miércoles, 11 de febrero de 2009

LA ESCUELA DE MONSTRUOS

REMEDIOS VARO (Hacia Acuario)

La vida es un obsequio maravilloso, pero algunos, por el contrario, obtienen en su lugar un regalo envenenado, una herencia infame y atroz. Reciben al nacer deformidades, graves dolencias físicas, taras congénitas, fallas psíquicas, son abandonados por quienes los engendraron o devienen huérfanos por el giro inesperado de un destino trágico. Para ellos, tal vez, Michel Aguerre, un médico psiquiatra nacido en Guéthary, pequeño pueblo costero del País vasco-francés, fundó en las afueras de París su escuela de monstruos.

El propósito de Michel era convertir la nueva escuela en un lugar de apoyo a los maltratados por la vida, a los nacidos en franca desventaja sobre los otros. No se trataba de un hospicio, un lazareto o un hospital, sino de un lugar turbulento y revolucionario, donde se buscaba la felicidad de una manera absoluta, sin retrasos ni muletas, sin trampas y sin excusas. Michel llamó al lugar “Escuela de alquimia social”, un nombre que tal vez pretendía ser poético. Sin embargo, los vecinos, los visitantes e incluso las autoridades, contemplando con una sonrisa el tipo de chicos y chicas que asistían a ella, muchachos macrocéfalos, retrasados, lisiados, mancos, obesos mórbidos, convino en llamarla “la Escuela de Monstruos”.

Muchos de los alumnos, sin embargo, tenían una apariencia completamente normal, aunque habían sufrido serios reveses, pruebas trágicas del destino en sus cortas existencias: accidentes, abandonos, palizas, castigos y humillaciones en distintos grados. Allí, sin embargo, se sentían a salvo. Los alumnos podían ser, de acuerdo con sus gustos o sus necesidades personales, internos o externos, y existía libertad absoluta para permanecer en él centro o abandonarlo.

Las técnicas utilizadas eran sorprendentes: apreciación y refuerzo positivo constante de cada niño o muchacho, extraños juegos de contacto físico, llantos y risas provocadas, misteriosas prácticas sexuales y técnicas de liberación de terrores, entre otras. Casi todos dormían juntos, en salas grandes, a su aire o abrazados, formando parte de una sola familia, de un único magma que era similar a la materia de la que surge la vida, perfecta y a su vez llena de imperfecciones y fisuras.

La primera regla que debían respetar los alumnos era aceptar y amar a todos tal y como fueran, estúpidos o inteligentes, hermosos o deformes, gruesos o enfermos de anorexia. En un principio, sin embargo, casi todos se reían de los demás, tratando de vengar las afrentas sufridas en propia carne con burlas hacia sus compañeros. Después, poco a poco, todo fue cambiando. Con la fuerza de la solidaridad y el apoyo mutuo casi todos mejoraron enormemente de sus males durante su estancia en el centro.

Durante su segundo año de vida escolar, un joven realizador de televisión visitó la escuela, tanteando la realización en ella de un film documental. Impresionado por lo que vio, regresó al día siguiente con su equipo de filmación, y pasó semanas grabando las escenas de la vida diaria del centro.

El programa sobre la escuela de monstruos tuvo un éxito arrollador en las pantallas de todo el país. Ser diferente pasó a considerarse, de algún modo, una marca de distinción. Algunos de los alumnos fueron entrevistados como gente interesante y con grandes cosas que decir. Chicos jóvenes de las escuelas y los liceos cubrían sus carpetas con fotografías de los alumnos de la escuela, que recibían llamadas con solicitudes amorosas de bellas muchachas y muchachos.

Fueron muchos los que pidieron ingresar en la escuela. Eran individuos normales, que únicamente pretendían girar sus vidas, empezar un nuevo camino, dar un vuelco a su existencia monótona y gris. Sin embargo, no fueron admitidos y siguieron paseando sus desdichas de seres normales por los bulevares de la Ciudad de la Luz, por las calles del Barrio Latino, por los márgenes dorados del Sena.


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