martes, 24 de junio de 2008

LOS LIQUIDADORES

Los liquidadores no creen en Dios ni en los demonios. Sin embargo, por si se diera el caso de que existieran uno solo o muchos dioses, acuden a honrarlos con ofrendas de sangre o con antorchas prendidas en gasóleo. Los demonios, sin embargo, ocupan su interior de un modo permanente. Viven en sus testículos, en sus labios hinchados, en sus pulmones sucios de humo, en sus gargantas rotas de gritar maldiciones.

Los liquidadores no creen en la bondad, en la inocencia o en la libertad. Tienden sus trampas a los generosos, a los ingenuos e idealistas y evitan caer en las redes de otros liquidadores, sus únicos amigos, con quienes comparten cafés y licores, cigarrillos manchados de sangre, nubes grises de opio.

La gente los teme, son exitosos en el amor, cobran ingentes sumas de dinero, poseen casas lujosas y grandes automóviles. Sin embargo, sus cuerpos despiden un olor penetrante, una savia de ácido cianhídrico que poco a poco los va devorando.

Mientras tanto, otros liquidadores esperan su turno, acodados en los lugares indicados, parados en los locales políticos, en las barras de los cafés de lujo, y esperan el momento de dar el pésame a las esposas aliviadas, que reconocen en ellos, con placer, a sus futuros amos, a los temporales dueños del mundo.

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