Niños ona
En la estación de Gran Vía, la voz metálica de la instalación de sonido, en lugar de pronunciar el nombre que todos aguardaban gritó “¡Tierra del fuego!”. Desconcertados, solo unos pocos viajeros se atrevieron a bajar del vagón. Quienes lo hicieron se encontraron en un lugar desconocido, donde un viento helador azotaba sus rostros y les hacía temblar como si fueran pequeñas ramas de sauce. Muchos quisieron volver, pero el convoy ya había partido, y en su lugar solo hallaron unos viejos raíles oxidados, por los cuales parecía que no había circulado ningún ferrocarril en mucho tiempo.
Decidieron quedarse a esperar al siguiente tren. Ateridos, prendieron un gran fuego con sus mecheros en la vieja estación abandonada, donde fueron quemando los rastrojos y arbustos secos de los alrededores y las esquirlas de las viejas traviesas abandonadas. Pasaron varios días, pero el tren no llegaba. Mientras, se iban alimentando de pequeños roedores, de frutas silvestres y raíces, abrigándose con rústicos abrigos de paja. Dormían apretados los unos contra los otros y así fueron surgiendo relaciones esporádicas, posesivas y apasionadas.
Tuvieron que aguardar un mes entero hasta que llegó el siguiente tren. Era igual al que les había llevado hasta aquel lugar. Mientras ellos subían, felices de volver a su ciudad, a su mundo, bajaron de él nuevos viajeros despistados, vestidos con pantalones y polos veraniegos, escuchando mediante diminutos auriculares la música de sus reproductores portátiles.
De entre los primeros, únicamente dos personas, una mujer y un hombre, no quisieron regresar. Se quedaron allí, un mes más y después otro y otro más, dejando pasar varios trenes de regreso. Ella era diez años mayor que él. Al quinto mes se enamoraron y empezaron a construir una casa muy cerca del mar, a pocos kilómetros de las vías abandonadas. Compartían aquel territorio con descendientes onas, los indios de aquellas tierras, que habían sido masacrados por los conquistadores y por sus nietos criollos.
Para celebrar su primer año de vida en la Tierra del Fuego, los indios, hombres y mujeres, ancianas y muchachos, visitaron su casa con comida y regalos y pintaron mapas de estrellas en los brazos y las piernas del hombre y en la piel turgente del vientre de la mujer que compartía su vida, que aguardaba el primer niño que en muchos años iba nacer en aquella tierra extrema.
Decidieron quedarse a esperar al siguiente tren. Ateridos, prendieron un gran fuego con sus mecheros en la vieja estación abandonada, donde fueron quemando los rastrojos y arbustos secos de los alrededores y las esquirlas de las viejas traviesas abandonadas. Pasaron varios días, pero el tren no llegaba. Mientras, se iban alimentando de pequeños roedores, de frutas silvestres y raíces, abrigándose con rústicos abrigos de paja. Dormían apretados los unos contra los otros y así fueron surgiendo relaciones esporádicas, posesivas y apasionadas.
Tuvieron que aguardar un mes entero hasta que llegó el siguiente tren. Era igual al que les había llevado hasta aquel lugar. Mientras ellos subían, felices de volver a su ciudad, a su mundo, bajaron de él nuevos viajeros despistados, vestidos con pantalones y polos veraniegos, escuchando mediante diminutos auriculares la música de sus reproductores portátiles.
De entre los primeros, únicamente dos personas, una mujer y un hombre, no quisieron regresar. Se quedaron allí, un mes más y después otro y otro más, dejando pasar varios trenes de regreso. Ella era diez años mayor que él. Al quinto mes se enamoraron y empezaron a construir una casa muy cerca del mar, a pocos kilómetros de las vías abandonadas. Compartían aquel territorio con descendientes onas, los indios de aquellas tierras, que habían sido masacrados por los conquistadores y por sus nietos criollos.
Para celebrar su primer año de vida en la Tierra del Fuego, los indios, hombres y mujeres, ancianas y muchachos, visitaron su casa con comida y regalos y pintaron mapas de estrellas en los brazos y las piernas del hombre y en la piel turgente del vientre de la mujer que compartía su vida, que aguardaba el primer niño que en muchos años iba nacer en aquella tierra extrema.
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