domingo, 19 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (III)

MORGAN WEISTLING (Sleepers)

Al día siguiente, Laetizia llegó muy alborotada a casa de Aladino. Le contó que la noche anterior, por fin, la gente se había llevado varias cosas de su pequeño puesto: un neceser verde con perfumes infantiles, tiritas y cepillos para el pelo, unas gafas de natación completamente rayadas, a través de las cuales no se veía ya casi nada y un libro bastante viejo de “El Principito” con algunas páginas escritas o rotas. Pero no era esa la única razón por la que Laetizia estaba tan alterada. De forma entrecortada, tropezándose con las palabras, le contó a Aladino algo muy emocionante que había ocurrido en el Callejón. Un coche negro, muy antiguo, había atravesado la calle a toda velocidad. De él bajaron tres hombres, altos y vestidos de negro. Fumaban sin parar, y el humo les salía por entre las manos. De repente empezaron a disparar al aire, con ametralladoras que hacían ruido de cristales que se rompen. Antes de irse, gritaron contra una ventana: “Y no se te ocurra seguir aquí, fastidiándonos. Te seguiremos hasta Australia, si es preciso”. Nadie parecía entender el significado de estas palabras, ni a quien podían ir dirigidas. La gente que pasaba parecía preguntarse si la cosa iría con ellos y lo que querría decir aquella amenaza tan extraña. Laetizia pensó en aplaudir. Aquello le había parecido tan bonito como un número de circo.

Un día después, delante de su puesto pasó una manifestación de obreros del puerto. Laetizia pudo ver a unos hombres escondidos que les sacaban fotografías. Desde el lugar donde estaba, le pareció que iban vestidos igual que los de la noche anterior, los que llevaban las metralletas. Los trabajadores iban cantando y dando saltos, con banderas y pancartas, como si estuvieran muy contentos o celebrasen una fiesta. De repente se escuchó una fuerte estampida. Los hombres, las mujeres y los muchachos que hasta entonces recorrían las calles se dispersaron, y fueron escondiéndose donde podían, tratando de escapar o de buscar algún lugar donde estuviesen a salvo. Sólo podían percibir que algo misterioso, un peligro real para sus vidas, recorría la calle, buscándolos en cada rincón.

Laetizia, sin moverse, pudo ver como la gente iba cayendo sobre el pavimento, uno tras otro, aparentemente dormidos, excepto uno de ellos, un niño de piel negra que estaba solo en mitad de la calle. Tendría nueve o diez años y lloraba de miedo. Poco después llegaron muchas ambulancias y se llevaron a los heridos y a los que no podían recuperarse por sí mismos. Uno de los hombres estaba cubierto de sangre. Laetizia se acercó para verlo desde cerca. Estaba muy quieto y tenía los ojos abiertos, pero a la niña le pareció que sonreía.

Había dejado de mirar al muchachito negro sólo diez segundos, y cuando volvió a mirar ya no estaba allí, aunque podía oírle llorar. Lo buscó a su alrededor, y vio que misteriosamente volvía a estar en el mismo sitio donde lo había visto antes, como si hubiera desaparecido y vuelto a aparecer de repente. Parecía cosa de magia. Le dijo que dejase de llorar y fuese con ella, que buscaría un sitio para esconderle. Los dos eran, algo realmente extraño, los únicos que no se habían desmayado por la nube de gas. Él le dio una explicación: “No es raro –dijo-, yo casi no respiro, sólo una vez cada seis minutos. Y en caso necesario puedo aguantar la respiración hasta diecinueve minutos”. Laetizia, en cambio, sí respiraba. Aunque sus pulmones eran tan raros como los de un extraterrestre: “Es la gemétrica”, le explicó al niño, que en un solo minuto se había convertido en un amigo al que le parecía conocer desde siempre.

“¡Tendrías que verle!” -le contó al día siguiente a Aladino-. “Se llama Dikdik y se alimenta de moscas que atrapa al vuelo con la mano y de pedacitos de corteza de árbol. Vive en una furgoneta grande, en el puerto, y se pasa el día saltando entre los barcos. Sabe hacer una cosa maravillosa: se vuelve del color que él quiera, es como un camaleón. Dice que está muy bien a veces para esconderse de todos y que nadie pueda verle”.

(...)

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