miércoles, 16 de diciembre de 2009

UNA LUZ EN EL DORMITORIO DE LAS SIRVIENTAS

DIEGO RIVERA


La nueva muchacha de servicio era una india pálida de ojos brillantes, que había llegado de un pueblo del interior. Hablaba mal el español y a veces se le oía atravesar los pasillos murmurando en el antiguo idioma de su raza.

El dueño de la casa, rico y poderoso, iba sin embargo camino de una vejez solitaria. Miraba a la indita llegar e irse, servirle la comida, traerle la ropa bien planchada. Sus antepasados violaban y maltrataban a las indígenas, pero aquellos fueron otros tiempos que no echaba en falta. Además, no sentía ya ninguna inclinación amorosa. Tan solo envidiaba su juventud y su mirada inocente y alegre. Hubiera dado lo que tenía por volver a tener su edad y mirar al mundo con sus ojos intensos, con su pasión contenida.

Él también había sido pobre, casi no tuvo escuela, y hubo también un tiempo en que hablaba otra lengua. Pero después de embarcarse su vida cambió. Sirvió a muchos y después, a fuerza de negocios y violencias, muchos otros fueron sus sirvientes.

La indiecita lo cuidaba. Lo protegía de sus amigos y familiares, que llegaban a la casa sin avisar, como los pájaros de mal agüero, siempre pidiendo. Ella abría una barrera silenciosa, sin muchas palabras, que confundía a las frecuentes visitas.

“Al señor no hay que despertarlo a media tarde, se queda triste si se le despierta”, les decía. O también: “El amo está pensando, luego las ideas se le vuelan y no hay forma de juntarlas de nuevo”.

La muchacha tenía su habitación en su mismo piso, por donde se filtraba la luz hasta altas horas de la noche. Una vez, intrigado, el hombre entró en el cuarto, aprovechando su ausencia. No vio nada extraño. Solo cosas de muchachas y pequeñas figuras indias. Otro día se atrevió a preguntarle lo que hacía por las noches hasta tan tarde. “Hablo con el dios-jaguar” contestó, “él me arregla toditos los problemas. Debería usted rezarle también”.

El señor repasó sus libros de religión indígena. El dios-jaguar aparecía como un joven atlético que cubría su rostro con una extraña máscara. Una noche, incluso trató de hablar con él para contarle sus cuitas, aunque no obtuvo ningún resultado. Tal vez fuera cosa del idioma.

Días después, mientras leía distraídamente el periódico, le pareció notar que la cintura de la muchacha se había ensanchado de un modo notorio. Instintivamente, el hombre pensó en el dios-jaguar que visitaba su cuarto cada noche y sonrió para sí, como quien comparte un secreto con las nubes.


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