Norman Rockwell (Boy and girl gazing at moon)
Aquel día, la niña permaneció en el Callejón, delante de sus viejas pertenencias, hasta que empezó a hacerse de noche. Entonces, un muchacho con el torso desnudo y pantalones deshilachados de rayas blancas y negras se puso a su lado. Tenía en la mano una antorcha encendida. Después tragó un sorbo de gasolina y acercando la llama a su boca, lo escupió hacia el cielo, echando una llamarada de fuego. Aquella noche no pasó nada más que mereciera la pena contar. “¡Ah, bueno!” -le dijo emocionada a Aladino, acordándose de repente-. “Vi pasar a toda velocidad, por mitad del Callejón, a una manada de cebras. Eran cien o más. Una pequeñita, como un potrillo salvaje, se quedó un poco detrás de las otras y se paró a mirar el fuego, atemorizada. Imagínate, Dino, es la primera cebra que acaricio en mi vida. El caso es que la gente” -le contó realmente apenada- “no se fijaba ni en el muchacho que escupía fuego, ni en las cebras ni en mis regalos. Tendré que volver otra noche” -dijo.
Laetizia había conocido a Aladino en un hospital para niños. No había sido muy afortunada por el dios caprichoso que reparte la belleza y la fealdad. Era canija y muy delgada. A pesar de que ahora tenía unos dientes casi perfectos, su cabeza era cuadrada y pequeña. Dos mechones verdes caían sobre sus orejas largamente, como algas enroscadas. Pero nada de esto le importaba demasiado. Sus amigos del Callejón eran muy parecidos a ella: muchachos pigmeos con largas cerbatanas y camisetas con marcas de tabaco, trileros que escondían monedas bajo pequeñas pirámides, pescadores de perlas con membranas entre los dedos, muchachas que parecían hijas de brujas o hadas misteriosas con pies de ardilla.
Laetizia había conocido a Aladino en un hospital para niños. No había sido muy afortunada por el dios caprichoso que reparte la belleza y la fealdad. Era canija y muy delgada. A pesar de que ahora tenía unos dientes casi perfectos, su cabeza era cuadrada y pequeña. Dos mechones verdes caían sobre sus orejas largamente, como algas enroscadas. Pero nada de esto le importaba demasiado. Sus amigos del Callejón eran muy parecidos a ella: muchachos pigmeos con largas cerbatanas y camisetas con marcas de tabaco, trileros que escondían monedas bajo pequeñas pirámides, pescadores de perlas con membranas entre los dedos, muchachas que parecían hijas de brujas o hadas misteriosas con pies de ardilla.
(...)