BO XIAO HUAI
Los Mandarines creen ser obreros con corbata, revolucionarios con maletín, peligrosos activistas que asaltan bancos con sus tarjetas de crédito. Cenan en distinguidos restaurantes donde discuten sin parar de cotizaciones de bolsa y estrategias políticas, de coches alemanes y barcos de vela donde vuelan al viento sus corbatas de seda, pues otro fin los mueve, un fin narcisista y ruin que ha dejado a un lado, como un mal inevitable, a los parias del mundo.
Los Mandarines desprecian los libros y el arte, que consideran pasatiempos inútiles. Cuando eran muchachos leían poemas y participaban en happenings, en fiestas de sexo, en algaradas y en marchas callejeras. Hoy miran con desdén a aquellos que, a su edad, enarbolan aún las banderas de antaño, viajando a lugares iniciáticos, ascendiendo montañas, reuniéndose en grupos misteriosos, viviendo al límite, con los ojos llenos de emoción y sabiduría. A menudo, mandan a disolverlos a las fuerzas de policía, o les imputan crímenes imaginarios con llamadas apresuradas a jueces que les deben sus cargos.
El tiempo pasa para los Mandarines como pasa para la gente sin hogar, para los que cuidan enfermos o recogen las basuras, para los niños hambrientos de Sudán, para los nómadas mongoles o los mercaderes que cruzan aún, en largas caravanas, los desiertos del mundo. Tienen todo lo que pueden desear, pero su dinero o su poder no sirven para comprar un segundo de tiempo, una gota de juventud, una pequeña llama de alegría, un miligramo de amor o de vida.
Los Mandarines creen ser felices, y tal vez, después de todo, lo sean. Coleccionan amigos de interés, hijos indolentes, esposas manirrotas y amantes sórdidas. Incuban diabetes, anginas de pecho, arterias obstruidas, apoplejías y cánceres silenciosos, que van abriendo en su interior, día tras día, pequeños surcos oscuros, células y tejidos necróticos, diminutos espacios de muerte.
En sus años de juventud, los Mandarines enarbolaban flores y banderas rojas. Hoy tienen casas de campo donde cultivan y podan sus rosas con esmero, como maestros del Tao, pero tarde o temprano, todas se mueren en sus manos, como si les transmitieran un flujo perverso. No obstante, les gusta fotografiarse con ellas y sentir las espinas punzantes que penetran su piel suavemente.
Los Mandarines creen ser obreros con corbata, revolucionarios con maletín, peligrosos activistas que asaltan bancos con sus tarjetas de crédito. Cenan en distinguidos restaurantes donde discuten sin parar de cotizaciones de bolsa y estrategias políticas, de coches alemanes y barcos de vela donde vuelan al viento sus corbatas de seda, pues otro fin los mueve, un fin narcisista y ruin que ha dejado a un lado, como un mal inevitable, a los parias del mundo.
Los Mandarines desprecian los libros y el arte, que consideran pasatiempos inútiles. Cuando eran muchachos leían poemas y participaban en happenings, en fiestas de sexo, en algaradas y en marchas callejeras. Hoy miran con desdén a aquellos que, a su edad, enarbolan aún las banderas de antaño, viajando a lugares iniciáticos, ascendiendo montañas, reuniéndose en grupos misteriosos, viviendo al límite, con los ojos llenos de emoción y sabiduría. A menudo, mandan a disolverlos a las fuerzas de policía, o les imputan crímenes imaginarios con llamadas apresuradas a jueces que les deben sus cargos.
El tiempo pasa para los Mandarines como pasa para la gente sin hogar, para los que cuidan enfermos o recogen las basuras, para los niños hambrientos de Sudán, para los nómadas mongoles o los mercaderes que cruzan aún, en largas caravanas, los desiertos del mundo. Tienen todo lo que pueden desear, pero su dinero o su poder no sirven para comprar un segundo de tiempo, una gota de juventud, una pequeña llama de alegría, un miligramo de amor o de vida.
Los Mandarines creen ser felices, y tal vez, después de todo, lo sean. Coleccionan amigos de interés, hijos indolentes, esposas manirrotas y amantes sórdidas. Incuban diabetes, anginas de pecho, arterias obstruidas, apoplejías y cánceres silenciosos, que van abriendo en su interior, día tras día, pequeños surcos oscuros, células y tejidos necróticos, diminutos espacios de muerte.
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