SANDRA BATONI (Muchacha sentada junto a la mesa)
El tiempo pasa. Desde hace unos años, Giselle viaja con menor frecuencia. Cuando no está en el hospital pasa muchas horas en su casa frente al mar. Recibe muchas visitas de amigos de su entorno más cercano y de viejos conocidos de otros lugares. Adora el sexo y la complicidad amorosa, pero también ama la soledad. En sus vacaciones acude a una pequeña localidad de Mozambique para curar los ojos enfermos de los habitantes de las aldeas a cambio de compartir su comida y de una vieja cama de paja.
De noche, en su cuarto, Giselle escribe en su diario: “Puede que en el mundo haya miles de almas gemelas para cada uno de nosotros. Entregarnos a los otros es entregarnos al universo, a la vida. Estamos solos ante la inmensidad del cosmos, rodeados de millones de compañeros de viaje que están, como nosotros, atemorizados por la enfermedad y la muerte, por el futuro incierto”.
El único propósito en la vida de Giselle era encontrar a su doble, a su alma gemela, a la persona que mereciera su amor. Era una mujer bastante hermosa y tenía un trabajo bien reconocido como oftalmóloga. Se había comprado una gran casa frente al mar de Bretaña y aún así tenía dinero suficiente para ir de viaje cuatro ó cinco veces al año. En cada nuevo sitio al que acudía trataba de hallar la persona que completase su vida, y para ello se quedaba escuchando la respuesta, que esperaba clara y audible, de su corazón. No buscaba unas muletas que la sostuvieran, ni alguien que le solucionase su futuro o le permitiera vivir mejor, sino un hombre que la sujetase en sus brazos y la acompañase como un fiel amigo en el transcurso de la vida, que avivase la llama de sus deseos adormecidos, que dilatase las horas de su vida con momentos inesperados, con alegrías repentinas, con frases y hechos de amor.
La muchacha anhelaba el amor, pero no rehuía los amantes ocasionales. En toda su vida había tenido más de treinta o cuarenta, pertenecientes a ciudades y culturas diversas, pero su alma gemela seguía sin aparecer ante ella, se escondía como una ser tímido y misterioso, como un elfo delicado y transparente que solo existiera en su mente. “La vida es un viaje a lo desconocido” escribía Giselle en su diario. “Existen millones de personas de las que nada sabemos. Cada día tenemos la obligación de hacer algo distinto, de conocer gente nueva”.
El tiempo pasa. Desde hace unos años, Giselle viaja con menor frecuencia. Cuando no está en el hospital pasa muchas horas en su casa frente al mar. Recibe muchas visitas de amigos de su entorno más cercano y de viejos conocidos de otros lugares. Adora el sexo y la complicidad amorosa, pero también ama la soledad. En sus vacaciones acude a una pequeña localidad de Mozambique para curar los ojos enfermos de los habitantes de las aldeas a cambio de compartir su comida y de una vieja cama de paja.
De noche, en su cuarto, Giselle escribe en su diario: “Puede que en el mundo haya miles de almas gemelas para cada uno de nosotros. Entregarnos a los otros es entregarnos al universo, a la vida. Estamos solos ante la inmensidad del cosmos, rodeados de millones de compañeros de viaje que están, como nosotros, atemorizados por la enfermedad y la muerte, por el futuro incierto”.
Aquella noche, Giselle, aún atractiva, recibe la visita de un nuevo amante. Es un habitante de esta tierra, donde nació la vida. En sus brazos se siente una princesa zulú en su noche de bodas, una muchacha desnuda ante el mundo, que se abraza con fuerza a uno de sus dobles, de sus almas gemelas.
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