco después, la enfermera apareció y nos dijo que todo había acabado”.

“Recuerdo que le hice un comentario sobre aquel grito. La enfermera me miró, sin parecer sorprendida, y no dijo nada. Simplemente me dio un beso en la mejilla, me dijo que lo sentía enormemente, que le había cogido mucho cariño a mi padre, y salió. Creo que lo dijo de corazón. Siento no haber vuelto a ver a aquella mujer. Creo que era alguien que valía la pena”.

Pocos días más tarde, estando en un bar con un grupo grande de amigos, se me ocurrió comentar lo que había dicho Stanislav. Creo que a la mayoría le pareció que no era un tema para hablar en una conversación distendida, alrededor de unas cervezas, como aquella, pues se quedaron callados, un tanto incómodos. Sin embargo, Shamash, otro amigo a quien veía muy poco, intervino entonces: “Es extraño. Cuando murió mi abuelo yo escuché algo muy parecido. Estábamos todos a su alrededor y creo que fuimos varios los que lo oímos claramente, aunque no quisimos hablar de ello después. Era como si alguien invisible lanzase un pequeño grito, sin demasiada fuerza, pero perfectamente audible. Era incluso hermoso, alegre. Me acuerdo como si lo estuviera escuchando ahora mismo”.

Esa coincidencia me hizo interesarme por el tema. Pregunté a algunos conocidos que habían perdido recientemente a un familiar. Nadie recordaba nada así. Luego miré en internet. Probé con las palabras muerte y grito en inglés, alemán y francés, idiomas en los que soy capaz de leer con ciertas dificultades. Encontré millones de páginas que relacionaban ambos términos. Pasé unos días entrando y saliendo de ellas.

Solo encontré una página que me interesó. Además, para mi sorpresa, estaba escrita en castellano, mi propio idioma materno. No aparecía por ningún lado el nombre del autor ni su país de procedencia. Relataba experiencias muy similares a las vividas por Stanislaw y Shamash, a todo lo largo del mundo, en la India, en Namibia, en Liberia, en Islandia, en el Perú y en cientos de lugares más, por personas de todas las razas y de cualquier condición social.

Quien describía estos hechos aventuraba una hipótesis. Existe otro mundo y es, sin duda, un buen lugar. Allí estuvimos una vez. De allí venimos todos. Allí hay mucha gente que nos quiso y que aún nos echa en falta, como hay gente que nos quiere en este mundo y nos echará en falta cuando ya no estemos. El grito demuestra la alegría del universo, de sus fuerzas ocultas, porque volvemos a ser una parte de él, de ese todo del que un día, inocentes, partimos.

lunes, 4 de agosto de 2008

LA DALIA AZUL


Myumi recibió una dalia azul en su casa de Tokio. Vivía sola desde hacía unos meses y apenas se relacionaba con nadie, fuera de sus trabajos de investigación para la Facultad de Medicina.

La flor venía en una caja muy bonita, y tenía el largo tallo envuelto en un diminuto recipiente alargado, para prolongar su vida. Myumi la puso en un vaso y luego la trasladó a un viejo jarrón que limpió cuidadosamente. Así la mantuvo con vida, espléndida, durante unos días.

La dalia no llevaba ninguna tarjeta ni nada que permitiera identificar al autor del envío. Al principio la muchacha pensó que sería cosa de algún compañero de la facultad, o en último término, de algún alumno más joven que ella, aunque no creía ser de esas mujeres capaces de despertar tempestades a su alrededor. Cuando semanas después la dalia se marchitó, Myumi recibió un nueva flor, esta vez una rosa, también de color azul.

Las cosas siguieron así durante casi un año. Cada cierto tiempo, la muchacha recibía una flor, siempre azul, sin tarjeta ni dato alguno. Por fin, un día se atrevió a llamar a la floristería, que se encontraba en un barrio del centro de la ciudad. Le dijeron que el encargo se había hecho, como había pasado las demás veces, por correo electrónico, realizándose el pago mediante tarjeta de crédito. No quisieron darle el nombre del pagador, pero sí le proporcionaron, curiosamente, su dirección de e-mail, alnilam@yahoo.com, que no parecía decir gran cosa sobre su dueño. Después, ella comprobó que alnilam era el nombre de una estrella azul que brilla en el centro de la constelación de Orión.

Al día siguiente Myumi se atrevió a escribir un mensaje de correo a esa dirección. No tuvo respuesta en varios días, lo cual no pudo achacar a la lentitud del sistema de correo, sino a la discreción, la timidez o tal vez la sorpresa de su poseedor. Transcurrida una semana, recibió un correo escueto, escrito en un inglés no demasiado correcto. “Me ha sorprendido tu mensaje, pero a la vez me alegra mucho…”. Empezaba así. El misterioso remitente de las flores azules firmaba como Martín Battaglia, un argentino de aproximadamente su misma edad, que se dedicaba, al igual que ella, a la investigación biomédica. “Te conocí en un congreso, en Boston. Me llamaste mucho la atención. Yo fui solo y me senté cada día cerca de ti, sin atreverme a decirte nada. Luego ya fue tarde. Tú te fuiste a tu país y yo al mío. Pero siempre me he acordado de tí. Ibas casi siempre de azul, con tejanos y una camisa clara. Esa es la única razón del color de las flores”.

La relación se mantuvo así, en la distancia, por un tiempo. Se escribían correos electrónicos, chateaban, se veían por medio de sus web-cams, hablaban por teléfono e intercambiaban opiniones sobre su trabajo. Los dos querían ir a un próximo congreso, que iba a celebrarse en Berlín, y hacían planes para verse y pasar juntos el mayor tiempo posible.

De repente, los mensajes y las flores cesaron. Myumi escrutaba cada día su correo electrónico, esperando noticias de Martín. No supo nada en varias semanas. Cuando se acercó la fecha del congreso, la Facultad le ofreció asistir, con todos los gastos pagados. La muchacha renunció. Cuando llegó a casa vio que la última flor, una rosa azul, enviada hacía ya cuatro semanas, y que ella había cuidado con un mimo excepcional, se había marchitado. Entonces, volvió a salir a la calle, se sentó en un parque solitario y se quedó de noche, sola, buscando una estrella cualquiera, resplandeciente y anónima, entre las constelaciones del cielo.

domingo, 3 de agosto de 2008

EJERCICIOS DE INMOVILIDAD


Inventamos un nuevo juego, el juego de las estatuas. Con la luz apagada, nos movíamos por una habitación bastante grande. Quien se encontraba con alguien le cogía de la mano y tras unos momentos de mutua deliberación, en completo silencio, decidían si querían seguir con el juego o dejarlo. Si ambos aceptaban, la persona que había sido contactada no podía moverse, mientras que el que lo había elegido tenía absoluta libertad para expresarse como quisiera. Podía explorar su cuerpo, podía hacer que se arrodillase o se tumbase de una forma pasiva, incluso besarle o tocar sus órganos sexuales. No había un límite, salvo por el hecho de que el que ambos podían acabar en cualquier momento con la experiencia.

Cuando descubrí el juego de las estatuas, me sentí subyugado por completo. Ese día éramos en la sala cerca de quince personas, la mitad hombres y la mitad mujeres, más o menos. De estas últimas, había dos que me resultaban bastante atractivas, y una de ellas, Isis, sencillamente arrebatadora. Al no poder ver, no sabía cuando podía encontrarme con ella. A veces me parecía que estaba cerca, y buscaba su contacto o admitía su mano cuando tomaba la mía. Pero no sabía con seguridad si había acertado. En una ocasión supe con certeza que estaba con ella, pues abrí ligeramente los ojos y la entreví en las tinieblas, pero transcurridos unos pocos segundos rehusó mi compañía.

A veces era un hombre el que se acercaba. Entonces, tras iniciar un primer contacto, rehuía mantenerme junto a ellos, a pesar de que algunos deseaban seguir a mi lado. Una vez, no obstante, me equivoqué, y quien creía que era una mujer resultó ser un muchacho.

En un caso, la propuesta llegó más lejos de lo que esperaba. Una mujer me tocó y respondí con premura. Comenzó a besarme e incluso acarició mi pene con suavidad y dulzura. Tuve rápidamente una erección. Ella siguió jugando con su mano y después me bajó ligeramente el pantalón. Me costó mantener la inmovilidad hasta que eyaculé en su boca, mientras le acariciaba el pelo largo y liso con mi mano convulsa. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido Isis.

Jugamos durante varios días más al juego de las estatuas. Algunos de los partcipantes iban y venían, llegaba gente ajena al grupo, y entonces surgían nuevos intereses, nuevas pasiones, mujeres a las que deseaba con fuerza y otras de las que huía en cuanto las reconocía por el tacto o llegaban a mí. Luego nos encontrábamos por la ciudad, o comíamos juntos con sonrisas cómplices y miradas que, al igual que en el juego, se encontraban o preferían huir.

Pocos días después me tuve que marchar. Volví a casa, a la vida rutinaria, a mi trabajo y a mis estudios ocasionales. Mi novia me esperaba en la estación de tren. Vino hacia mí y la besé largamente. En aquel momento cerré los ojos y sentí un vivísimo deseo de estar besando a Isis, la chica del juego de las estatuas.

viernes, 1 de agosto de 2008

LAS MAMBAS


Las mambas se mueven siempre de perfil, como las figuras de los templos del antiguo Egipto. Suelen ser, como ellas, estilizadas y misteriosas, pero a un tiempo se muestran hieráticas y rígidas, sin emociones.

Al igual que las esfinges, las mambas se comunican utilizando acertijos. Son maestras en el uso de palabras equívocas. Hacen ver o prometen, pero nunca permiten que pueda adivinarse el verdadero objetivo de sus actos, oculto tras una red inextricable de frases y gestos de artificio.

Su estrategia tiene a los hombres como objetivo primordial. Buscan subyugarlos, confundirlos, deslumbrarlos y vivir a su costa. No dudan en gastar grandes sumas de dinero en esteticistas y en tiendas de moda, con tal de parecer a sus ojos deseables y hermosas. Han desarrollado esta habilidad durante siglos, en el silencio de los harenes, en los cuartos de costura, en el destierro de los fuegos bajos. Menospreciadas, aprendieron a utilizar artes esquivas, lenguajes emponzoñados para conseguir pequeños beneficios, exiguos espacios de poder.

Las mambas hablan siempre mal de los demás. Les gusta cotillear y extender chismes. Pueden mixtificar un hecho hasta límites insospechados. Pero son a su vez objetos de las murmuraciones, las intrigas, las difamaciones y las falsedades de otras mambas, que escupen a su paso gotas de veneno.

Su instrumento preferido es el sexo. En realidad les interesa bien poco pero saben que es su arma más eficaz, y la aprovechan en toda su extraordinaria potencia. Seducen con su promesa y lo administran en dosis mínimas, casi homeopáticas, que consiguen avivar aún más las hogueras que encienden.

La liberación de la mujer ha supuesto un acontecimiento trágico y desgraciado para las mambas. Ellas no aspiran a la igualdad en derechos y deberes, sino al engaño, la ofuscación y la dominación sutil del hombre. No obstante, algunas han descubierto una veta de oro en las nuevas tendencias, que les permiten sumar otras ventajas a las que ya poseían.

Las mambas casi nunca consiguen sus propósitos. Es cierto que la mayoría se casa con hombres de buena posición y viven en hogares espléndidos, con sirvientes y muebles caros que no tienen una mota de polvo, pero una tristeza profunda las corroe. Con el tiempo se hacen ancianas y se vuelven dulces y tontas, y recorren ensimismadas los asilos para ricos como espectros sin alma.