REMEDIOS VARO (Papilla estelar)
John Hoo, hijo de inmigrantes asiáticos, residió en Glasgow toda su vida. Allí escribió su única obra, que llamó “Libro de horóscopos”. Fueron muchos los que la compraron, animados por el título, pero la gran mayoría no pasó de hojear los primeros capítulos, decepcionados por no encontrar entre sus páginas largas descripciones del carácter o pronósticos sobre un futuro feliz. El libro, por el contrario, hablaba tan solo de un modo superficial de signos astrales y alineaciones de planetas, y no hacía referencia alguna a relaciones amorosas, dinero en abundancia o hermosas casas junto al mar.
“Cada uno de nosotros somos el centro del universo” escribía Hoo, “el lugar por donde pasan cada día los cometas y los quásares, donde se producen las tormentas de estrellas y las auroras boreales”.
“Todo cuanto pasa ocurre en nuestro cuerpo”, continuaba, “y en las extrañas sustancias sin ser que lo habitan: en la respiración de la vida que nos atrapó un día y nos mantendrá a su lado mientras seamos intensos y trascendentes, mientras conservemos aún una chispa de energía”.
En el amor, John Hoo defendía ser radical y valiente, sin llegar jamás a mostrarse ofensivo. En materia de sexo llamaba a explorar nuevos caminos, experiencias postergadas o sepultadas por la educación. En cuestión de dinero proponía gastar a manos llenas en felicidad, quemar las naves cada día y vaciar las cuentas corrientes, viviendo en constantes números rojos.
Sin embargo, quienes conocieron a John personalmente estaban desconcertados con sus extrañas teorías, que en muy poco o en nada coincidían con la realidad de su vida. Así, se le conocieron muy pocas parejas y amigos, pues era tímido y apocado. Hoo vivió en un pequeño apartamento sin apenas luz, como un pez abisal o un murciélago y el dinero nunca le sobró, hasta el punto de que pasó sus últimos años viviendo de un pequeño subsidio que apenas le alcanzaba para comer.
Un empleado del servicio municipal lo encontró muerto de frío, de madrugada, tendido junto a la puerta del palacio de exposiciones de la ciudad, mientras los copos de nieve caían sobre él mansamente, como pedazos de estrellas.
John Hoo, hijo de inmigrantes asiáticos, residió en Glasgow toda su vida. Allí escribió su única obra, que llamó “Libro de horóscopos”. Fueron muchos los que la compraron, animados por el título, pero la gran mayoría no pasó de hojear los primeros capítulos, decepcionados por no encontrar entre sus páginas largas descripciones del carácter o pronósticos sobre un futuro feliz. El libro, por el contrario, hablaba tan solo de un modo superficial de signos astrales y alineaciones de planetas, y no hacía referencia alguna a relaciones amorosas, dinero en abundancia o hermosas casas junto al mar.
“Cada uno de nosotros somos el centro del universo” escribía Hoo, “el lugar por donde pasan cada día los cometas y los quásares, donde se producen las tormentas de estrellas y las auroras boreales”.
“Todo cuanto pasa ocurre en nuestro cuerpo”, continuaba, “y en las extrañas sustancias sin ser que lo habitan: en la respiración de la vida que nos atrapó un día y nos mantendrá a su lado mientras seamos intensos y trascendentes, mientras conservemos aún una chispa de energía”.
En el amor, John Hoo defendía ser radical y valiente, sin llegar jamás a mostrarse ofensivo. En materia de sexo llamaba a explorar nuevos caminos, experiencias postergadas o sepultadas por la educación. En cuestión de dinero proponía gastar a manos llenas en felicidad, quemar las naves cada día y vaciar las cuentas corrientes, viviendo en constantes números rojos.
Sin embargo, quienes conocieron a John personalmente estaban desconcertados con sus extrañas teorías, que en muy poco o en nada coincidían con la realidad de su vida. Así, se le conocieron muy pocas parejas y amigos, pues era tímido y apocado. Hoo vivió en un pequeño apartamento sin apenas luz, como un pez abisal o un murciélago y el dinero nunca le sobró, hasta el punto de que pasó sus últimos años viviendo de un pequeño subsidio que apenas le alcanzaba para comer.
Un empleado del servicio municipal lo encontró muerto de frío, de madrugada, tendido junto a la puerta del palacio de exposiciones de la ciudad, mientras los copos de nieve caían sobre él mansamente, como pedazos de estrellas.
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