HENRI DE TOULOUSE-LAUTREC (Bed)
Hace tres semanas, Oittabe, que tiene ya dieciséis años, se fue a pasar un año en Edimburgo, para aprender inglés. Se me cortó la respiración desde el mismo momento en que planteó en casa esa posibilidad, aunque sabía que no podía oponerme. Desde entonces camino como un ser sin vida propia, casi sin hablar con nadie ni en el trabajo ni fuera de él. Mi conversación con Paulette tiene que ver invariablemente con la niña. Si al menos hubiera tenido otro hijo, otra hija, pienso entonces, olvidando que rechacé esta posibilidad tajantemente, años después de que Oittabe naciera.
Por las noches espero su llamada. Aunque sé que solo acostumbra a telefonear los viernes o sábados, aguardo ansiosamente a que lo haga cualquier día, en cualquier instante. Cuando llega la hora habitual de sus llamadas, alrededor de las once de la noche, mientras Paulette está leyendo o viendo algún programa de televisión, me meto bajo el edredón de plumas de nuestra cama y aguanto la respiración. “Antes de que vuelva a respirar sonará el teléfono” pienso para mí mismo.
Paulette me mira de una forma extraña. ¿Pensará que estoy loco, que se ha casado con un pisicópata?. Hoy para mi sorpresa, la he encontrado en la cama cuando me iba a acostar. Jamás lo hace antes de las doce. Estaba, como acostumbro a hacer yo, completamente cubierta por el edredón. Cuando la he destapado no se movía. Aterrorizado, he tocado su pecho, he acercado mi cara a su nariz, he palpado su cuello en busca del latido carotídeo.
Cuando por fin se ha ido recobrando, semidormida, me ha dicho, de manera entrecortada y compungida “Aún no ha llamado”. “Pero si es jueves. Sabes que llama los viernes”, le he contestado. Entonces Paulette se ha echado a llorar.
Me he metido con ella en la cama, tratando de consolarla. Al ver que respiraba normalmente, la he abrazado con fuerza y la he llevado hasta el fondo de la cama, dejando una abertura por donde se pudiera filtrar el aire. Hemos hecho el amor pausadamente, queriéndonos, deseándonos, de una manera que ya casi no recordaba. Al terminar se ha quedado dormida a mi lado, debajo del edredón. He deseado que esta vez, más que nunca, se volviera a quedar embarazada, que ese ser desconocido que nada a oscuras en el interior de nuestras células surgiera de una unión inexplicable y que volviera a urdirse el milagro más frecuente del mundo, repetido en todas las especies conocidas, a lo largo del planeta, un millón de veces cada día.
Cuando era un niño me gustaba meterme bajo las mantas de mi cama. Incluso siendo un adulto lo he hecho algunas noches, solo o en compañía, y he vuelto a sentir lo mismo que en aquellos años perdidos de la infancia, que hoy parecen maravillosos. Contengo la respiración unos segundos, incluso un minuto, hasta que ya no puedo más y regreso a la superficie, a la vida normal, al aire libre, a los sueños estancados o rotos.
No me puedo quejar de mi vida. Trabajo en una tienda de informática, toco el contrabajo en un grupo de jazz de mi ciudad, viajo a menudo y tengo una pareja que es mucho mejor de lo que podía esperar. Paulette tiene once años menos que yo, y no me explico qué puede haber visto en mí, un carcamal de 53 años, con poco pelo, bebedor incidental, fumador recurrente y sin demasiado dinero, desgarbado y sin una pizca de gracia. Es la mujer que quise tener a mi lado desde que la vi, sin imaginar que podía tener tan siquiera una pequeña posibilidad de casarme con ella. Cuando la conocí ella, que tenía solo 26 años, me puso una condición para ser mi pareja. Quería ser madre. Tuvimos una niña, Oittabe, y yo, que le había puesto todas las pegas del mundo y que incluso amagué con la separación para evitar el compromiso atroz de la paternidad, hoy no puedo vivir un solo segundo sin saber que mi hija se encuentra bien. Si ella no existiese sería un completo desgraciado, si la mujer que vive a mi lado hubiera aceptado mi chantaje emocional, vagaría alcoholizado por las calles más turbias, sin vida, sin amor, sin trabajo y sin destino.
No me puedo quejar de mi vida. Trabajo en una tienda de informática, toco el contrabajo en un grupo de jazz de mi ciudad, viajo a menudo y tengo una pareja que es mucho mejor de lo que podía esperar. Paulette tiene once años menos que yo, y no me explico qué puede haber visto en mí, un carcamal de 53 años, con poco pelo, bebedor incidental, fumador recurrente y sin demasiado dinero, desgarbado y sin una pizca de gracia. Es la mujer que quise tener a mi lado desde que la vi, sin imaginar que podía tener tan siquiera una pequeña posibilidad de casarme con ella. Cuando la conocí ella, que tenía solo 26 años, me puso una condición para ser mi pareja. Quería ser madre. Tuvimos una niña, Oittabe, y yo, que le había puesto todas las pegas del mundo y que incluso amagué con la separación para evitar el compromiso atroz de la paternidad, hoy no puedo vivir un solo segundo sin saber que mi hija se encuentra bien. Si ella no existiese sería un completo desgraciado, si la mujer que vive a mi lado hubiera aceptado mi chantaje emocional, vagaría alcoholizado por las calles más turbias, sin vida, sin amor, sin trabajo y sin destino.
Hace tres semanas, Oittabe, que tiene ya dieciséis años, se fue a pasar un año en Edimburgo, para aprender inglés. Se me cortó la respiración desde el mismo momento en que planteó en casa esa posibilidad, aunque sabía que no podía oponerme. Desde entonces camino como un ser sin vida propia, casi sin hablar con nadie ni en el trabajo ni fuera de él. Mi conversación con Paulette tiene que ver invariablemente con la niña. Si al menos hubiera tenido otro hijo, otra hija, pienso entonces, olvidando que rechacé esta posibilidad tajantemente, años después de que Oittabe naciera.
Por las noches espero su llamada. Aunque sé que solo acostumbra a telefonear los viernes o sábados, aguardo ansiosamente a que lo haga cualquier día, en cualquier instante. Cuando llega la hora habitual de sus llamadas, alrededor de las once de la noche, mientras Paulette está leyendo o viendo algún programa de televisión, me meto bajo el edredón de plumas de nuestra cama y aguanto la respiración. “Antes de que vuelva a respirar sonará el teléfono” pienso para mí mismo.
Paulette me mira de una forma extraña. ¿Pensará que estoy loco, que se ha casado con un pisicópata?. Hoy para mi sorpresa, la he encontrado en la cama cuando me iba a acostar. Jamás lo hace antes de las doce. Estaba, como acostumbro a hacer yo, completamente cubierta por el edredón. Cuando la he destapado no se movía. Aterrorizado, he tocado su pecho, he acercado mi cara a su nariz, he palpado su cuello en busca del latido carotídeo.
Cuando por fin se ha ido recobrando, semidormida, me ha dicho, de manera entrecortada y compungida “Aún no ha llamado”. “Pero si es jueves. Sabes que llama los viernes”, le he contestado. Entonces Paulette se ha echado a llorar.
Me he metido con ella en la cama, tratando de consolarla. Al ver que respiraba normalmente, la he abrazado con fuerza y la he llevado hasta el fondo de la cama, dejando una abertura por donde se pudiera filtrar el aire. Hemos hecho el amor pausadamente, queriéndonos, deseándonos, de una manera que ya casi no recordaba. Al terminar se ha quedado dormida a mi lado, debajo del edredón. He deseado que esta vez, más que nunca, se volviera a quedar embarazada, que ese ser desconocido que nada a oscuras en el interior de nuestras células surgiera de una unión inexplicable y que volviera a urdirse el milagro más frecuente del mundo, repetido en todas las especies conocidas, a lo largo del planeta, un millón de veces cada día.
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