BASQUIAT (Self portrait)
Cuando todos sus compañeros ya se habían marchado, Joseph Poe abrazó a un ternero muerto, y permaneció a su lado, acurrucado sobre el suelo, durante varios minutos. Después, mientras la noche cubría con sombras de hielo el edificio rojo del matadero, el muchacho se quedó conversando en voz alta con los fantasmas de los animales a los que había degollado durante el transcurso del día.
Pidió perdón a los corderos, a los cerdos que gruñían salvajemente, a los caballos, a los bueyes impávidos. Imploró la compasión del Gran Espíritu Invisible para él, que les había arrebatado la vida, y para los seres inmateriales que había liberado con su muerte. Le aseguró que los había sacrificado con el respeto que merecían, tratando de evitarles todo el sufrimiento posible, y que deseaba que aquellos a quienes iban destinados no desperdiciaran un solo pedazo de la carne de los animales muertos, y que no despreciaran sus pieles, sus vísceras o su sangre.
Joseph volvió a casa de madrugada, alcoholizado y triste, tambaleándose por las calles cubiertas de finos hielos. Vivía en un piso semiderruido, en la calle de Gizeh, un suburbio desolado y sombrío. Casi todos sus vecinos eran inmigrantes, y muchos, al igual que él, habían llegado hasta el Barrio desde lejanos países de África, separados entre si por inmensas llanuras, grandes lagos, bosques o montañas gigantescas, lo que les hacía mirarse como si fueran habitantes de mundos distintos, como enemigos o extraños. Solamente les unía la pobreza y el color de la piel. Joseph Poe, sin embargo, cuando bebía hasta perder el control o fumaba heroína, se sentía un hombre distinto a todos, un príncipe masai, un auténtico morani, un guerrero vagando con su lanza, entre búfalos y cebras, por el cráter del Ngorongoro.
Cuando era un muchacho, Poe fue instruido en las costumbres de su pueblo y en los misterios que, a sus ojos, encierra el mundo. Aprendió a mirar más allá de la realidad visible, a comprender que además de las personas, los animales, las plantas y los objetos que pueblan el mundo, existen seres inmateriales, duendes, hadas, espíritus o demonios, y aprendió a conversar con ellos en su propio lenguaje, suave y melódico como el movimiento de las briznas de hierba.
Incluso en un lugar lúgubre y sombrío como el matadero, recorrido de día y de noche por mugidos, relinchos, y balidos de dolor, además de los espíritus inquietos y temerosos de los animales sacrificados, había duendes y pequeñas hadas, flotando sobre los cuerpos desollados, cubiertos de sangre y las vísceras esparcidas. Las hadas de los mataderos eran muy hermosas. Algunas tenían la piel blanca y otras, en cambio, la tenían oscura. A Poe no le extrañaba nada de esto. Lo sobrenatural, lo extraño y sorprendente era para él muchas veces más claro y comprensible que la mayor parte de los sucesos cotidianos.
Sin embargo, muchas veces Joseph dudaba de que todo esto no fuera sino un desvarío de su imaginación, los síntomas de una locura embrionaria o la mezcla en su cerebro enfermo de todas las historias que había escuchado alguna vez, cuando era un niño, y la vida le parecía hermosa y sorprendente como la representación de un teatro mágico. A veces, incluso, cuando se miraba en el espejo no veía a un hombre negro y delgado, sino a un ser extraño, sin color y sin rasgos definidos. Otras veces, a pesar de observar detenidamente, no veía a nadie.
El Barrio no fue la tierra de promisión que esperaba su familia. El padre, que había encontrado trabajo en un taller clandestino donde se fabricaban cohetes para las celebraciones de los días de fiesta, murió destrozado por un estallido de pólvora. Poco después, su hermana se fue de casa y Joseph había oído que se prostituía, lejos del Barrio, viajando continuamente de club en club, de una ciudad a otra. Poe vivía solo en la casa donde un año antes aún convivían los tres, y hasta allí le llevaban muchas noches agentes que hacían sus rondas nocturnas o vecinos anónimos, en un estado semiinconsciente provocado por el alcohol o la ingestión de drogas.
Poe pasó todo el día siguiente en su puesto de trabajo del matadero, sin cruzar una palabra con nadie. Estuvo cortando las grandes piezas de carne de una forma mecánica, con los ojos entrecerrados, como si el mismo fuera también un espíritu. Nunca acompañaba a sus compañeros en los momentos de descanso, pues se avergonzaba de no conocer bien la lengua y se sentía muy distinto de ellos, que a su vez le miraban con recelo. Mientras vaciaba las vísceras de los animales muertos, Poe habló consigo mismo en voz muy baja. Aquella mañana llevaba alrededor del cuello un collar de cuentas azules, en homenaje a su dios, Enkai. Por alguna razón, pensaba que aquel sería el último día de su vida. Sin embargo, la convicción de que el momento de su muerte estaba tan próximo no le hacía sentir ninguna tristeza.
Cuando llegó a casa, Joseph preparó su cena. Frió un pedazo de carne que había comprado esa misma tarde, de camino a casa, y mientras la masticaba muy lentamente, se quedó pensando en que tal vez él mismo hubiese matado al animal uno o dos días antes. Se sentía terriblemente solo. Volvió sobre sus pasos, para ir a buscar una botella de vino, y entonces vio con sorpresa que la puerta de la calle estaba entreabierta y que alguien había depositado en el suelo de la entrada un pequeño paquete postal. Después de rasgar el envoltorio encontró una tarjeta, que leyó con dificultad. Era la invitación para acudir a una fiesta, la Fiesta de la Serpiente, misteriosamente escrita en su propio idioma, la lengua del viejo pueblo masai, que había empezado a olvidar.
Pidió perdón a los corderos, a los cerdos que gruñían salvajemente, a los caballos, a los bueyes impávidos. Imploró la compasión del Gran Espíritu Invisible para él, que les había arrebatado la vida, y para los seres inmateriales que había liberado con su muerte. Le aseguró que los había sacrificado con el respeto que merecían, tratando de evitarles todo el sufrimiento posible, y que deseaba que aquellos a quienes iban destinados no desperdiciaran un solo pedazo de la carne de los animales muertos, y que no despreciaran sus pieles, sus vísceras o su sangre.
Joseph volvió a casa de madrugada, alcoholizado y triste, tambaleándose por las calles cubiertas de finos hielos. Vivía en un piso semiderruido, en la calle de Gizeh, un suburbio desolado y sombrío. Casi todos sus vecinos eran inmigrantes, y muchos, al igual que él, habían llegado hasta el Barrio desde lejanos países de África, separados entre si por inmensas llanuras, grandes lagos, bosques o montañas gigantescas, lo que les hacía mirarse como si fueran habitantes de mundos distintos, como enemigos o extraños. Solamente les unía la pobreza y el color de la piel. Joseph Poe, sin embargo, cuando bebía hasta perder el control o fumaba heroína, se sentía un hombre distinto a todos, un príncipe masai, un auténtico morani, un guerrero vagando con su lanza, entre búfalos y cebras, por el cráter del Ngorongoro.
Cuando era un muchacho, Poe fue instruido en las costumbres de su pueblo y en los misterios que, a sus ojos, encierra el mundo. Aprendió a mirar más allá de la realidad visible, a comprender que además de las personas, los animales, las plantas y los objetos que pueblan el mundo, existen seres inmateriales, duendes, hadas, espíritus o demonios, y aprendió a conversar con ellos en su propio lenguaje, suave y melódico como el movimiento de las briznas de hierba.
Incluso en un lugar lúgubre y sombrío como el matadero, recorrido de día y de noche por mugidos, relinchos, y balidos de dolor, además de los espíritus inquietos y temerosos de los animales sacrificados, había duendes y pequeñas hadas, flotando sobre los cuerpos desollados, cubiertos de sangre y las vísceras esparcidas. Las hadas de los mataderos eran muy hermosas. Algunas tenían la piel blanca y otras, en cambio, la tenían oscura. A Poe no le extrañaba nada de esto. Lo sobrenatural, lo extraño y sorprendente era para él muchas veces más claro y comprensible que la mayor parte de los sucesos cotidianos.
Sin embargo, muchas veces Joseph dudaba de que todo esto no fuera sino un desvarío de su imaginación, los síntomas de una locura embrionaria o la mezcla en su cerebro enfermo de todas las historias que había escuchado alguna vez, cuando era un niño, y la vida le parecía hermosa y sorprendente como la representación de un teatro mágico. A veces, incluso, cuando se miraba en el espejo no veía a un hombre negro y delgado, sino a un ser extraño, sin color y sin rasgos definidos. Otras veces, a pesar de observar detenidamente, no veía a nadie.
El Barrio no fue la tierra de promisión que esperaba su familia. El padre, que había encontrado trabajo en un taller clandestino donde se fabricaban cohetes para las celebraciones de los días de fiesta, murió destrozado por un estallido de pólvora. Poco después, su hermana se fue de casa y Joseph había oído que se prostituía, lejos del Barrio, viajando continuamente de club en club, de una ciudad a otra. Poe vivía solo en la casa donde un año antes aún convivían los tres, y hasta allí le llevaban muchas noches agentes que hacían sus rondas nocturnas o vecinos anónimos, en un estado semiinconsciente provocado por el alcohol o la ingestión de drogas.
Poe pasó todo el día siguiente en su puesto de trabajo del matadero, sin cruzar una palabra con nadie. Estuvo cortando las grandes piezas de carne de una forma mecánica, con los ojos entrecerrados, como si el mismo fuera también un espíritu. Nunca acompañaba a sus compañeros en los momentos de descanso, pues se avergonzaba de no conocer bien la lengua y se sentía muy distinto de ellos, que a su vez le miraban con recelo. Mientras vaciaba las vísceras de los animales muertos, Poe habló consigo mismo en voz muy baja. Aquella mañana llevaba alrededor del cuello un collar de cuentas azules, en homenaje a su dios, Enkai. Por alguna razón, pensaba que aquel sería el último día de su vida. Sin embargo, la convicción de que el momento de su muerte estaba tan próximo no le hacía sentir ninguna tristeza.
Cuando llegó a casa, Joseph preparó su cena. Frió un pedazo de carne que había comprado esa misma tarde, de camino a casa, y mientras la masticaba muy lentamente, se quedó pensando en que tal vez él mismo hubiese matado al animal uno o dos días antes. Se sentía terriblemente solo. Volvió sobre sus pasos, para ir a buscar una botella de vino, y entonces vio con sorpresa que la puerta de la calle estaba entreabierta y que alguien había depositado en el suelo de la entrada un pequeño paquete postal. Después de rasgar el envoltorio encontró una tarjeta, que leyó con dificultad. Era la invitación para acudir a una fiesta, la Fiesta de la Serpiente, misteriosamente escrita en su propio idioma, la lengua del viejo pueblo masai, que había empezado a olvidar.
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