No compartimos el mundo con personas, animales, árboles o flores, sino con espíritus. Aquellos a quienes dormimos abrazados, con quienes hablamos, reímos o discutimos no son los que creemos ver, sino seres etéreos que los habitan momentáneamente, sin cuerpo y sin rostro, hijos de otros espacios y lugares que se aproximan queriendo contactar con el ánima, fea o hermosa, elegante o desharrapada, que oculta nuestra falsa apariencia.
Hay espíritus opuestos como polos que se repelen entre sí, espíritus complementarios y otros que son enemigos feroces, espíritus que se desean como lobos hambrientos y que beben los vientos por otros entes sutiles que vieron una vez y jamás conseguirán olvidar.
Los espíritus viajan sobre máquinas aladas, sobre locomotoras, automóviles y bicicletas. Allá donde llegan se cruzan con almas distintas que se miran entre sí, tímidas o insolentes, indiferentes o melancólicas, desvaídas o alegres.
Mi espíritu come, duerme o pasa la noche en vela, de bar en bar, bebe vino o cerveza, escucha música rock, contempla emocionado películas y atardeceres, asiste a funerales, a bodas y nacimientos de otros espíritus, mira a las estrellas y al mar, al aire, a la tierra y al fuego, sus antepasados múltiples, la materia de la que está hecho.
Cuando se acerca la noche, las ánimas que nos habitan sienten miedo del frío, la soledad y las tinieblas y se aproximan tiritando de frío a otros espíritus que los arropan sutilmente con sus cuerpos de aire.
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