martes, 21 de abril de 2009

LA ZONA DE SOMBRA

FRANTISEK KUPKA (The Book Lover)

Desde que era un muchacho, Omar pasaba la mayor parte del tiempo en la zona de sombra. Apenas salía de ella, del círculo cerrado de sus pensamientos. Iba de compras, saludaba a sus amigos, hablaba por teléfono, visitaba a su madre, veía la televisión, acudía a su puesto de trabajo, pero la mayoría de las veces estaba en un mundo exclusivo y recóndito, ausente de todo. Tal vez algún suceso de la infancia lo hiciera recluirse desde muy pequeño en aquel lugar y evitar el sufrimiento de mezclar su vida con la de otros. No observaba el color del cielo, los automóviles que pasaban, no veía las flores, la ropa alegre de las muchachas, los insectos, las mariposas que volaban al ras de sus ojos, no sentía frío o calor, no escuchaba las conversaciones de sus conocidos o sus compañeros de trabajo, no captaba el olor de la comida ni la saboreaba en su boca. Solo se entregaba por completo a la alegría, al sentimiento de estar vivo en muy contadas ocasiones que pasaban fugaces como ráfagas de viento.

Omar amaba los libros. Pasaba horas leyendo, pero rara vez se sumergía en sus páginas por completo, hasta olvidarse de todo. Acudía a menudo al cine, solo, pero no se fijaba en el color de pelo o en los ojos de la protagonista, en sus gestos ocultos o en el significado de sus miradas perdidas. Amaba el mar y la naturaleza, pero apenas sentía una sensación de bienestar ante ellos volvía su cabeza y regresaba a su castillo interior. En cuanto a sí mismo, evitaba los dilemas, los conflictos, los arrinconaba esperando que el tiempo los transformase en hojarasca y que volaran en la brisa tal y como habían llegado a su vida.

Algunas mujeres buscaban su compañía. Omar era amable y educado y ellas llegaban a creer que podía ser el hombre perfecto, pues el muchacho no mostraba jamás el animal oscuro que guardaba en su interior, el espacio de las tinieblas. Solo tuvo amores a medias. Nunca se decidió a dar los pasos necesarios, a arriesgar su destino, a jugarse la vida por una muchacha.

Con los años, como tal vez nos suceda a todos, casados o solteros, enamorados o indigentes del amor, sus respuestas se fueron haciendo más simples, su vejez se llenó de horas y días idénticos, de gestos automáticos. Nunca le faltó el dinero. Se jubiló y vivió solo, leyendo, paseando, cada vez más adentro de su tiniebla atroz, más ajeno que nunca a su entorno y a aquellos que pudieron ser sus otros destinos.

Una ambulancia lo esperaba en una ciudad del sur, donde había comprado un apartamento. Lo recogieron moribundo un día de lluvia en que estaba paseando por la playa, tras sufrir un ataque cardíaco. Dentro del vehículo de emergencia las luces iluminaban tenuemente la pantalla negra donde seguían fluyendo sin cesr sus pensamientos tortuosos, como un camino que conduce a la nada.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay que protegerse, pero también hay que arriesgar, porque sino, la vida qué sentido tiene?
Saludos.
A.

Ramón Guinea dijo...

Hola!. Sí, probablemente merezca la pena arriesgar, aunque a veces te lleves golpes y arañazos. Por otro lado, todos tenemos zonas de sombra, que a veces nos dominan por completo. Un saludo,