Las buenas palabras hieren como el fuego o los labios de las mambas.
Me tumbo boca abajo sobre la tierra, me enredo entre alambradas. Arañado y cubierto de sangre penetro por las rendijas de luz, salto azoteas, atravieso las grietas abiertas en las casas hasta llegar al cobertizo oscuro donde duerme la muchacha a la que siempre amé.
Me mira como si fuera un pájaro. En su respiración del color de las moras crecen madreselvas y amapolas. Tomo sus manos dulcemente, beso su cabellera pálida donde brillan pequeños diamantes, como estrellas lejanas o cuchillos de plata.
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