lunes, 2 de marzo de 2009

TORMENTAS



La madre de mi madre tenía un gran temor a las tormentas. Solía decir que “quien no teme a los truenos no tiene miedo de Dios”. Cuando el terrible estruendo se aproximaba y los rayos caían justo encima de su cabeza, dibujando surcos luminosos sobre el aire, mi abuela corría a refugiarse a la habitación donde dormían sus hijos pequeños, que se reían de ella y la cuidaban, haciéndole mimos y caricias, como si la vida hubiera dado una vuelta entera sobre ellos. Hoy todos están muertos, menos ella, mi madre, que, cuando tuvo sus propios hijos, cada noche de tormentas se acercaba a nuestra habitación buscando refugio con mil excusas. Decía que las tormentas le hacían acordarse de los bombardeos de los tiempos de la guerra civil, de los aviones italianos y alemanes que iluminaban el cielo, como si fueran relámpagos, con los destellos de sus bombas de guerra.

Se que su niñez se quedó enmarañada en aquel refugio bajo tierra, en los largos días de angustia, en los sollozos de miedo en el regazo de su madre, en las carreras apresuradas hacia un lugar que podía convertirse en su tumba, en las casas destruidas, en su padre tendido sobre la cama tras haber sido arrollado por un tren.

Su madre murió y muchos años después, uno tras otro, también murieron sus tres hermanos. Mi madre tiene un aneurisma en la aorta, muy cerca del corazón. Es como si un trozo de metralla de las bombas de su niñez se hubiese quedado en su interior, como una perpetua amenaza que en cualquier momento pudiese explotar.

Tal vez los viejos y los niños sean los únicos seres con capacidad de ver fantasmas. No se qué sueños puede tener una persona de ochenta años, pero creo que hay personajes en sus sueños que la están buscando, que le llaman en susurros, en voz muy baja. No le pregunto por ellos, los rehuyo, no quiero verlos aún. Llegará un día en que, sin que tenga que buscarlos, acudirán a visitarme.


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