Mi amigo Théo se aburrió un día de la vida insípida que llevaba, que es poco más o menos la vida que todos llevamos y se fue a vivir a Islandia, donde le habían ofrecido trabajo en una factoría de pescado. Desde allí me mandaba cartas ocasionales y me hablaba del país, que le gustaba mucho y de las mujeres que iba conociendo, como resulta habitual entre hombres.
Su primera novia fue una muchacha sudafricana, de raza negra, que trabajaba en su misma empresa pesquera. Cuando la chica volvió a su país, un año después, en lugar de buscarse una mujer nórdica, rubia y de piel blanquísima, empezó a salir con Midori, una japonesita de veintiún años.
De vez en cuando Théo volvía a casa, y pasaba una o dos semanas visitando a sus padres y quedando con sus viejos amigos, como yo. Nunca vino con Midori, pero la última vez, organizó en mi casa una cena asiática con platos que había aprendido a hacer durante su convivencia con la muchacha.
Tengo un mal recuerdo de aquella noche. Cenamos sashimi, sushi, sukiyaki, pollo yakitori, tofu, tortillas dashimaki, algas variadas y otras delicias niponas. No pude con el sashimi, y a mitad de la cena salí a vomitar. Desde entonces no soporto el pescado crudo, y la sola visión de los rollitos de sushi me produce náuseas.
No sé nada de Théo. No lo he vuelto a ver en los últimos años. Un día me encontré con sus padres, que me dijeron que vivía en Kioto. No sé si sigue con Midori, si es feliz o no, si tiene hijos de ojos rasgados o practica el zen, el aikido o la ceremonia del té. Solo me acuerdo de él de vez en cuando, absorbido por la vida aburrida e insulsa que, a quienes seguimos aquí, nos parece la mejor de las posibles.
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