POLLUELOS EN UNA TORMENTA DE NIEVE
La aristocracia del corazón no cotiza en bolsa ni preocupa a los brokers, a los ejecutivos o a los dirigentes políticos. En el ránking mundial de valores ocupa el lugar maldito de las frases hechas y las buenas intenciones sin precio de mercado.
Quienes la practican no desprecian el valor del dinero, pero tampoco sacrifican su vida por él ni son capaces de actuar con usura o ventaja para conseguir beneficios. Saben que todo en la vida es fugaz y que son muchas las cosas que no se pueden comprar. Practican extraños ejercicios de altruismo y generosidad para intentar transformar su pequeño mundo, pues saben que en realidad no son dueños de nada, pues lo que poseen hoy no será suyo por mucho tiempo.
Aristócratas del corazón trabajan en las residencias de ancianos, en las administraciones públicas, en los supermercados, en la construcción de edificios, en las cárceles o en las industrias de armamento, en los quirófanos y en las salas de moribundos o son vagabundos o aventureros sin hogar conocido. En esos cometidos desempeñan a menudo funciones perversas o carentes de lógica, encomendadas y supervisadas por otros, pero las hacen distintas con su sola presencia, como druidas que practican sortilegios con briznas de hierba.
Creen en la belleza del mundo, en el equilibrio de las especies y las razas, en la infinita variedad de los colores, en las múltiples caras del Tao, en la bondad y en la crudeza inmisericorde de la vida, en la justicia y en los rayos de luz que, en las situaciones más difíciles, consiguen filtrarse entre la niebla.
Los aristócratas del corazón no se reconocen como miembros de esta estirpe distinguida. A menudo se ven a sí mismos como simples plebeyos desastrados, y ceden el paso ante los que creen ser marqueses, duques o príncipes, tratándolos con amabilidad y respeto, como los caballeros secretos de una humilde orden de magos.
La aristocracia del corazón no cotiza en bolsa ni preocupa a los brokers, a los ejecutivos o a los dirigentes políticos. En el ránking mundial de valores ocupa el lugar maldito de las frases hechas y las buenas intenciones sin precio de mercado.
Quienes la practican no desprecian el valor del dinero, pero tampoco sacrifican su vida por él ni son capaces de actuar con usura o ventaja para conseguir beneficios. Saben que todo en la vida es fugaz y que son muchas las cosas que no se pueden comprar. Practican extraños ejercicios de altruismo y generosidad para intentar transformar su pequeño mundo, pues saben que en realidad no son dueños de nada, pues lo que poseen hoy no será suyo por mucho tiempo.
Aristócratas del corazón trabajan en las residencias de ancianos, en las administraciones públicas, en los supermercados, en la construcción de edificios, en las cárceles o en las industrias de armamento, en los quirófanos y en las salas de moribundos o son vagabundos o aventureros sin hogar conocido. En esos cometidos desempeñan a menudo funciones perversas o carentes de lógica, encomendadas y supervisadas por otros, pero las hacen distintas con su sola presencia, como druidas que practican sortilegios con briznas de hierba.
Creen en la belleza del mundo, en el equilibrio de las especies y las razas, en la infinita variedad de los colores, en las múltiples caras del Tao, en la bondad y en la crudeza inmisericorde de la vida, en la justicia y en los rayos de luz que, en las situaciones más difíciles, consiguen filtrarse entre la niebla.
Los aristócratas del corazón no se reconocen como miembros de esta estirpe distinguida. A menudo se ven a sí mismos como simples plebeyos desastrados, y ceden el paso ante los que creen ser marqueses, duques o príncipes, tratándolos con amabilidad y respeto, como los caballeros secretos de una humilde orden de magos.
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