jueves, 2 de abril de 2009

EL PABELLÓN DE LA RISA


Lee ayudaba a la doctora francesa que cuidaba a los niños ingresados en el Pabellón de la Risa. Los propios habitantes del pueblo habían puesto ese nombre al viejo hospital, porque cuando los pequeños pacientes desnutridos estaban en la fase final de su enfermedad los músculos de la boca se les contraían en un espasmo que recordaba a una sonrisa. A la doctora se le encogía el corazón cada vez que oía a los niños llamarlo así.

Casi todos los días morían en el Pabellón dos o tres niños. A la doctora le costó acostumbrarse a esta presencia diaria de la muerte. Se había especializado en Cirugía, quizás con la esperanza de hallar una solución a la fuerte deformación de espalda que padecía, y había trabajado en esa especialidad en su país. La doctora se consideraba una persona sin suerte en la vida, a pesar de haber logrado una buena posición social con la práctica de su profesión. Tenía ya 39 años y sabía que buscaba algo más en la vida que transformarse en una cretina con dinero. Pueda que fuera esa la razón de ir a África. También puede que hubiera muchas otras.

Había llegado al país hacía cerca de un mes. En el aeropuerto fue rodeada inmediatamente por un grupo de taxistas que la llamaban a gritos, se disputaban sus maletas y tiraban de ella hacia sus vehículos. Le extrañó ver que muchos automóviles circulaban de noche sin faros. Cenó en un restaurante típico quedándose sorprendida de los nombres que tenía ante sus ojos, entre otros habituales en cualquier lugar de Europa: carne de cebú, mandril, cocodrilo, trompa de elefante, chimpancé, manatí, puercoespín. Pasó la noche en un hotel de aire occidental y al día siguiente reemprendió el viaje. Hizo parte del camino en un kayuco que estaba lleno de remaches de hoja de lata, y que parecía que de un momento a otro se hundiría si en esta parte del mundo seguían funcionando las mismas leyes de la física que tenían validez en Europa.

Lo primero que llamó su atención al llegar fueron los restos de armamento y maquinaria oxidada que yacían olvidados en las orillas de los caminos y las pistas. Muchas de las vías terrestres se encontraban cerradas y las demás estaban fuertemente custodiadas por tropas del ejército, que desde hacía un año dominaba la zona por completo. Precisamente el día de su llegada se cruzó con dos controles militares donde le arrebataron los carretes que llevaba para sacar fotografías, que estaban prohibidas, y una linterna de gran tamaño que llevaba en una de sus bolsas. Llegó a su destino por una carretera sin asfaltar completamente empapada en sudor, asediada por los mosquitos y con sus ropas de color blanco manchadas de polvo de laterita.


No hay comentarios: