martes, 2 de febrero de 2010

LA CENA DE LOS GALÁPAGOS

TAMARA DE LEMPICKA


Cada viernes por la noche, Los Galápagos se reúnen para cenar. No se ven ni se llaman jamás entre semana. Tampoco necesitan concertar una cita, pues saben que ese día todos se encontrarán a la hora habitual, en el mismo lugar.

Llegan al restaurante uno por uno, con sus camisas recién planchadas, perfumados y alegres. Sin embargo, no siempre son los mismos los que acuden. Unos van y otros vienen, como los trenes o las aves migratorias.

Hablan de economía y negocios, de mujeres, de fútbol y política, de trajes y automóviles. Cuando, por un descuido, la conversación deriva hacia asuntos personales, se callan rápidamente, como si temieran que por ese resquicio pudiera escaparse el alma.

Los Galápagos tienen dinero y son dueños de negocios. Juegan en bolsa y viven en casas distinguidas. Sin embargo, no poseerán nada de ello en unos años. Solo tienen derecho, como todos, a un alquiler pasajero, a un breve usufructo, hasta que el dios del Averno llegue en su busca.

Los Galápagos no son amigos entre sí, sino simples conocidos, competidores encubiertos, cómplices. Si alguno de ellos necesitara la ayuda del grupo, los demás lo mirarían a distancia, indiferentes y astutos, esperando que las oscuras leyes que rigen el mundo, como señores inclementes, ejecuten su sentencia inevitable.

Algunas mujeres los halagan y corren tras ellos, pero Los Galápagos desconfían de sus intenciones. Entre tanto, se embelesan mirando a hermosas jóvenes despreocupadas, que pasan del brazo de dulces muchachos sin rumbo, de obreros felices.




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