Carl Larsson (Esjborn doing his homework)
La casa de Aladino estaba llena de cuadros extraños e incomprensibles, de pequeñas figuras de formas retorcidas y máscaras que recordaban lejanos viajes de sus padres por Asia y África. Laetizia, una niña del Barrio, subía todas las tardes para contar a su amigo las noticias del Callejón, y a veces se quedaba contemplándolos como si fueran un programa de televisión, buscando caras, narices y manos. Otras veces, también, mientras hablaba con Dino, las miraba de reojo, y le parecía ver en ellas personas o fantasmas. Había un cuadro que le gustaba más que ningún otro. Se llamaba “Niño enseñando sus dientes a una boa”.
Aladino llevaba un año entero sin levantarse de la cama. El médico le había explicado que dentro de su corazón había un pequeño agujero por el que a veces se escapaba la sangre como las olas que inundan los escalones bajos del Callejón durante la marea alta. Estaba enfermo desde que nació, y todos se preocupaban por él y le cuidaban para que no le ocurriese nada. Sin embargo era el único en toda su familia que se tomaba en broma su enfermedad. “Las moscas deben vivir un mes o dos como mucho” –le decía a Laetizia-. “Yo hasta ahora he vivido 144 veces más que la mosca más vieja del mundo”.
Laetizia le contó todo lo que había hecho desde la última vez que estuvo en su casa. La tarde anterior, por ejemplo, había extendido un pedazo grande de tela con dibujos egipcios sobre la acera, en mitad del Callejón de las Pirámides, y encima había colocado todos sus tesoros. Al lado puso un cartel escrito con rotulador morado, donde ponía: “Todo gratis”. En cuanto llevaba un tiempo sin usarlo, le gustaba deshacerse de todo lo que le habían regalado o que había ido comprando por ahí con sus ahorros. Sólo conservaba dos cosas desde que era muy pequeña: un frasquito con arena del desierto, que le trajo su padre de un viaje, y que guardaba al lado de su fotografía, pues ya no vivía con ella y con su madre y el peor recuerdo de toda su vida: un aparato de metal que tuvo que llevar muchos años en la boca y que la había hecho avergonzarse cada vez que se reía, que comía o que quería decir algo. Ahora, que tenía unos dientes blancos y bien puestos, le encantaba reírse abriendo mucho la boca, como una boa.
Aladino llevaba un año entero sin levantarse de la cama. El médico le había explicado que dentro de su corazón había un pequeño agujero por el que a veces se escapaba la sangre como las olas que inundan los escalones bajos del Callejón durante la marea alta. Estaba enfermo desde que nació, y todos se preocupaban por él y le cuidaban para que no le ocurriese nada. Sin embargo era el único en toda su familia que se tomaba en broma su enfermedad. “Las moscas deben vivir un mes o dos como mucho” –le decía a Laetizia-. “Yo hasta ahora he vivido 144 veces más que la mosca más vieja del mundo”.
Laetizia le contó todo lo que había hecho desde la última vez que estuvo en su casa. La tarde anterior, por ejemplo, había extendido un pedazo grande de tela con dibujos egipcios sobre la acera, en mitad del Callejón de las Pirámides, y encima había colocado todos sus tesoros. Al lado puso un cartel escrito con rotulador morado, donde ponía: “Todo gratis”. En cuanto llevaba un tiempo sin usarlo, le gustaba deshacerse de todo lo que le habían regalado o que había ido comprando por ahí con sus ahorros. Sólo conservaba dos cosas desde que era muy pequeña: un frasquito con arena del desierto, que le trajo su padre de un viaje, y que guardaba al lado de su fotografía, pues ya no vivía con ella y con su madre y el peor recuerdo de toda su vida: un aparato de metal que tuvo que llevar muchos años en la boca y que la había hecho avergonzarse cada vez que se reía, que comía o que quería decir algo. Ahora, que tenía unos dientes blancos y bien puestos, le encantaba reírse abriendo mucho la boca, como una boa.
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