REMEDIOS VARO (Bordando el manto terrestre)
Hace dos años, en Trinidad, la vieja ciudad colonial de Cuba, conocí a un muchacho negro que vendía langostas. Nunca había salido más allá de Cienfuegos y quiso venir a Santiago, 600 kilómetros al sur, al día siguiente. El planeta Tierra rotaba alrededor de su barrio de casas deterioradas, de su madre de raza blanca, enferma, para quien un pariente mandaba medicinas desde Florida, de su abuela negra como él, de su hermano de piel blanca. Todo su mundo giraba sobre los sesenta kilómetros entre Trinidad y Cienfuegos. Santiago de Cuba era para él un universo desconocido, un viaje a Plutón.
Cada vida es un hecho trascendental, un instante en que la historia culmina. En cada persona están, tal vez, todas las demás personas, todas las mujeres y los hombres, el niño o la niña que fuimos, la joven azorada, el adulto que perdió unas oportunidades y aprovechó otras, el anciano que seremos, nuestro ser femenino y masculino a una vez, nuestro alma interestelar, el radiante alienígena que escondemos dentro, nuestro alma de pez, de león, de luciérnaga.
Cuando al fin nos alejamos de Trinidad el Universo entero se quedó allí, y lo mismo sucedió cuando partimos de Santiago de Cuba. Sigue aún allí, desplegando sus posibilidades infinitas y sin embargo vino también con nosotros, en compañía de los viejos dioses taínos, siboneyes y guanajatabeyes, en el avión de vuelta.
El lugar donde estamos en cada momento es el centro del mundo. Nuestra ciudad, nuestro pueblo, nuestro barrio o nuestra casa son la plaza central del universo para cada uno de nosotros, los lugares donde todo, lo importante o lo anecdótico, nos sucede. Son Central Park, Chichen Itzá, las pirámides de Egipto, el palacio de Lhasa, los Campos Elíseos, el Pan de Azúcar. Para un muchacho de Lima que jamás se ha movido de su ciudad ésta es el núcleo central de la Vía Láctea. Así sucede, por igual, para una anciana groenlandesa, para un pescador de las Seychelles o para una muchacha de los arrabales de Nairobi. Todos los planetas dan vueltas cada día alrededor de sus pequeños cuartos, de sus casas de lujo o de sus chabolas destartaladas. Así, el mundo se compone de millones de pequeños centros neurálgicos, de infinitos plexos nerviosos, de miles de chakras, de puntos de energía comunicados por canales invisibles, misteriosos, alrededor de los cuales giran un billón de galaxias diminutas.
Hace dos años, en Trinidad, la vieja ciudad colonial de Cuba, conocí a un muchacho negro que vendía langostas. Nunca había salido más allá de Cienfuegos y quiso venir a Santiago, 600 kilómetros al sur, al día siguiente. El planeta Tierra rotaba alrededor de su barrio de casas deterioradas, de su madre de raza blanca, enferma, para quien un pariente mandaba medicinas desde Florida, de su abuela negra como él, de su hermano de piel blanca. Todo su mundo giraba sobre los sesenta kilómetros entre Trinidad y Cienfuegos. Santiago de Cuba era para él un universo desconocido, un viaje a Plutón.
Cada vida es un hecho trascendental, un instante en que la historia culmina. En cada persona están, tal vez, todas las demás personas, todas las mujeres y los hombres, el niño o la niña que fuimos, la joven azorada, el adulto que perdió unas oportunidades y aprovechó otras, el anciano que seremos, nuestro ser femenino y masculino a una vez, nuestro alma interestelar, el radiante alienígena que escondemos dentro, nuestro alma de pez, de león, de luciérnaga.
Cuando al fin nos alejamos de Trinidad el Universo entero se quedó allí, y lo mismo sucedió cuando partimos de Santiago de Cuba. Sigue aún allí, desplegando sus posibilidades infinitas y sin embargo vino también con nosotros, en compañía de los viejos dioses taínos, siboneyes y guanajatabeyes, en el avión de vuelta.
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