miércoles, 22 de octubre de 2008

HIYYA, RAÍZ DE SERPIENTE

Claudio Bravo (The Fortune Teller)

Ariel pasó la tarde en el mercado de Marrakesh, solo, ya que sus amigos habían preferido quedarse en la piscina del hotel, un cinco estrellas repleto de turistas franceses. Poco a poco se fue alejando de las zonas más concurridas y pudo descubrir tiendas que ofrecían objetos distintos a aquellos que se repetían una y mil veces en los puestos de los corredores más transitados. Se sentía a gusto en aquel ambiente extraño, que le recordaba a los cuentos de las mil y una noches, rodeado de gentes del lugar y unos pocos extranjeros. Cuando alguno de ellos se detenía a mirar las mercancías expuestas, los comerciantes parecían sorprenderse, como si no estuvieran acostumbrados a recibir visitas.

Vagabundeando por el mercado, Ariel entró en una tienda de hierbas, especias y plantas aromáticas. Por simple curiosidad, se quedó observando los pequeños sacos, cartones y plásticos abiertos, identificados con signos que para él resultaban incomprensibles. De repente, su atención se centró en una raíz leñosa y retorcida de color rojizo. Al mirar el precio, escrito en dirhams al lado de la planta se sorprendió, pues parecía una cantidad exorbitante en comparación con la que figuraba junto a las demás mercancías expuestas. Se quedó aún más sorprendido cuando calculó su precio en euros. La planta, similar a la mandrágora, tenía la forma de una pequeña serpiente enroscada y estaba apartada, casi escondida, como si el comerciante quisiera tenerla cerca de sí y únicamente la reservase para algunos visitantes escogidos.

Ariel preguntó al vendedor, un anciano bereber, por sus virtudes. Utilizó el inglés y el francés, pero el hombre no pareció entenderle. Solo repetía, una y otra vez, una palabra, “asira” o tal vez “axira”, que Ariel supuso de origen árabe. La planta le atraía con tanta fuerza que el muchacho, que volvía a casa el día siguiente, se gastó sus últimos dírhams en una pequeña cantidad de aquella raíz aparentemente seca. Todo intento de regatear fue infructuoso. El anciano no tenía, supuestamente, ningún deseo de venderla, y parecía sentirse molesto por el desmedido interés del extranjero.

De vuelta al hotel, Ariel preguntó en recepción por el significado de esa palabra, pero no le aclararon gran cosa, tal vez debido a su mala pronunciación. Uno de los mozos, sin embargo, le dijo que “axira” significaba algo así como “el más allá”, aunque bien pudo haberle dicho cualquier otra cosa, pues apenas era capaz de pronunciar unas pocas frases en castellano.

No se volvió a acordar de la extraña raíz hasta que, ya de vuelta, al deshacer la maleta se la encontró en el fondo, bajo la ropa, envuelta en una pequeña bolsa de plástico. Durante toda la semana, Ariel anduvo muy ocupado, completamente absorbido por su vuelta a la cotidianeidad. El sábado a mediodía, la volvió a encontrar sobre la placa de vitrocerámica de su cocina. Acababa de comer y pensó hacerse una infusión de la costosa planta, sin saber si era digestiva, tranquilizante, si servía para expectorar, para dejar de toser o si incrementaba la potencia sexual.

Después de tomar la bebida, muy caliente, Ariel se puso a ver la televisión y se quedó dormido. Cuando despertó, el salón estaba a oscuras. Miró la hora. Eran las once de la noche. De repente recordó que había quedado con un amigo a las once y media, justo después de cenar, para tomar unas copas. Temiendo llegar tarde a su cita, se vistió y salió de casa apresuradamente.

A la mañana siguiente se despertó en un extraño lugar, completamente desconocido para él. A su lado yacía, desnuda, una muchacha hermosísima, que dormía profundamente. Ariel recordó de repente su cara y su nombre, Estela. La había visto en un bar, nada más salir a la calle, pero no podía acordarse de nada más. Solo sabía que nada más verla la había deseado con gran fuerza, con una pasión arrebatada.

A partir de entonces, Ariel tomó una infusión de la raíz cada noche, durante tres semanas, hasta que sus reservas se agotaron. Durante aquellos días maravillosos, uno tras otro, todos sus deseos se hicieron realidad, como por milagro, como si un genio maravilloso estuviera a sus órdenes. Le llamaron para un nuevo trabajo, con un sueldo muy superior, la muchacha que le había abandonado tres meses atrás le volvió a llamar y durmió junto a él varias noches, hablándole de compartir su vida y tener un hijo de ambos, se pusieron en contacto con él antiguos amigos a quienes había echado mucho en falta, le comunicaron la publicación de un cuento que había remitido a una revista dos años atrás, su padre curó de una enfermedad crónica e hizo un viaje inesperado a Islandia, entre otras cosas.

Cuando la raíz estaba a punto de terminarse, Ariel comenzó a buscarla en herboristerías y casas especializadas. Como no consiguió nada, rastreó Internet y acudió, sin éxito, a tiendas de emigrantes magrebíes. Poco después, su suerte empezó a torcerse. Se sentía mal, enfermo y deprimido, como si estuviera atravesando una crisis de desintoxicación. Cada día que pasaba notaba disminuir su energía. Todos le recomendaban que acudiera lo antes posible a un médico, pero él, para sorpresa de sus conocidos, decidió volver a Marrakesh. Una vez allí, recorrió una y mil veces todos los callejones del mercado, sin encontrar la tienda donde había comprado la raíz. Preguntó a todo aquel que encontraba sobre aquel lugar y la misteriosa planta. La gente le miraba con extrañeza e incluso se enfadaba, como si sus preguntas infringieran alguna norma desconocida del Islam. Sin embargo, no intentaban engañarle ni venderle nada. Parecía que en realidad se apenaran de él o que les diera miedo.

Ya de noche, en la plaza de Djemma El Fna, cansado y enfermo, Ariel sintió unas terribles ganas de llorar. Se sentó en el suelo, recogiéndose sobre sí mismo, como un niño que aún no hubiera nacido. En aquel momento se le acercó una mujer bereber, que se ofreció para hacerle un tatuaje de henna en la mano. Ariel le dejó hacer. Cuando finalizó su trabajo, el muchacho pudo ver en su mano un símbolo muy bello, ondulado y hermoso. Intrigado, preguntó lo que significaba. La mujer, muy seria y mirándole a los ojos fijamente le dijo, en un castellano anguloso: "es Hiyya, la serpiente. Está dentro de ti, tienes que sacarla de tu interior o te conducirá en pocos días a la muerte. Estabas condenado. Por eso he ido hacia ti en cuanto te he visto. El dibujo te protegerá como un espejo. No comas ni bebas en tres días, duerme y espera a que Hiyya salga y se vaya por sí sola".

Ariel volvió a su hotel, muy cansado. Veía puntos luminosos que brillaban ante sí, como el aura de una migraña. Después, repentinamente, le empezó a doler la cabeza, de una forma terrible y cruel, hasta que se durmió o tal vez perdió el conocimiento.

Durante tres días vagó por mundos desconocidos. Allí vio a muchos amigos y familiares que habían dejado de existir tiempo atrás y pudo hablar con ellos en un lenguaje sin palabras. Después penetró en un lugar maravilloso, sintiendo una viva corriente de energía que recorría su cuerpo en todas direcciones, como si él no fuera nada, como si su materia no existiera, como si no tuviera cuerpo. Descubrió que aquel era un lugar que late con delicadeza dentro de cada uno de nosotros y del que huimos constantemente en nuestra vida consciente. Ariel reía y lloraba, embargado por una alegría sin sentido, por una emoción maravillosa. Durante aquellos días supo que la soledad no existe, que el universo vive en cada célula, en cada ser vivo.

Tres días después despertó. Empezó a recuperarse, muy poco a poco. El mismo día, con gran esfuerzo, volvió a salir a la calle, delgado, pálido y muy débil. Su teléfono móvil estaba colapsado de llamadas y mensajes, pero Ariel solo quiso hablar con su padre, para que estuviera tranquilo. Pasó varios días deambulando por el centro de la ciudad, comiendo en las tabernas, tomando café y té de menta, charlando con los vendedores y observando a cada una de las personas que recorrían distraídamente la plaza. No buscaba ya nada, no deseaba comprar nada. Sentado en una terraza, volvió a contemplar el tatuaje de Hiyya, la serpiente y le pareció muy hermoso. Deseó que nunca se borrara de su mano, para que pudiera recordar siempre aquellos días. Axira, el final de su vida se había manifestado ante él y ya no lo temía, pero tampoco iría en su busca.

2 comentarios:

AmanitaMuscaria dijo...

genial.

Ramón Guinea dijo...

Muchas gracias y un abrazo, Aglaya Ivanovna (?). Encantado de conocerte.