viernes, 1 de enero de 2010

EL BARRIO DE LA PAGODA BLANCA

SACHIN MANAWARIA (Pagoda)


Un solo día después de haber nacido en la maternidad del hospital, Hong llegó, en su canastilla de mimbre, al Barrio de la Pagoda Blanca, donde transcurriría toda su vida. Los vecinos acudieron a recibir a la recién nacida y le hicieron pequeñas ofrendas: ropas de bebé, juguetes de vivos colores y misteriosos objetos mágicos que atraían la suerte.

La suerte, sin embargo, llegaba y se iba con demasiada rapidez. La niña pasó, junto a sus padres y hermanos, tiempos de escasez junto a otros de relativa abundancia. Tuvo pequeños accidentes y días felices que apenas recordaría después. Hong era muy inquieta. Conocía todos los rincones del Barrio, que desembocaban inevitablemente en su brillante pagoda, el centro de referencia de las miradas extraviadas.

En el Barrio bullía una vida impetuosa. Niños, adolescentes, hombres y mujeres adultos o ancianos convivían, aportando su mundo diminuto, que sin embargo era trascendental para cada uno de ellos. Policías, tenderos, conductores, agricultores, albañiles, amas de casa se entrecruzaban formando pequeñas uniones inestables que duraban solo segundos. Los soldados y los espías lo observaban todo, como si temieran una revuelta.

Hong no era guapa ni fea. Tuvo algunos pretendientes y entre ellos eligió al único que la hacía reír y le besaba con pasión en el envés de los brazos y en la nuca. Dormía acurrucada junto a él, enroscada como una serpiente, y de esa unión infinita nacieron cuatro niños que fueron descubriendo el mundo sin que éste, sin embargo, les prestara demasiada atención.

Cuando su hombre enfermó gravemente, Hong, educada en la falta de creencias, empezó a acudir cada día a la Pagoda Blanca. Solo recordaba a medias una letanía que había oído musitar a sus abuelos, casi en secreto. Extrañados por verla allí, los viejos dioses de su pueblo, a veces crueles y otras más proclives a la generosidad, la miraban desde su lugar en los altos pedestales, o tal vez desde su lejano hogar en el firmamento.

De tanto escucharla, al final se apiadaron de ella y consintieron en que el hombre saliera con vida y pudiera regresar al trabajo de la colectividad. El precio que exigieron, sin embargo, fue atroz. Una tarde, en la pagoda blanca, reclamaron a Hong su deuda. La mujer apareció tendida sobre el suelo, exánime, ahogada por una repentina hemorragia. Se la llevaron apresuradamente al hospital y fue allí donde abandonó este mundo, en el mismo lugar donde había llegado a él, para ocupar un lugar en las nubes.


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