“Inventar” es una palabra de uso habitual entre algunos cubanos que he ido conociendo. Ante la pregunta, mil veces repetida tal vez, sobre cómo se las arreglan para salir adelante en su situación de escasez y necesidad, contestan que simplemente se dedican a “inventar”, es decir, o eso entiendo yo, a valerse de la imaginación ante las dificultades de la vida diaria. En esto, los cubanos han sido auténticos maestros, aplicando soluciones imaginativas ante la falta de materias primas básicas, recuperando artesanalmente automóviles y viejas máquinas en desuso, utilizando bambú en sus construcciones o generando combustible mediante compuestos inverosímiles.
Dentro y fuera de Cuba inventar es un concepto apasionante, que casi vale para todo, para el trabajo y la vida diaria, para la diversión y el sexo, para los viajes, para la música y la literatura, para el deporte, la arquitectura, el amor o la gastronomía.
Inventar este día, este mes, este año que se encuentra ante nosotros, este instante, este beso, esta relación anodina, vivir en mil direcciones, recorrer cada día los senderos colaterales, tomando el camino contrario al que nos conduce la inercia, haciendo lo inesperado, lo impensable, lo que a nosotros mismos nos resulta extraño. Expandirse como las ondas del agua, vivir esféricamente, abiertos al mundo. Inventar en fin, cada instante.
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