miércoles, 25 de junio de 2008

MAARAT

Un largo hilo de araña la condujo hasta la ciudad de Maarat. Una vez allí, siguió las huellas de los pájaros hasta llegar al templo de Manu, el rey-dios. Cuando la vieron entrar los sacerdotes rasgaron sus vestiduras y dibujaron un mapa celeste sobre su hermoso cuerpo desnudo, estragado por tantos naufragios y desventuras.

Las estrellas escritas en su piel contaron que había sobrevivido con el único fin de llegar hasta allí y que era culpable de múltiples herejías. Los astros decían que solo salvaría su vida si aceptaba desposarse con un esclavo, lejano descendiente de faraones, traído por la fuerza desde el Alto Nilo, y si accedía a vivir para siempre en la ciudad, bajo la protección y el temor constante al poder vengativo de Manu.

Consintió al fin, al ver el filo de la espada que había de matarla. Aquella tarde, nerviosa, pudo ver, sucio y cargado de cadenas, al que iba a ser su esposo, y en ese instante deseó vivir a su lado para siempre, en Maarat o en el rincón más ardiente, lejano e inhóspito del turbio desierto.

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