WALASSE TING (Deux dames)
La sinceridad no es un deber ante los otros, sino un regalo que nos hacemos a nosotros mismos. Las mujeres y hombres que se exponen como son, sin dobleces, sin trampas, quienes muestran sus cartas, los que actúan con nobleza y prestan su ayuda a cualquiera, son magos maravillosos que transmutan la vida, duendes o hadas, príncipes y princesas que heredaron un mundo perdido.
Estas lamias de ojos hermosos abren sus sentidos para escuchar sus entrañas, para oler y morderse las manos, para sentir el latido de la sangre en su cuello. Solo creen en aquello que habla a través de ellas o de su entorno mágico. Su oráculo son los árboles, las estrellas, los insectos que vuelan a la altura de sus ojos, el susurro del viento en sus mejillas.
Estos apuestos elfos de bellos rostros son obreros, empleados o estudiantes, príncipes desgarbados que no maltratan a nadie salvo para defenderse si un peligro mortal los acecha. Eluden las disputas, no hablan mal de los otros, no castigan o insultan, no condenan a oscuras mazmorras o a torturas impensables a quienes defienden su derecho de frente y con la mirada elevada. Sirven a sus súbditos bebidas, manjares y los confortan en los momentos tristes que la vida nos ofrece a todos, reyes o lacayos.
Estos y estas humildes aristócratas vagan de incógnito por los viejos arrabales, vestidos modestamente, y su único afán es sonreír a los niños y a las estrellas, descubrir nuevos sabores y planetas, percibir el instante que se posa en los átomos de sus dedos, aguardar el paso de los espíritus, explorar el sendero secreto que nos lleva a un lugar desconocido donde nada, salvo la misma vida, importa.
La sinceridad no es un deber ante los otros, sino un regalo que nos hacemos a nosotros mismos. Las mujeres y hombres que se exponen como son, sin dobleces, sin trampas, quienes muestran sus cartas, los que actúan con nobleza y prestan su ayuda a cualquiera, son magos maravillosos que transmutan la vida, duendes o hadas, príncipes y princesas que heredaron un mundo perdido.
Estas lamias de ojos hermosos abren sus sentidos para escuchar sus entrañas, para oler y morderse las manos, para sentir el latido de la sangre en su cuello. Solo creen en aquello que habla a través de ellas o de su entorno mágico. Su oráculo son los árboles, las estrellas, los insectos que vuelan a la altura de sus ojos, el susurro del viento en sus mejillas.
Estos apuestos elfos de bellos rostros son obreros, empleados o estudiantes, príncipes desgarbados que no maltratan a nadie salvo para defenderse si un peligro mortal los acecha. Eluden las disputas, no hablan mal de los otros, no castigan o insultan, no condenan a oscuras mazmorras o a torturas impensables a quienes defienden su derecho de frente y con la mirada elevada. Sirven a sus súbditos bebidas, manjares y los confortan en los momentos tristes que la vida nos ofrece a todos, reyes o lacayos.
Estos y estas humildes aristócratas vagan de incógnito por los viejos arrabales, vestidos modestamente, y su único afán es sonreír a los niños y a las estrellas, descubrir nuevos sabores y planetas, percibir el instante que se posa en los átomos de sus dedos, aguardar el paso de los espíritus, explorar el sendero secreto que nos lleva a un lugar desconocido donde nada, salvo la misma vida, importa.
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