martes, 9 de febrero de 2010

EUGEN



Un día, mientras se desvestía en el vestuario del gimnasio, Eugen Rorschach tuvo una profunda experiencia, cercana a lo filosófico o a lo trascendental. Comprendió de repente, mientras se ataba las zapatillas, poco antes de ponerse a correr, que la vida no es más que una sucesión de millones de instantes, y que ninguno era más importante que los otros. Lo único que había que hacer era entregarse de lleno a cada momento. Era lo mismo correr sobre una cinta móvil o levantar pesas, escribir un informe o comer, hablar en un bar con los amigos, hacer el amor, caminar por la montaña, llamar por teléfono o ver la televisión. Solo se trataba de estar presente en cada uno de esas situaciones, ser como un animal, sin pensamientos ni recuerdos, sin esperanzas puestas en el tiempo futuro.

Unos momentos eran objetivamente agradables, buenos y alegres. Otros, por el contrario, Eugen los sentía como tristes e incluso dolorosos. La gran mayoría, sin embargo, le parecían intrascendentes, sin ninguna importancia, pero también había que prestarles toda la atención, como si fueran pequeñas joyas de un valor incalculable, el regalo de un dios misterioso que se escondiese al acecho, observándolo todo.

El instante más valioso de su vida, sin embargo, uno entre un millón, o quizás uno solo entre mil millones, ocurrió el día en que Rorschach conoció a Sara. Quedó prendado de ella desde el primer momento y no pudo evitar que su recuerdo compartiera la mayoría de los preciosos momentos que lo iban a acompañar hasta el final de su vida.

Sin embargo, ella nunca supo nada sobre los cataclismos que había provocado en Eugen, entonces un muchacho. Jamás llegaron a hablar. Se casó con otro, tuvo hijos y vivió una vida a veces interesante, otras aburrida y vulgar, sin reparar en él, sin tener siquiera conciencia de haberlo conocido.

Con el paso de los años, la imagen de la mujer fue difuminándose en la mente de Eugen Rorschach. Sin embargo, en el momento preciso de su muerte, ya anciano, la volvió a ver tal y cómo era con total claridad, y sintió que en aquel instante la tenía a su lado, como si fueran dos amantes que caminasen, cogidos de la mano, hacia un umbral desconocido.


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