Me gusta la actitud budista de no querer infligir daño a ningún ser vivo, de respeto absoluto a la existencia en sus múltiples formas. Los jainistas, un paso más allá, llevan un trapo en la boca para prevenir que les entren insectos, y evitan cuidadosamente, cuando se van a sentar, aplastar a cualquier criatura viviente.
Aunque parezca contradictorio, también me llama la atención la doctrina taoísta de que todo, construcción o destrucción, bueno y malo, día y noche, son partes inseparables de nosotros y del mundo, y que conforman un todo, el Tao, el magma del que surge la vida. Es más, considero que, en general, esta visión taoísta del mundo se acerca más a la realidad del universo que las prácticas bienintencionadas que predican y apenas practican lo miembros de otras religiones.
Como carne y pescado de vez en cuando, tengo chaquetas de piel, llevo caros zapatos de cuero. A veces, en mi terraza, sin querer, aplasto caracoles que caminan sin prisa hacia un destino desconocido. Cuando esto sucede me disculpo distraídamente ante el lejano dios de los gasterópodos. Asesino insectos voladores que aparecen volando por mi cocina y se posan en el techo. Mato pequeñas arañas y hormigas exploradoras que se juegan la vida al cruzar la frontera de mis dominios, buscando instalarse, por misteriosas razones, en el mundo artificial de los seres humanos.
Hoy, al salir de casa, medio dormido, casi piso una lombriz que se movía por la acera a una velocidad de doce centímetros por hora. Recordando el precepto budista, o tal vez por simple sorpresa y asombro, he levantado el pie justo a tiempo, apenado por el destino de esta inmigrante sin papeles en nuestro extraño mundo, por este ser inaprensible y misterioso. La parte destructora que hay en mí, ying o yang, no lo recuerdo, dormía aún, debido, tal vez, a la mala noche pasada.
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