martes, 14 de octubre de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS PIRÁMIDES (II)

Norman Rockwell (Boy and girl gazing at moon)

Aquel día, la niña permaneció en el Callejón, delante de sus viejas pertenencias, hasta que empezó a hacerse de noche. Entonces, un muchacho con el torso desnudo y pantalones deshilachados de rayas blancas y negras se puso a su lado. Tenía en la mano una antorcha encendida. Después tragó un sorbo de gasolina y acercando la llama a su boca, lo escupió hacia el cielo, echando una llamarada de fuego. Aquella noche no pasó nada más que mereciera la pena contar. “¡Ah, bueno!” -le dijo emocionada a Aladino, acordándose de repente-. “Vi pasar a toda velocidad, por mitad del Callejón, a una manada de cebras. Eran cien o más. Una pequeñita, como un potrillo salvaje, se quedó un poco detrás de las otras y se paró a mirar el fuego, atemorizada. Imagínate, Dino, es la primera cebra que acaricio en mi vida. El caso es que la gente” -le contó realmente apenada- “no se fijaba ni en el muchacho que escupía fuego, ni en las cebras ni en mis regalos. Tendré que volver otra noche” -dijo.

Laetizia había conocido a Aladino en un hospital para niños. No había sido muy afortunada por el dios caprichoso que reparte la belleza y la fealdad. Era canija y muy delgada. A pesar de que ahora tenía unos dientes casi perfectos, su cabeza era cuadrada y pequeña. Dos mechones verdes caían sobre sus orejas largamente, como algas enroscadas. Pero nada de esto le importaba demasiado. Sus amigos del Callejón eran muy parecidos a ella: muchachos pigmeos con largas cerbatanas y camisetas con marcas de tabaco, trileros que escondían monedas bajo pequeñas pirámides, pescadores de perlas con membranas entre los dedos, muchachas que parecían hijas de brujas o hadas misteriosas con pies de ardilla.
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