Jack Vettriano (The Singing Butler)
El envenenador no es hermoso ni divertido ni tiene dinero. No, rectifiquemos, a pesar de su nombre inquietante, puede llegar a ser divertido por ocho, tal vez diez minutos. Nada más. Al undécimo, un ataque repentino de bilis acumulada deshace toda su gracia y atraviesa el cielo como una cruel galerna.
Aún así, hay mujeres, cansadas de esperar a un príncipe de labios azules, que lo adoran como si fuera un perro sin amo. Un perro enfermo de rabia, dicen después, cuando la unión explota, un traficante de pócimas y ponzoña. El envenenador, seguro de sí, deja un rastro de cicuta y espera pacientemente a que surja el efecto inevitable.
El envenenador es maestro en toxinas, narcóticos y brebajes. Maneja con gran habilidad con sus amantes el arsénico, el ántrax, la belladona, la estricnina, el cianuro o el gas sarín. Sin embargo, asegura buscar el amor, la familia, la felicidad de una relación estancada y trivial. Con tal fin, escruta en diferentes lugares, prueba con varias mujeres al mismo tiempo, ordena sus citas simultáneas con la minuciosidad y el riesgo de un alquimista del medievo, de un contorsionista o un maestro del alambre. A veces, en un primer encuentro, la ilusión se enciende y permanece viva por un tiempo, creando un espejismo de satisfacción y bienestar, pero el veneno que oculta entre sus ropas espera aletargado la tormenta irremediable.
De ese modo, a su paso queda un rastro de mujeres infelices, de amantes desencantadas, de hijos que abandonó sin llegar a conocerlos. El envenenador los quiere a su modo, en la distancia, los visita en algunas celebraciones y los besa con sus labios amoratados, sin apenas tocarlos, para no transmitirles su poder malsano, su instinto maléfico.
Una vez ha contaminado a su última víctima, el envenenador comienza a merodear a otras mujeres, hasta que nuevamente cree haber encontrado a la perfecta, pero el tiempo, como siempre, le desdice. Tan pronto como las convence de que él es el gentilhombre que esperan el interés lo abandona. Es entonces, mientras duermen, cuando elabora un cocimiento secreto que atenúa sus penas y detiene su corazón, justo a un paso de la muerte.
Aún así, hay mujeres, cansadas de esperar a un príncipe de labios azules, que lo adoran como si fuera un perro sin amo. Un perro enfermo de rabia, dicen después, cuando la unión explota, un traficante de pócimas y ponzoña. El envenenador, seguro de sí, deja un rastro de cicuta y espera pacientemente a que surja el efecto inevitable.
El envenenador es maestro en toxinas, narcóticos y brebajes. Maneja con gran habilidad con sus amantes el arsénico, el ántrax, la belladona, la estricnina, el cianuro o el gas sarín. Sin embargo, asegura buscar el amor, la familia, la felicidad de una relación estancada y trivial. Con tal fin, escruta en diferentes lugares, prueba con varias mujeres al mismo tiempo, ordena sus citas simultáneas con la minuciosidad y el riesgo de un alquimista del medievo, de un contorsionista o un maestro del alambre. A veces, en un primer encuentro, la ilusión se enciende y permanece viva por un tiempo, creando un espejismo de satisfacción y bienestar, pero el veneno que oculta entre sus ropas espera aletargado la tormenta irremediable.
De ese modo, a su paso queda un rastro de mujeres infelices, de amantes desencantadas, de hijos que abandonó sin llegar a conocerlos. El envenenador los quiere a su modo, en la distancia, los visita en algunas celebraciones y los besa con sus labios amoratados, sin apenas tocarlos, para no transmitirles su poder malsano, su instinto maléfico.
Una vez ha contaminado a su última víctima, el envenenador comienza a merodear a otras mujeres, hasta que nuevamente cree haber encontrado a la perfecta, pero el tiempo, como siempre, le desdice. Tan pronto como las convence de que él es el gentilhombre que esperan el interés lo abandona. Es entonces, mientras duermen, cuando elabora un cocimiento secreto que atenúa sus penas y detiene su corazón, justo a un paso de la muerte.
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