Siempre me ha dado miedo volar. En los últimos años, sin embargo, ese temor inquietante se ha ido difuminando, hasta convertirse en un nerviosismo suave y llevadero.
El aeropuerto de Funchal tiene fama de ser muy complicado para los aviones que intentan tomar tierra en él. Está muy cerca del mar y la pequeña pista de aterrizaje termina directamente en el Océano Atlántico. Según se dice solo pueden aterrizar en él los pilotos más expertos. Sin embargo, en el tiempo transcurrido desde su construcción solo se ha producido un grave accidente.
Cuando tomé la decisión de viajar a Madeira no sabía exactamente donde se encontraba. En realidad está más cerca y más al sur de lo que había imaginado. Es curiosa la invisibilidad que tenemos hacia todo lo portugués. Tal vez es por ello que a sus habitantes les gusta que los visitantes intenten expresarse en su idioma y evitan utilizar el castellano. Su país vecino, más fuerte y poderoso, los ha ignorado durante años, como si este país de historia apabullante, blanca, negra y mestiza, potencia mundial en aventureros, exploradores, literatos, músicos y traficantes de esclavos, no existiese.
Me gustan los madeirenses. Es lógico pensar que no serán muy distintos de los vascos, franceses, españoles, franceses o alemanes, que los habrá buenos, malos o regulares, honestos o perversos, fiables o embaucadores. Los que he conocido, sin embargo, me parecen, en general, sencillos y buena gente. Lo mismo sucede con sus mujeres. No son de una belleza exuberante ni deslumbran al primer efecto, pero son lo que son, muchachas mediterráneas y hermosas pertenecientes a una tierra sencilla y antigua, hijas del mar y de las escarpadas montañas.
Pasamos varias noches en São Vicente, muy cerca del mar que rompe con fuerza contra los muros de nuestro hotel. Las primeras noches me cuesta dormir, pensando en intrigas y maniobras que dejé atrás. Sin embargo, el rumor del agua y las tormentas me introducen poco a poco en el mundo de los sueños, abrupto y neblinoso, cálido y cambiante como una isla que está en mitad de la nada.
El aeropuerto de Funchal tiene fama de ser muy complicado para los aviones que intentan tomar tierra en él. Está muy cerca del mar y la pequeña pista de aterrizaje termina directamente en el Océano Atlántico. Según se dice solo pueden aterrizar en él los pilotos más expertos. Sin embargo, en el tiempo transcurrido desde su construcción solo se ha producido un grave accidente.
Cuando tomé la decisión de viajar a Madeira no sabía exactamente donde se encontraba. En realidad está más cerca y más al sur de lo que había imaginado. Es curiosa la invisibilidad que tenemos hacia todo lo portugués. Tal vez es por ello que a sus habitantes les gusta que los visitantes intenten expresarse en su idioma y evitan utilizar el castellano. Su país vecino, más fuerte y poderoso, los ha ignorado durante años, como si este país de historia apabullante, blanca, negra y mestiza, potencia mundial en aventureros, exploradores, literatos, músicos y traficantes de esclavos, no existiese.
Me gustan los madeirenses. Es lógico pensar que no serán muy distintos de los vascos, franceses, españoles, franceses o alemanes, que los habrá buenos, malos o regulares, honestos o perversos, fiables o embaucadores. Los que he conocido, sin embargo, me parecen, en general, sencillos y buena gente. Lo mismo sucede con sus mujeres. No son de una belleza exuberante ni deslumbran al primer efecto, pero son lo que son, muchachas mediterráneas y hermosas pertenecientes a una tierra sencilla y antigua, hijas del mar y de las escarpadas montañas.
Pasamos varias noches en São Vicente, muy cerca del mar que rompe con fuerza contra los muros de nuestro hotel. Las primeras noches me cuesta dormir, pensando en intrigas y maniobras que dejé atrás. Sin embargo, el rumor del agua y las tormentas me introducen poco a poco en el mundo de los sueños, abrupto y neblinoso, cálido y cambiante como una isla que está en mitad de la nada.
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