Tengo un grato recuerdo de Luis Olmos, uno de los fundadores del Teatro de la Danza. Luis fue nuestro profesor de baile e interpretación, hace ya muchos años, cuando, siendo aún estudiante universitario, me movía en un ambiente un tanto bohemio, en un mundo de ecologistas, objetores de conciencia y aspirantes a ser actores, titiriteros, artesanos, pintores o músicos.
Aunque mi vida actual sea bastante convencional, me llama mucho la atención aún ese ambiente, mucho más que el mundo en que me muevo de médicos, ingenieros o abogados, politiquillos y trepas sin escrúpulos. La danza y el baile me siguen pareciendo algo mágico, una extraña disciplina del alma que nos conecta con lo mejor de nosotros, con nuestro ser oculto de elfos y hadas, de magos, duendes o lamias que pueden transmutar a voluntad la realidad, y a la vez nos permiten reencontrarnos con nuestro ser primitivo y salvaje. Sin embargo, como al australopitecus civilizado que soy, me sigue dando corte bailar en público, desfogarme, perder el control.
Las clases de interpretación con Luis Olmos eran casi monográficos sobre “el método”. Para cualquiera que haya vivido de cerca el ambiente teatral, ya sea como actor o como simple espectador, “el método” solo puede referirse a una cosa: al sistema de formación de actores ideado por Constantin Stanislavski en los últimos tiempos de la Rusia de los zares.
Recuerdo varias cosas más de aquellos cursos: los textos de Anton Chejov y Tennessee Williams, un alumno que entraba desnudo desde la calle y mi compañero Jorge, que me daba verdadero miedo en una escena compartida. Recuerdo también una lección genérica, válida para cualquier situación de la vida, en la que Luis insistía: un actor, una persona, debe tener las antenas siempre en funcionamiento y buscar constantes puntos de vista.
Tener antenas es fijarse en todo lo que sucede a nuestro alrededor, estar despierto a todo, observar el mundo sin perder un detalle. Además debíamos rastrear puntos de vista sobre aquello que sucedía en nuestro entorno. Éramos una máquina de sentir, que captaba aquello que en nosotros despertaba lo observado y lo vivido, la repulsión, el temor, el cariño o la indiferencia. E improvisábamos, constantemente, ante los nuevos estímulos y sensaciones.
Hoy compruebo a menudo que mis antenas no están en funcionamiento la mayor parte del tiempo, que están paralizadas, que han perdido, en gran medida, su conexión con el mundo. Las cosas suceden a mi lado sin que apenas me de cuenta, como soplos de aire que apenas rozan mi cara, mis oídos, las diminutas células de mi retina. Tal vez sea cuestión del paso del tiempo o tal vez el mundo, al fin y al cabo, no sea tan interesante. Acaso me esté vegetalizando, mineralizando, convirtiendo en materia inerte.
Trato de dar brillo a mis antenas oxidadas. Salgo a la calle. Observo las cosas superficialmente, forzándome a hacerlo. Doy pequeños puntos de vista triviales, desvirtuados y sin fuerza, y me vuelvo a perder, segundos después, en el oscuro bosque de la mente.
Vuelvo una y otra vez a bucear en busca del niño despierto que fui, el chaval de Sarratu que observaba el mundo absorto, sonriente y admirado, con los ojos bien abiertos y unas enormes antenas.
1 comentario:
Donde dices retina he leído rutina. Y es que el hábito nos da facilidades pero también nos vuelve rígidos y nos empobrece.
O tal vez la prisa y el extremo cansancio nos cierran a la belleza, a la riqueza, a la sorpresa.
O cerramos nuestros sensores para evitar más saturación, más dolor...
Sea como fuere, ojalá que puedas encontrar y ser el niño despierto que fuiste, "el chaval de Sarratu que observaba el mundo absorto, sonriente y admirado, con los ojos bien abiertos y unas enormes antenas". Al menos, a veces.
Dulces sueños.
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