Kibray se sentía desorientado. Tenía muy pocos amigos y una vida amorosa inexistente, si excluimos la que sucedía en el fértil mundo de su imaginación. Se sentía a disgusto consigo mismo y por eso decidió probar nuevas actividades sociales. Se apuntó a un gimnasio elegante, participó en cenas, en cursos de baile, subió montañas, se citó con muchachas e incluso se acostó con algunas de ellas. Transcurrido el tiempo tenía una larga lista de amigos intrascendentes y dos amantes ocasionales a las que casi nunca echaba en falta.
Un día, mientras hacía limpieza del trastero de su casa, bien necesitado de un poco de orden y concierto, encontró un libro que no recordaba haber comprado jamás. Se llamaba “El Sutra de la Serpiente” y estaba escrito por Sanjiv Sivananda, un desconocido gurú de previsible origen hindú. Era un libro muy viejo, que tal vez hubiera pertenecido a su hermano Ariel, casado hace años, que en su adolescencia atravesó una corta temporada de misticismo oriental. Tal vez Kibray, al trasladarse a su propia casa, lo hubiera cogido sin darse cuenta.
Miró por curiosidad el significado de la palabra en un diccionario. Leyó que los sutras eran discursos pronunciados por Buda. En cuanto pasó la vista por unas páginas, sin embargo, le pareció que era imposible que Siddartha Gautama o cualquiera de sus seguidores, místicos hinduistas o boddishatvas famélicos, pudieran haberlo redactado. Sivananda no era un defensor de la vida contemplativa, el ascetismo y el renunciamiento, sino un valedor apasionado del hedonismo, el sexo y los placeres como la vía más rápida y segura para llegar a Dios, el supremo. Al leerlo, a Kibray le vinieron a la cabeza a los Rubbaiyatts de Omar Khayyam, que predicaba la importancia de aprovechar el presente, del vino y el sexo como única posibilidad de disfrutar del tiempo efímero.
Sanjiv proponía alcanzar la iluminación mediante la puesta en práctica de una vida egoísta y disipada y describía un camino al que llamaba “Sutra de la serpiente”. Según Sivananda “uno mismo es la única razón de su vida”. También decía, entre otras cosas, que “todos somos pequeños universos completos, somos la única verdad absoluta y debemos seguir cada una de nuestras inclinaciones sin dudarlo un instante, pues son los deseos de Dios, del Universo, y nos acercan a él más que ninguna oración, más que ninguna obra de bondad”.
Según pudo saber, los seguidores de Sivananda llevaban tatuada una cobra en el pliegue que une la base del pulgar y el índice, cerca de la llamada “tabaquera anatómica”. Kibray también se hizo el mismo tatuaje y lo mostraba abiertamente, como una muestra de distinción, de ser diferente a todos o acaso buscando ser reconocido por algún seguidor de la doctrina de Sanjiv. Ni en la calle ni en el trabajo se encontró con ningún miembro del clan. Sin embargo, de un modo casual, en un club nocturno que apenas frecuentaba vio varios muchachos y muchachas, casi todos muy jóvenes, que llevaban esa marca reconocible. Al verlos, a Kibray le parecieron seres realmente distintos, como si poseyeran un secreto que nadie, fuera de ellos, conocía. Reían alegremente, se miraban con curiosidad y deseo, se besaban, se acariciaban y después desaparecían agarrados en las tinieblas de la noche.
Kibray trató de poner en práctica la doctrina del Sutra de la Serpiente, pero se encontró con grandes dificultades debido a su timidez y a sus propios reparos, fruto tal vez de una educación anticuada. Robó bienes ajenos, asedió a muchachas, se aprovechó de la ingenuidad de los demás, no reparó en medios para conseguir sus fines. Sin embargo, con el tiempo llegó a la conclusión de que todos, católicos, hinduistas, agnósticos, ateos, mahometanos, protestantes o judíos, bajo un caparazón de educación y supuesta bondad, no somos sino unos terribles egocéntricos, unos egoístas despiadados. El mundo estaba lleno, según esto, de seres iluminados, de seguidores de Sanjiv Sivananda, aunque no llevaran una cobra tatuada, aunque ni siquiera conocieran sus teorías.
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