miércoles, 10 de diciembre de 2008

PLAYA SALAMANDRA

LAWRENCE ALMA-TADEMA (Ask me no more)

Tenía unos días libres y decidí viajar, solo, a un lugar llamado Playa Salamandra. Iba a cumplir los cuarenta, y quería meditar sobre mi presente y mi futuro, tratando de decidir en qué quería derrochar el resto de mis años de vida. Llevé mi ordenador portátil, dos libros, toalla y cremas para el sol, películas en formato DVD, música y una larga lista de cosas entre las que algunas, como siempre sucede, resultaban absolutamente prescindibles y de la que, como también ocurre siempre, se habían caído objetos ineludibles.

Reservé el hotel por Internet. Aún era temporada baja, y me dieron, por muy buen precio, una habitación enfrentada al mar. Desde ella se veía una isla de la que nunca supe el nombre. Había poca gente alojada en aquel lugar. La mayoría eran parejas de jubilados o de aspirantes a serlo en un breve lapso de tiempo, pero había también una chica sola, con acento catalán, pequeña y delgada.

Me la encontraba varias veces cada día, en el bar del hotel, en el comedor, en la piscina o en la playa. Tenía un cuerpo hermoso y proporcionado en traje de baño. Aquella noche tuve sueños apasionados en los que ella era la protagonista indiscutible.

Éramos los únicos clientes que estábamos solos, teníamos una edad similar y parecía lógico que tarde o temprano estableciéramos algún tipo de comunicación, pero me pareció que rehuía el contacto conmigo. Se sentaba en el extremo opuesto del comedor, ponía siempre su toalla en la piscina o en la playa muy lejos de la mía y no me saludaba si casualmente nos cruzábamos, a pesar de que estoy seguro de que me reconocía.

Una noche, aburrido en el bar del hotel, decidí tomar una copa de ron para recordar viejas visitas al Caribe. El alcohol me hizo efecto rápidamente, ya que casi nunca bebo. Entonces ví que la muchacha desconocida estaba en la terraza exterior, sola, sentada frente al mar. Envalentonado por el extracto fermentado de caña de azúcar le pedí permiso para sentarme a su lado. Hablamos mucho rato. Me contó que se llamaba Nuria y era de Tortosa, una localidad de Tarragona, junto al delta del Ebro. Trabajaba como enfermera en un hospital psiquiátrico y tenía con frecuencia algunos días libres, que, según dijo, no estaba dispuesta a dejar perder, viendo como su juventud se consumía sin salir de su pueblo.

Estuvimos charlando y riendo y después fuimos a pasear por la playa. Sentí unos fuertes deseos de abrazarla, pero no me atreví a dar ese paso. Sin duda el efecto del ron había ido desapareciendo poco a poco. Cuando llegamos al hotel, nos despedimos en la entrada de su habitación, tres puertas más allá de la mía. Me costó conciliar el sueño, tratando de olvidar los vivos deseos de estar a su lado, abrazándola.

Al día siguiente no la vi a la hora del desayuno. Salí a pasear pero no estaba en la playa, y tampoco en la piscina, en el jardín, en la terraza o en el pequeño gimnasio. A eso de las once la vi saliendo del ascensor, con una maleta con ruedas. Me acerqué y entonces me dijo que se iba y que creía habérmelo dicho la noche anterior. Se despidió con dos besos y me apuntó su correo electrónico en un papel azul.

Pasé dos noches más en el hotel, melancólico y ausente. No hice ningún plan de cara al futuro, no leí nada ni pude ver ninguna película. Solo pensaba en Nuria y en la oportunidad del amor perdido. Pensé en escribirle nada más llegar a casa, pero ya de vuelta, lo fui retrasando día tras día, hasta que poco a poco me fui olvidando de ella.

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